Había pasado la noche pensando o, como decimos en mi profesión, realizando razonamientos deductivos. Había llamado también a mi tío Harry, a mis padres, a mis hijos y a Dom Fanelli, pero no al New York Times ni a Max. Les dije a todos que la persona que habían visto por televisión no era yo y que yo no había visto la noticia o noticias en cuestión; les dije que había pasado la noche mirando el fútbol por la tele en la Olde Towne Taverne, que era lo que debería haber hecho, y que tenía testigos. Todos me creyeron. Confiaba en que mi superior, el antes mencionado teniente de detectives Wolfe, también se lo tragara.
También le dije a tío Harry que Margaret Wiley sentía debilidad por él, pero no pareció interesarle.
– Dickie Johnson y yo nacimos en la misma época -me comunicó-, crecimos juntos, salimos juntos con muchas mujeres y envejecimos juntos, pero él murió antes que yo.
Deprimente. Cuando llamé a Dom Fanelli no estaba en casa y le dejé un mensaje a su esposa Mary, con quien me llevaba muy bien hasta que me casé, pero Mary y mi ex se tenían antipatía. Ni mi divorcio ni mi accidente habían servido para reanudar mi amistad con Mary. Es extraño. Me refiero a la relación con las esposas de los compañeros, peculiar, en el mejor de los casos.
– Dile a Dom que el de la televisión no era yo. Mucha gente ha cometido el mismo error -dije.
– Bien.
– Si muero, será obra de la CIA. Díselo.
– Bien.
– Puede haber alguien en Plum Island que también intenta asesinarme. Díselo.
– Bien.
– Dile que hable con Sylvester Maxwell, jefe de la policía local, si muero asesinado.
– Bien.
– ¿Cómo están los niños?
– Bien.
– Tengo que colgar, el pulmón me está matando.
Colgué.
Bien, por lo menos había dejado constancia y si los federales habían pinchado mi teléfono, era conveniente que me oyeran contarle a la gente que temía que la CIA intentara asesinarme.
Evidentemente, en realidad no lo creía. A Ted Nash, personalmente, le gustaría matarme, pero dudaba de que la organización aprobara la eliminación de un individuo sólo porque era sarcástico y fastidioso. Pero si aquel asunto estuviese relacionado con Plum Island de un modo significativo, no me sorprendería que aparecieran todavía algunos cadáveres más.
Anoche, mientras llamaba por teléfono, había examinado mi arma y la munición con una linterna y una lupa. Todo parecía correcto. La paranoia es divertida si no absorbe demasiado tiempo, ni le desvía a uno de su camino. Me refiero a que en un día normal uno puede imaginar que alguien intenta matarle, o fastidiarle de algún modo, y practicar pequeños juegos como utilizar el control remoto para arrancar el motor del coche, suponer que alguien le ha pinchado el teléfono o que le han manipulado el arma. Algunos locos crean amigos imaginarios que les ordenan asesinar a otras personas. Otros locos crean enemigos imaginarios que intentan asesinarlos a ellos. Lo segundo, en mi opinión, es ligeramente menos descabellado y mucho más útil.
En todo caso, había pasado el resto de la noche examinando de nuevo los extractos financieros de los Gordon. La alternativa era Jay Leno.
Examiné detenidamente los meses de mayo y junio del año anterior para ver cómo habían financiado los Gordon su semana de vacaciones en Inglaterra, después de su viaje de negocios. Me percaté ahora de que la cuenta de su tarjeta Visa durante el mes de junio era algo superior a lo normal, así como la de su Amex. Un pequeño bache en un camino habitualmente regular. También comprobé que su factura telefónica del mes de junio era unos cien dólares superior a lo habitual, lo que indicaba posiblemente una mayor actividad de llamadas a larga distancia durante el mes de mayo. También cabía suponer que llevaban consigo dinero al contado o cheques de viaje, pero no constaba ninguna retirada de fondos inusual. Ése era el primer y único indicio de que los Gordon disponían de otra fuente de dinero. Las personas con ingresos ilegales a menudo compran millares de dólares de cheques de viaje, salen del país y derrochan su dinero. O puede que los Gordon supieran cómo vivir en Inglaterra por veinte dólares diarios.
Fuera como fuese, en lo concerniente a los extractos, sus libros parecían esencialmente limpios, como suele decirse. U ocultaban perfectamente lo que quiera que hicieran o no exigía grandes gastos ni depósitos. Por lo menos no en aquella cuenta. Recordé que los Gordon eran muy listos. Además, eran científicos y como tales muy cuidadosos, pacientes y meticulosos.
Eran las ocho de la mañana del miércoles y me tomaba la segunda taza de café malo mientras buscaba algo de comer en el frigorífico. ¿Lechuga y mostaza? No. ¿Mantequilla y zanahorias? Buena combinación.
Me acerqué a la ventana de la cocina con mi zanahoria y la terrina de mantequilla y me puse a cavilar, discurrir, rumiar, masticar, etcétera. Esperaba que sonara el teléfono, que Beth confirmara nuestra cita para las cinco de la tarde, pero el único ruido de la cocina era el tictac del reloj.
Esa mañana iba más elegante, con un pantalón de algodón y una camisa a rayas. Una chaqueta azul colgaba del respaldo de la silla de la cocina. Llevaba mi treinta y ocho en el tobillo y mi placa, para lo que valía, en el bolsillo interior de la chaqueta. Dado mi optimismo, tenía también un preservativo en la cartera. Estaba listo para la batalla o para el amor, o para lo que el día me deparara.
Zanahoria en mano, descendí por el jardín hasta la bahía. Había un leve manto de bruma sobre el agua. Caminé hasta el extremo del embarcadero de mi tío, que necesitaba reparaciones de consideración, mirando dónde pisaba. Recordé la ocasión en que los Gordon atracaron en aquel embarcadero, era a mediados de junio, aproximadamente una semana después de conocernos en el bar del restaurante Claudio's, en Greenpoint.
Cuando amarraron en aquella ocasión en el embarcadero del tío Harry, yo estaba en mi posición habitual de convaleciente en la terraza trasera, con una cerveza de convalecencia, y observaba la bahía con los prismáticos, cuando avisté su barco.
La semana anterior en Claudio's me habían pedido que les describiera la casa desde el agua y, efectivamente, la encontraron.
Recordaba haber descendido al embarcadero para recibirles y me convencieron para que les acompañara a dar una vuelta en barco. Contemplamos una serie de bahías desde el norte hasta el sur de Long Island: Great Peconic, Little Peconic, Noyac, Southold y Gardiners, hasta llegar luego a Orient Point. En algún momento, Tom apretó el acelerador de la lancha y creí que íbamos a despegar. Levantó la proa y rompió la barrera del sonido. En todo caso, aquélla fue también la ocasión en que los Gordon me mostraron Plum Island.
– Ahí es donde trabajamos -dijo Tom.
– Algún día procuraremos conseguirte un pase para visitantes -agregó Judy-. Es realmente interesante.
Tenía razón.
Eso ocurrió el mismo día en que nos atraparon el viento y las corrientes en el canal de Plum y estuve a punto de echarlo todo por la borda.
Recordaba que habíamos pasado todo el día en el agua y que habíamos regresado agotados, quemados por el sol, deshidratados y hambrientos. Mientras Tom iba en busca de pizzas, Judy y yo nos tomamos unas cervezas en la terraza posterior y contemplamos la puesta de sol.
No creo ser una persona particularmente agradable, pero los Gordon se esforzaron por cultivar mi amistad y nunca comprendí por qué. Al principio no necesitaba ni deseaba su compañía. Pero Tom era listo y divertido y Judy era hermosa, e inteligente.
A veces, las cosas no tienen sentido cuando suceden, pero, transcurrido cierto período de tiempo o después de algún incidente, se ve con claridad el significado de lo que se ha dicho o hecho.
Puede que los Gordon supieran que corrían peligro o podían correrlo. Habían conocido ya al jefe Maxwell y querían que alguna persona o personas supieran que se relacionaban con el jefe de policía. Luego pasaron bastante tiempo con su seguro servidor y creo que, una vez más, eso pudo ser una forma de demostrarle a alguien que Tom y Judy alternaban con la policía. Tal vez, Max o yo recibiríamos una carta si algo les sucedía a los Gordon, pero no contaba con ello.