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Además, entre las cosas que adquieren sentido retrospectivamente, recuerdo que aquella tarde, antes de que Tom regresara con las pizzas y después de que Judy se tomara tres cervezas con el estómago vacío, se interesó por la casa del tío Harry.

– ¿Qué vale un lugar como éste? -preguntó.

– Supongo que unos cuatrocientos mil, tal vez más. ¿Por qué?

– Curiosidad. ¿Tiene tu tío intención de vender la casa?

– Me la ha ofrecido a muy buen precio, pero necesitaría una hipoteca de doscientos años.

Y ya no se habló más de ello, pero, cuando alguien pregunta el precio de una casa, un barco o un coche y a continuación desea saber si está en venta, es porque la persona en cuestión es chismosa o porque está interesada. Los Gordon no eran chismosos. Ahora, naturalmente, me parece que los Gordon esperaban enriquecerse con mucha rapidez. Pero si la fuente de su nueva riqueza era una transacción ilegal, es evidente que no podían gastar abiertamente una fortuna y comprar una casa de cuatrocientos mil dólares junto al mar. Así que la esperada fortuna sería legal o lo parecería. ¿Vacunas? Tal vez.

Luego algo salió mal y aquellos brillantes cerebros se desparramaron sobre el entarimado de cedro, como si a alguien se le hubiera caído de las manos un paquete de dos kilos de carne picada junto a la parrilla.

También recordaba que aquella misma noche de junio le había comentado a Tom que tenía la sensación de haber estado en peligro en el canal. Tom se había pasado de la cerveza al vino y se le había ablandado el cerebro. Tuvo una salida muy filosófica para un hombre técnico.

– Un barco en puerto es un barco seguro. Pero los barcos no son para eso -dijo.

Por supuesto que no, metafóricamente hablando. Se me ocurrió que las personas que manipulaban el virus del Ébola y otras sustancias letales eran por naturaleza personas dispuestas a correr riesgos. Los Gordon hacía tanto tiempo que emergían como vencedores en aquel peligroso juego bioquímico que, empezando a creerse invulnerables, habían decidido emprender otro juego peligroso, pero más lucrativo. Sin embargo, no estaban en su elemento, como un buceador que se dedicara a escalar montañas o un escalador a bucear; ambos con muchas agallas y potentes pulmones, pero desconocedores del nuevo medio.

De vuelta al miércoles de setiembre, aproximadamente a las nueve de la mañana. Tom y Judy, que habían estado aquí conmigo en el embarcadero del tío Harry, estaban ahora muertos y la pelota estaba en mi campo, para cambiar de metáfora.

Di media vuelta y emprendí el camino de regreso a la casa, revitalizado por el aire matutino y por la zanahoria, y motivado por el recuerdo de dos personas encantadoras, la claridad de mi mente y el hecho de haber colocado en su debida perspectiva las decepciones y preocupaciones del día anterior. Me sentía descansado y listo para entrar en combate, para arrasar con todo.

Tenía todavía un punto aparentemente desconectado, que debía situar en mi pantalla de sonar: el señor Fredric Tobin, vinatero.

Sin embargo, antes decidí comprobar si alguien había llamado mientras reflexionaba junto a la orilla y examiné el contestador automático, pero no había ningún mensaje.

– Zorra.

Tranquilo, John, tranquilo.

Más enojado que dolorido salí de casa. Llevaba una chaqueta azul de Ralph Lauren, una camisa de Tommy Hilfiger, pantalón de Eddie Bauer, calzoncillos de Perry Ellis, loción para después del afeitado de Karl Lagerfeld y un revólver de Smith & Wesson.

Arranqué el coche con el control remoto y me subí a él.

– Bonjour, Jeep.

Conduje hasta la carretera principal y giré hacia el este, en dirección al sol naciente. La carretera principal es esencialmente rural, pero se convierte en la calle mayor de muchas de las aldeas. Entre pueblos hay muchos graneros y casas de labranza, viveros, numerosos tenderetes de productos agrícolas, algunos restaurantes buenos y sencillos, un puñado de tiendas de antigüedades y unas cuantas iglesias de madera realmente encantadoras, al estilo de Nueva Inglaterra.

Sin embargo, una cosa que ha cambiado desde que era pequeñito es que ahora, a lo largo de la carretera principal, hay unas dos docenas de cavas. Independientemente de dónde se encuentren los viñedos, la mayoría de las cavas han instalado su cuartel general junto a la carretera principal para atraer a los turistas. Organizan visitas y catas gratuitas, seguidas del paso obligatorio por la tienda de curiosidades, donde el visitante se siente obligado a comprar el néctar de uva local, acompañado de calendarios de la región, libros de cocina, sacacorchos, posavasos y otros artilugios.

La mayoría de esas cavas son en realidad casas de labranza y graneros reconvertidos, pero algunas son nuevos complejos de grandes dimensiones que albergan las instalaciones para la elaboración del vino, la tienda de curiosidades, un restaurante, una terraza para la degustación de los caldos, etcétera. La carretera principal no es exactamente la rué du Soleil, ni el norte de Long Island la Cote du Rhóne, pero el ambiente en general es agradable, más o menos como una combinación de Cape Cod y Napa Valley.

Los vinos en sí no son malos, según se dice. Dicen que algunos son bastante buenos. Dicen que algunos han ganado premios nacionales e internacionales. Personalmente prefiero una cerveza.

En el pueblo de Peconic, entré en un aparcamiento de grava con una placa de madera en la que se leía: «Viñedos Fredric Tobin.» La placa estaba lacada en negro y las letras, esculpidas en la madera, eran doradas. Unas curiosas líneas de diversos colores zigzagueaban sobre la laca negra. Las habría considerado el resultado de un acto vandálico, de no haber sido porque había visto las mismas rayas en las etiquetas de las botellas de vino Tobin, tanto en las bodegas como en el jardín de la casa de Tom y Judy. Llegué a la conclusión de que esas líneas eran arte. Cada día es más difícil apreciar la diferencia entre el arte y el vandalismo.

Al apearme de mi lujoso coche deportivo, me percaté de que había otra docena como el mío. Puede que aquí fuera donde criaban. ¿O era éste el vehículo predilecto de los vaqueros urbanos y suburbanos, para quienes campo abierto significaba un aparcamiento? Acabo de irme por las ramas.

Me acerqué al complejo Tobin. El olor a uva prensada y en proceso de fermentación era demoledor y atraía a un millón de abejas, la mitad de las cuales sentían debilidad por mi Lagerfeld.

¿Cómo describir las cavas Tobin? Si se construyera un château francés con tablas de cedro norteamericanas, tendría el aspecto de este lugar. Sin duda el señor Tobin había gastado una pequeña fortuna en aquel sueño.

Había estado antes aquí y conocía el lugar. Incluso antes de entrar sabía que en el complejo había una área de recepción y, a su izquierda, una gran tienda de vinos y curiosidades.

A la derecha estaban las instalaciones donde se elaboraba el vino, un edificio de dos plantas repleto de lagares de cobre, prensas y demás utensilios. En una ocasión había participado en una visita organizada y había escuchado las explicaciones. Nunca en la historia de la humanidad se habían inventado tantas bobadas sobre algo tan pequeño como una uva. Una ciruela es mayor, ¿no es cierto? Y también se hace vino de ciruela. ¿A qué viene tanta tontería con la uva?

Sobre el edificio se levanta una ancha torre central, una especie de atalaya, de unos dieciséis metros de altura, en cuya cima ondea una gran bandera. No se trata de la bandera estadounidense, sino de una bandera negra con el escudo de Tobin. A algunos les gusta exhibir su nombre.

Toda la madera está teñida de blanco, de modo que a lo lejos parece uno de esos castillos de piedra calcárea que aparecen en los folletos turísticos. Freddie había invertido mucho en ese lugar y me hizo pensar en lo que debía de reportar prensar uvas.