– En realidad es un poco más ligero.
– Eso pretendía decir. Bueno.
Debí haberme retirado cuando ganaba.
El señor Tobin se dirigió a Sara:
– Sírvele un Cabernet del noventa y cinco.
– No se moleste.
– Quiero que compruebe la diferencia.
Sara lo sirvió y yo lo saboreé.
– Bueno. Menos audaz -dije.
Charlamos un poco y el señor Tobin insistió en que probara un blanco.
– Ésta es mi mezcla de Chardonnay y otros blancos que no revelaré -dijo-. Tiene un color hermoso, lo llamamos Oro Otoñal.
Lo probé.
– Amable, pero no excesivamente audaz.
No respondió.
– ¿Ha pensado alguna vez en denominar a alguno de sus vinos las Uvas de la Ira? -pregunté.
– Se lo mencionaré a mi equipo de marketing.
– Bonitas etiquetas -comenté.
– Todos mis tintos llevan etiquetas con una obra de Pollock y los blancos, una de De Kooning -explicó el señor Tobin.
– No me diga.
– Ya sabe, Jackson Pollock y Willem de Kooning. Ambos vivieron aquí en Long Island, donde crearon algunas de sus mejores obras.
– Ah, los pintores. Claro. Pollock es el de las salpicaduras.
El señor Tobin no respondió pero consultó su reloj, evidentemente harto de mi compañía. Miré a mi alrededor y vi una mesa libre, lejos de las azafatas y de los clientes.
– Sentémonos aquí un minuto -dije.
El señor Tobin me siguió a regañadientes y se sentó frente a mí.
– Sólo unas preguntas más -dije mientras saboreaba el Cabernet-. ¿Desde cuándo conocía a los Galdón?
– Pues… desde hace aproximadamente un año y medio.
– ¿Hablaron con usted alguna vez de su trabajo?
– No.
– Me ha dicho que les gustaba contar historias de Plum Island.
– Sí, claro, en un sentido general. Nunca revelaron ningún secreto oficial. -Sonrió.
– Me alegro. ¿Conocía su afición a la arqueología?
– Pues… sí, lo sabía.
– ¿Sabía que pertenecían a la Sociedad Histórica Peconic?
– Sí. En realidad así fue como nos conocimos.
– Todo el mundo parece pertenecer a la Sociedad Histórica Peconic.
– Tiene unos quinientos socios, eso no es todo el mundo.
– Pero todas las personas a las que yo conozco parecen ser socias. ¿Es alguna tapadera para otra cosa?, ¿un aquelarre o algo por el estilo?
– No que yo sepa. Pero podría ser divertido.
Ambos sonreímos. Parecía reflexionar. Me doy cuenta de cuando alguien reflexiona y nunca le interrumpo.
– La Sociedad Histórica Peconic celebrará una fiesta el sábado por la noche -dijo por fin-. Tendrá lugar en mi jardín. La última fiesta de la temporada al aire libre, si el tiempo lo permite. ¿Por qué no viene con alguien?
Supuse que le sobraban dos plazas, ahora que los Gordon no asistirían.
– Gracias. Lo intentaré -respondí.
A decir verdad, no me la perdería por nada del mundo.
– Puede que asista el jefe Maxwell -agregó-. Él conoce todos los detalles.
– Estupendo. ¿Puedo traer algo? ¿Vino?
– Con su presencia basta. -Sonrió educadamente.
– Acompañado -le recordé.
– Sí, acompañado.
– ¿Ha oído usted alguna vez… algún rumor sobre los Gordon? -pregunté.
– ¿Por ejemplo?
– Algo de carácter sexual.
– Ni una palabra.
– ¿Problemas económicos?
– No tengo la menor idea.
Y así proseguimos otros diez minutos. Unas veces se descubre que la persona ha mentido y otras no. Cualquier mentira, por pequeña que sea, es significativa. No atrapé exactamente al señor Tobin en ninguna mentira, pero estaba bastante seguro de que conocía más íntimamente a los Gordon de lo que reconocía. El hecho en sí no era significativo.
– ¿Puede mencionarme a algún amigo de los Gordon? -pregunté.
– Como ya le he dicho, su colega, el jefe Maxwell -respondió después de reflexionar unos instantes-. En realidad no conozco muy bien a sus amigos ni a sus colegas profesionales -agregó cuando había mencionado algunos nombres que no reconocí-. Ya le he dicho que eran… para hablar sin tapujos, una especie de gorrones. Pero eran muy atractivos, educados y hacían un trabajo interesante. Estaban ambos doctorados. Podría decirse que todos le sacábamos algún provecho a la relación… Me gusta rodearme de gente hermosa e interesante. Lo sé, es un poco superficial, pero le sorprendería lo superficial que pueden ser las personas hermosas e interesantes. Lamento lo que les ha sucedido, pero no puedo serle de más utilidad -agregó.
– Ha sido usted de gran ayuda, señor Tobin. Le doy realmente las gracias por el tiempo que me ha dedicado y por no darle a esto mayor importancia de la que tiene, llamando a un abogado.
No respondió.
Me levanté de la mesa y él me siguió.
– ¿Me acompaña al coche? -pregunté.
– Si lo desea.
Me detuve junto a un mostrador cubierto de publicaciones sobre el vino, incluidos algunos folletos de los viñedos Tobin. Cogí un puñado y lo guardé en mi pequeña bolsa.
– Soy un fanático de los folletos -dije-. Tengo un montón de publicaciones de Plum Island: la peste bovina, infecciones cutáneas, etcétera. Estoy aprendiendo un montón de cosas con este caso.
Una vez más no respondió.
Le pedí la botella de Merlot del noventa y cinco y me la entregó.
– Jackson Pollock -dije refiriéndome a la etiqueta-. Nunca lo habría imaginado. Ahora tengo algo de qué hablar con mi cita de esta noche. -Me acerqué a la caja con la botella, con la esperanza de que el señor Tobin me la ofreciera como obsequio, pero estaba equivocado y pagué el precio íntegro más impuestos.
– Por cierto -agregué cuando salimos a la luz del sol-, al igual que usted, yo también era conocido de los Gordon.
Se paró, me miró y yo también me detuve.
– John Corey -dije.
– Ah… claro. No había reconocido su nombre…
– Corey, John.
– Sí… ahora lo recuerdo. Usted es el policía al que hirieron.
– Efectivamente. Ahora estoy mucho mejor.
– ¿No es usted detective de la policía de Nueva York?
– Sí señor. Contratado por el jefe Maxwell para ayudar en el caso.
– Comprendo.
– ¿Entonces los Gordon me nombraron?
– Sí.
– ¿Hablaron bien de mí?
– Estoy seguro de que lo hicieron, pero ahora no lo recuerdo con exactitud.
– En realidad, nos vimos en una ocasión. En julio. Usted celebraba una gran fiesta de degustación en aquella sala.
– Ah, claro…
– Llevaba un traje escarlata y una corbata con racimos de uvas.
– Sí, creo que nos conocimos -afirmó mientras me miraba.
– No le quepa la menor duda -respondí y miré al aparcamiento-. Actualmente, todo el mundo tiene vehículos todoterreno. Aquél es el mío. Habla francés -comenté mientras arrancaba el motor con el control remoto-. ¿Está aquí su Porsche blanco?
– Sí. ¿Cómo lo sabe?
– Me lo he imaginado. Parece la persona indicada para tener un Porsche -respondí tendiéndole la mano-. Puede que nos veamos en su fiesta.
– Espero que encuentre al asesino.
– Seguro que sí, siempre lo encuentro. Ciao. Bonjour.
– Bonjour significa hola.
– De acuerdo. Au revoir.
Nos separamos y nuestras pisadas sobre la grava tomaron direcciones opuestas. Las abejas me siguieron hasta el coche pero entré rápidamente y me alejé.
Pensé en el señor Fredric Tobin, propietario, sibarita, amante de todo lo bello, magnate local y amigo de los difuntos.
Mi formación me indicaba que estaba limpio como una patena y que no debía perder un solo minuto pensando en él. Entre todas las teorías que había elaborado sobre el motivo del asesinato de los Gordon y su posible autor, el señor Tobin no encajaba en ninguna de ellas. Sin embargo, mi instinto me aconsejaba no despreocuparme del caballero.