Pensé en lo que había hecho tilín en mi cerebro cuando estaba en Plum Island. Historia, arqueología. Era eso. Pero ¿qué era eso?
– ¿Conoces a alguien que trabaje en Plum Island? -pregunté.
– La verdad es que no -respondió después de reflexionar unos instantes-. Algunos de mis clientes trabajan en la isla. Salvo Tom y Judy, no conozco a ninguno de los científicos y ninguno de ellos pertenece a nuestra sociedad histórica. Son un grupo muy cerrado -añadió-. Se relacionan entre sí.
– ¿Sabes algo del proyecto de excavaciones en Plum Island?
– Sólo que Tom Gordon había prometido a la sociedad histórica la oportunidad de explorar la isla.
– ¿Tú no eres particularmente aficionada a la arqueología?
– De hecho no. Prefiero el trabajo de archivo. Estoy licenciada en archivística por la Universidad de Columbia.
– No me digas. Yo doy clases en John Jay.
John Jay está a unos cincuenta bloques al sur de Columbia. Por fin teníamos algo en común.
– ¿De qué das clases? -preguntó.
– De criminología y cerámica.
Sonrió, movió los dedos de los pies y se cruzó nuevamente de piernas. Beige. Sus bragas eran beige, como su vestido. Casi me vi obligado a cruzarme de piernas también para que la señorita Whitestone no se percatara de que mi menina despertaba de su siesta. Guarda el muñeco en la bolsa.
– Archivística -exclamé-. Fascinante.
– Puede serlo. Trabajé un tiempo en Stony Brook, luego conseguí un empleo aquí, en la Biblioteca Libre de Cutchogue, fundada en 1.841 y todavía pagan el mismo sueldo. Me crié aquí, pero es difícil ganarse la vida a no ser con algún negocio. Yo soy propietaria de una floristería.
– Sí, he visto la furgoneta.
– Por supuesto, eres detective. ¿Y qué estás haciendo aquí?
– Convalecer.
– Claro, ahora lo recuerdo. Tienes buen aspecto.
Ella también tenía buen aspecto, pero se supone que uno no debe coquetear con los testigos y me lo callé. Tenía una bonita voz, suave y profunda, que me parecía sensual.
– ¿Conoces a Fredric Tobin? -pregunté.
– ¿Quién no lo conoce?
– Pertenece a la Sociedad Histórica Peconic.
– Es nuestro mayor benefactor. Nos da vino y dinero.
– ¿Sabes de vinos?
– No. ¿Y tú?
– Sí. Sé distinguir la diferencia entre un Merlot y una Budweiser. Con los ojos vendados.
Sonrió.
– Apuesto a que mucha gente lamenta no haberse vinculado con el vino hace años -dije-, quiero decir como negocio.
– No lo sé. Es interesante, pero no muy lucrativo.
– Lo es para Fredric Tobin -señalé.
– Fredric vive muy por encima de sus posibilidades.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque es verdad.
– ¿Lo conoces bien?, ¿personalmente?
– ¿Lo conoces tú personalmente? -respondió.
En realidad no me gusta que me interroguen, pero estaba pisando terreno resbaladizo.
– Asistí a una de sus degustaciones, en julio. ¿Estabas tú?
– Sí.
– Yo fui con los Gordon.
– Ahora lo recuerdo. Creo que te vi.
– Yo no te vi; lo recordaría.
Sonrió.
– ¿Lo conoces mucho? -insistí.
– A decir verdad, teníamos relaciones.
– ¿Qué clase de relaciones?
– Me refiero a que éramos amantes, señor Corey.
Me sentí decepcionado; no obstante, proseguí con el interrogatorio.
– ¿Cuándo fue eso?
– Empezó… hace unos dos años y duró… ¿Tiene eso alguna importancia?
– Puedes negarte a contestar cualquier pregunta.
– Lo sé.
– ¿Qué ocurrió con la relación?
– Nada. Fredric colecciona mujeres. Duró unos nueve meses. No fue un récord para ninguno de nosotros, pero no estuvo mal. Visitamos Burdeos, Loira, París. Fines de semana en Manhattan. Fue divertido. Es un hombre muy generoso.
Reflexioné. Estaba ligeramente enamorado de Emma Whitestone y me molestaba un poco que Fredric hubiera llegado antes que yo a la meta.
– Voy a formularte una pregunta personal y no tienes por qué responderla, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– ¿Estáis todavía…? Quiero decir si…
– Fredric y yo aún somos amigos. Ahora tiene una chica que vive con él. Sondra Wells. Completamente falsa, incluido su nombre.
– Has dicho que vivía por encima de sus posibilidades.
– Sí. Debe una pequeña fortuna a los bancos y a los pequeños inversores. Gasta demasiado. Lo triste del caso es que tiene mucho éxito y probablemente viviría muy bien de sus ganancias de no ser por Foxwoods.
– ¿Foxwoods?
– Sí, ya sabes, el casino indio de Connecticut.
– Ah, claro. ¿Es jugador?
– Y que lo digas. Fui con él en una ocasión. Perdió unos cinco mil dólares en un fin de semana. Blackjack y ruleta.
– ¡Caramba! Espero que tuviera el billete de regreso del transbordador.
Emma soltó una carcajada.
Foxwoods. Uno podía desplazarse en el transbordador de Orient Point a New London con el coche a bordo o en el transbordador de alta velocidad y el autobús hasta Foxwoods, gastárselo todo y regresar el domingo por la noche. Podía ser un descanso agradable tras la semana laboral del norte de Long Island y, a condición de no ser ludópata, divertirse, ganar o perder unos centenares de dólares, cenar, ver un espectáculo y dormir en una bonita habitación. Un buen fin de semana para una cita. Sin embargo, a muchos de los residentes locales no les gustaba la proximidad del pecado. Algunas esposas se quejaban de que sus maridos gastaban allí el dinero de la compra. Pero, como todo en la vida, era cuestión de niveles.
De modo que Fredric Tobin, un elegante y espectacular vinicultor, que parecía tenerlo todo bajo control, era jugador. Claro que, al pensar en ello, ¿había mayor apuesta que la cosecha anual de uva? A decir verdad, aquí las cepas eran todavía experimentales y hasta ahora todo había funcionado. Ninguna plaga, helada, ni ola de calor. Pero algún día, el huracán Annabelle o Zeke arrastraría millones de granos de uva al canal de Long Island y lo convertiría en la mayor barrica de la historia.
Y luego estaban Tom y Judy, que jugaban con diminutos entes patógenos. Después se aventuraron en otro juego y perdieron. Fredric jugaba con la cosecha y ganaba, luego jugaba con los naipes y la ruleta y perdía también.
– ¿Sabes si los Gordon acompañaron en alguna ocasión al señor Tobin a Foxwoods? -pregunté.
– No lo creo. Pero no lo sé. Hace aproximadamente un año que Fredric y yo nos separamos.
– Sí, pero aún sois amigos. Todavía habláis.
– Supongo que somos amigos. No le gusta que sus ex amantes se enfaden con él. Desea conservar la amistad de todo el mundo. Resulta interesante en las fiestas. Le encanta estar en una misma sala con una docena de mujeres con las que se ha acostado.
¿Y a quién no?
– ¿Crees que el señor Tobin y la señora Gordon mantenían relaciones? -pregunté.
– No lo sé con seguridad. No lo creo. No persigue a las mujeres de los demás.
– Qué galante.
– No, es un cobarde. Los maridos y los novios le dan miedo. Debe de haber tenido alguna mala experiencia -respondió con una especie de risita seductora-. En todo caso, prefería a Tom Gordon como amigo que a Judy Gordon como amante.