– Por supuesto.
– En Burdeos dejan macerar la piel con el vino nuevo durante mucho tiempo después de la fermentación. Luego envejecen el vino en cubas durante unos dos o tres años. Eso no es factible en nuestro caso. Nuestras uvas y las suyas están separadas por un océano. Son de la misma especie, pero han desarrollado su propia personalidad. Igual que nosotros.
– Buena observación.
– También debemos ser más cuidadosos al colar el vino que en Burdeos. En los primeros años cometí algunos errores.
– Todos lo hacemos.
– Aquí, por ejemplo, es más importante proteger el fruto que preocuparse por su aspereza. Nuestra uva no tiene tanto tanino como la de Burdeos.
– Ésa es la razón por la que me siento orgulloso de ser estadounidense.
– En la elaboración del vino, uno no puede ser excesivamente dogmático ni demasiado teórico. Hay que descubrir lo que funciona.
– Igual que en mi trabajo.
– Pero podemos aprender de los viejos maestros. En Burdeos aprendí la importancia de la dispersión de las hojas.
– No hay mejor lugar donde aprenderlo.
Aquello no era tan pesado como una clase de historia, pero casi. No obstante, dejé que siguiera charlando mientras reprimía un bostezo.
– La dispersión de las hojas permite capturar la luz del sol en estas latitudes septentrionales. El problema no se presenta en el sur de Francia, en Italia, ni en California. Pero aquí, en la zona norte de Long Island, al igual que en Burdeos, es preciso encontrar un equilibrio entre la cobertura de las hojas y el sol que reciben las uvas.
Y dale que dale.
No obstante, a pesar de mi primera impresión, descubrí que aquel individuo casi había llegado a gustarme. No me refiero a que fuéramos a convertirnos en grandes amigos, pero Fredric Tobin era un hombre de cierto encanto, aunque un poco pesado. Estaba claro que le gustaba lo que hacía, se sentía muy a gusto entre las vides. Empezaba a comprender que pudiera haberles gustado a los Gordon.
– La zona norte de Long Island posee un microclima -dijo- diferente al de las áreas circundantes. ¿Sabía que aquí hace más sol que al otro lado del agua, en Hampton?
– Bromea. ¿Lo saben los ricos de Hampton?
– Y más sol que cruzando el canal, en Connecticut -añadió.
– No me diga. ¿Por qué?
– Está relacionado con la masa de agua y los vientos que nos rodean. Gozamos de un clima marítimo. El clima de Connecticut es continental. Allí la temperatura invernal puede estar diez grados por debajo de la nuestra. Eso perjudicaría las cepas.
– Evidentemente.
– Además, aquí nunca hace demasiado calor, lo que también puede suponer un problema para las vides. La masa de agua a nuestro alrededor ejerce una influencia moderadora en el clima.
– Más calor, más sol y vuelven las águilas blancas. Es estupendo.
– Y la tierra es muy especial, es una tierra glacial muy rica, con todos los nutrientes necesarios y un buen drenaje, gracias al estrato inferior de arena.
– Caramba, ¿sabe lo que le digo?, si de niño alguien me hubiera dicho que algún día esto estaría lleno de viñedos, me habría reído en sus narices y le habría dado una patada en las pelotas.
– ¿Le interesa el tema?
– Muchísimo.
En absoluto.
Nos acercamos a otra fila, donde una cosechadora mecánica apaleaba las cepas y succionaba los racimos. Válgame Dios, ¿quién inventará esos artefactos?
En otra hilera, un par de jóvenes en pantalón corto y camisetas Tobin hacían lo mismo a mano. El Señor de las Cepas se detuvo a charlar un poco con ellas. Estaba interpretando su papel y las jóvenes reaccionaban favorablemente. Debía de tener edad para ser su padre, pero las chicas se interesaban pura y simplemente por el dinero. Yo tenía que utilizar todo mi encanto y mi ingenio para quitarle las bragas a alguien, pero me consta que a los ricos, sin tanto ingenio ni encanto, les basta decirle a una joven algo como «Vamos a ir a pasar el fin de semana en París con el Concorde» para salirse con la suya. Siempre funciona.
– Esta mañana no he escuchado las noticias -dijo el señor Tobin al cabo de un par de minutos, cuando nos alejamos de las jóvenes vendimiadoras-, pero una de mis empleadas me ha dicho que, según la radio, es posible que los Gordon hubieran robado una vacuna milagrosa y se propusieran venderla. Al parecer fueron traicionados y asesinados. ¿Es cierto?
– Eso parece.
– No hay peligro de… una plaga o alguna clase de epidemia…
– En absoluto.
– Me alegro. La otra noche había mucha gente preocupada.
– Pueden dejar de preocuparse. ¿Dónde estaba usted el lunes por la noche?
– ¿Yo? Cenando con amigos. En mi propio restaurante, por cierto, aquí mismo.
– ¿A qué hora?
– A eso de las ocho. Ni siquiera nos habíamos enterado de la noticia todavía.
– ¿Dónde estaba usted por la tarde? A eso de las cinco y media.
– En mi casa.
– ¿Solo?
– Tengo un ama de llaves y una compañera sentimental.
– Me alegro. ¿Recordarán dónde estaba usted a las cinco y media?
– Por supuesto. En mi casa. Fue el primer día de la vendimia -agregó-. Llegué aquí al amanecer. A las cuatro estaba agotado y fui a casa para hacer una siesta. Luego regresé aquí para cenar; una pequeña celebración por la vendimia. Nunca se sabe cuándo se cosecharán las primeras uvas, de modo que siempre es espontánea. En una o dos semanas celebraremos la gran cena de la vendimia.
– Vaya vida. ¿Quiénes eran los comensales?
– Mi novia, el capataz de la finca, algunos amigos… -respondió antes de mirarme-. Esto parece un interrogatorio.
Debía de parecerlo. Lo era. Pero no quería que el señor Tobin se pusiera nervioso y llamara a su abogado o a Max.
– No son más que las preguntas habituales, señor Tobin -dije-. Intento hacerme una idea de dónde estaba todo el mundo el lunes por la noche y de la relación que tenían con los fallecidos..Cosas por el estilo. Cuando encontremos a un sospechoso, algunos de los amigos y colegas de los Gordon podrán convertirse en testigos. ¿Comprende? No se sabe hasta que pasa.
– Comprendo.
Dejé que se tranquilizara y seguimos hablando de las uvas. Era una persona muy cortés, pero, como a todo el mundo, la policía le ponía un poco nervioso.
– ¿Dónde y cuándo vio usted a los Gordon la semana pasada? -pregunté.
– Déjeme pensar… Hubo cena en mi casa, invité a unos pocos amigos.
– ¿Qué le atraía a usted de los Gordon?
– ¿A qué se refiere?
– Exactamente a lo que acabo de preguntarle.
– Creo haberle indicado, detective, que era a la inversa -respondió.
– ¿Entonces por qué los invitó a su casa?
– Bueno… la verdad es que contaban historias fascinantes sobre Plum Island. A mis invitados les gustaban -agregó-. Los Gordon se ganaban la cena.
– ¿En serio?
Los Gordon raramente hablaban de su trabajo conmigo.
– Además -prosiguió-, formaban una pareja excepcionalmente atractiva, ¿no cree…? Bueno, supongo que cuando usted los vio… Pero ella era excepcionalmente hermosa.
– Realmente lo era. ¿Se acostaba con ella?
– ¿Usted perdone?
– ¿Mantenía usted relaciones sexuales con la señora Gordon?
– Cielos, no.
– ¿Lo intentó?
– Claro que no.
– ¿Pensó por lo menos en ello?
Reflexionó antes de responder.
– Algunas veces. Pero no persigo a las mujeres de los demás. Tengo bastante con lo mío.
– No me diga.
Supongo que el champán funciona cuando uno es dueño del viñedo, del castillo, de la cava y de la bodega. Me pregunto si los propietarios de pequeñas fábricas de cerveza tienen tanto éxito con las mujeres como los vinateros. Probablemente no. Tendré que averiguarlo.
– ¿Ha estado usted alguna vez en casa de los Gordon? -pregunté.