– No. Ni siquiera sé dónde vivían.
– ¿Entonces adonde mandaba las invitaciones?
– Bueno… de eso se ocupa la persona que lleva las relaciones públicas. Pero ahora que lo pienso, recuerdo que viven… vivían en Nassau Point.
– Sí señor. Lo mencionaron en todas las noticias. Residentes de Nassau Point hallados muertos.
– Sí. Y recuerdo que mencionaron una casa junto al mar.
– Efectivamente. A menudo se desplazaban a Plum Island en barco desde su casa. Probablemente lo mencionaron una docena de veces en sus cenas cuando contaban historias de Plum Island.
– Sí, lo hicieron.
Me percaté de que el señor Tobin tenía gotitas de sudor junto a la línea de su cabello. Pero no debía olvidar que la mayoría de los inocentes sudan cuando se les somete a un tercer grado modificado y civilizado. En los viejos tiempos, solíamos hablar de hacerles sudar la información a la gente; ya saben, con las luces en la cara, interrogatorios inacabables, el tercer grado, o lo que diablos signifique. Ahora somos muy amables, a veces, pero por mucha que sea nuestra cortesía, a algunas personas, tanto inocentes como culpables, no les gusta ser interrogadas.
Empezaba a tener calor, me quité la chaqueta y me la eché al hombro. Llevaba el revólver en el tobillo y el señor Tobin no se alarmó.
Las abejas habían vuelto a localizarme.
– ¿Pican? -pregunté.
– Lo hacen si las molesta.
– No las molesto. Me gustan las abejas.
– En realidad son avispas, avispas comunes. Debe de llevar una colonia que les gusta.
– Lagerfeld.
– Una de sus predilectas. No les preste atención -añadió.
– De acuerdo. ¿Estaban invitados los Gordon a la cena del lunes?
– No, normalmente no les habría invitado a una pequeña cena espontánea… La reunión del lunes era principalmente de amigos íntimos y personas relacionadas con el negocio.
– Comprendo.
– ¿Por qué me lo pregunta?
– Pura ironía. Ya sabe, si les hubiera invitado, puede que hubieran regresado antes a su casa, se hubieran vestido… y, quién sabe, tal vez habrían eludido su cita con la muerte.
– Nadie elude su cita con la muerte -respondió el señor Tobin.
– Sí, lo sé, tiene usted razón.
Estábamos ahora junto a una fila de cepas de uvas color morado.
– ¿Por qué de las uvas moradas sale vino tinto? -pregunté.
– ¿Por qué…? Bueno… supongo que sería más correcto llamarlo vino morado.
– Yo lo haría.
– Éstas, en realidad, se llaman pinot noir. Noir significa negro.
– Estudié francés. Estas uvas se llaman negras, son moradas y su vino se denomina tinto. ¿Le sorprende que la gente se confunda?
– En realidad no es tan complicado.
– Claro que lo es. La cerveza es sencilla. Hay lager y pilsner. Luego tenemos ale y stout. Olvidemos estas últimas y también la cerveza negra y bock. Básicamente tenemos lager y pilsner, suave y regular. Cuando uno entra en un bar, ve de qué cerveza se trata porque los nombres están en los grifos. También se puede preguntar qué cerveza tienen embotellada. Cuando han terminado de recitar su lista, basta decir Bud y todo resuelto.
El señor Tobin sonrió.
– Muy divertido. En realidad me gusta una buena cerveza fría cuando hace calor. No se lo diga a nadie -agregó en tono confidencial después de acercarse.
– Su secreto está a salvo conmigo. Oiga, esto parece que no acaba nunca. ¿Cuántas hectáreas tiene aquí?
– Aquí hay cien. Tengo otras cien repartidas.
– ¡Caramba!, es muy grande. ¿Alquila tierras?
– Parte.
– ¿Le alquila tierras a Margaret Wiley?
No respondió inmediatamente, y si hubiera estado sentado frente a él, habría advertido su expresión al mencionar a Margaret Wiley. Pero el titubeo era suficientemente significativo.
– Creo que sí -respondió finalmente el señor Tobin-. Sí. Unas veinticinco hectáreas. ¿Por qué me lo pregunta?
– Sé que alquila tierras a los vinateros. Es una vieja amiga de mis tíos. El mundo es un pañuelo y esta región es muy pequeña. Dígame, ¿es usted el mayor vinatero de la región?
– Los viñedos Tobin son los más extensos en el norte de Long Island, si eso es lo que desea saber.
– ¿Cómo lo ha logrado?
– Mucho trabajo, buen conocimiento de la vinicultura, perseverancia y un producto superior -respondió-. Y buena suerte -añadió-. Lo que más tememos por aquí son los huracanes, desde finales de agosto a principios de octubre. Un año la vendimia fue muy tardía, a mediados de octubre. No menos de seis huracanes llegaron del Caribe, pero todos cambiaron de dirección. Baco nos protegía. El dios del vino -aclaró.
– Y un gran compositor.
– Ése era Bach.
– Claro.
– Por cierto, aquí celebramos conciertos y a veces óperas. Puedo incluir su nombre en nuestra lista si lo desea.
– Sería maravilloso -respondí mientras regresábamos al enorme complejo de madera-. Vino, ópera y buena compañía. Le mandaré mi tarjeta, ahora no llevo ninguna encima. Por cierto, no veo su casa.
– No vivo aquí. Tengo un apartamento en la parte superior de esa torre, pero mi casa está al sur.
– ¿Junto al mar?
– Sí.
– ¿Navega?
– Un poco.
– ¿A motor o a vela?
– A motor.
– ¿Y los Gordon visitaron su casa?
– Sí. Algunas veces.
– Supongo que llegarían en barco.
– Creo que lo hicieron una o dos veces.
– ¿Y les visitó usted alguna vez con su barco?
– No.
Iba a preguntarle si era propietario de un Fórmula blanco, pero a veces es preferible no preguntar algo que se puede averiguar por otro camino. Las preguntas dan pistas y asustan a la gente. Ya he dicho que Fredric Tobin no era sospechoso del asesinato, pero tenía la impresión de que ocultaba algo.
El señor Tobin me acompañó hasta la puerta, por donde habíamos salido.
– Si puedo ayudarle en algo más, le ruego que me lo diga -dijo.
– De acuerdo. Por cierto, esta noche tengo una cita y me gustaría comprar una botella de vino.
– Pruebe nuestro Merlot. El del noventa y cinco es incomparable, aunque un poco caro.
– ¿Por qué no me lo muestra? Hay todavía un par de cosas que deseo preguntarle.
Dudó unos instantes y luego me acompañó a la tienda de regalos, junto a la que había una espaciosa sala de degustación. Era una habitación hermosa, con una barra de roble de diez metros de longitud, media docena de mesas a un lado, cajas y botelleros por todas partes, ventanas con vidrieras de colores, suelo empedrado, etcétera. Por la sala circulaban una docena de amantes del vino, que comentaban las etiquetas o cataban los vinos en la barra, sin dejar de decir tonterías a los chicos y chicas que les servían y que procuraban sonreírles.
El señor Tobin saludó a una azafata llamada Sara, una atractiva joven de algo más de veinte años. Supuse que Fredric elegía personalmente a las chicas; tenía buen ojo para la belleza y la lozanía.
– Sara, sírvele al señor…
– John.
– Sírvele a John una copa de Merlot del noventa y cinco.
Y así lo hizo, con mano firme, en una pequeña copa.
Moví el líquido en la copa para demostrar que era un conocedor. Luego lo olí.
– Buen aroma -dije y levanté la copa a contraluz-. Bonito color. Morado.
– Y bonitos dedos.
– ¿Dónde?
– La forma en que se adhiere al cristal.
– Desde luego.
Tomé un sorbo. No estaba mal. Un gusto al que uno puede acostumbrarse. En realidad, muy agradable con un bistec.
– Amable y afrutado -dije.
El señor Tobin asintió entusiasmado.
– Sí. Y audaz.
– Muy audaz. -¿Audaz?-. Un poco más consistente y robusto que un Napa Merlot.