Pero se me agotaba el tiempo. Tal vez lograría actuar como policía otras cuarenta y ocho horas antes de que el Departamento de Policía de Southold, el de Nueva York y el del condado de Suffolk me dejaran fuera.
La señorita Whitestone me daba direcciones mientras yo reflexionaba.
– ¿Nos cuentan la verdad al hablar de una vacuna? -preguntó por fin.
– Eso creo. Sí.
– ¿No tiene nada que ver con la guerra bacteriológica?
– No.
– ¿Ni con drogas?
– No, que yo sepa.
– ¿Robo?
– Eso parece, pero creo que está relacionado con una vacuna robada.
¿Quién dice que no soy un jugador de equipo? Soy tan capaz como cualquier otro de divulgar la basura oficial.
– ¿Tienes otra teoría? -pregunté.
– No, ninguna. Pero tengo la sensación de que los asesinaron por alguna razón que todavía no comprendemos.
Que era exactamente lo que yo pensaba. Una mujer inteligente.
– ¿Has estado casada?
– Sí. Me casé joven, en mi segundo año de carrera. Duró siete años. Y hace otros siete que estoy divorciada. Haz cuentas.
– Tienes veinticinco años.
– ¿Cómo has llegado a veinticinco? -preguntó.
– ¿Cuarenta y dos?
– Gira aquí a la derecha. Es decir, hacia mi lado -dijo.
– Gracias.
Fue un paseo agradable y no tardamos en llegar a Great Hog Neck, que es otra península que penetra en la bahía, al noreste de Nassau Point, a veces llamado Little Hog Neck.
Me había dado cuenta de que aquí los nombres de los lugares procedían de tres fuentes principales: indígenas norteamericanos, colonos ingleses y promotores inmobiliarios. Los últimos tienen mapas con bonitos nombres, que sustituyen a los apelativos desagradables como Great Hog Neck.
Pasamos junto a un pequeño observatorio llamado Instituto Custer, que la señora Wiley había mencionado y sobre el que estaba recibiendo una pequeña explicación, así como sobre el Museo Indio Norteamericano, frente al observatorio.
– ¿Estaban los Gordon interesados en la astronomía? -pregunté.
– No, que yo sepa.
– ¿Sabías que le habían comprado media hectárea de terreno a la señora Wiley?
– Sí -titubeó y añadió-: No fue un buen negocio.
– ¿Para qué querrían ese terreno?
– No lo sé… para mí no tenía ningún sentido…
– ¿Estaba Fredric al corriente de que los Gordon compraban ese terreno?
– Sí -respondió antes de cambiar inmediatamente de tema-. Ahí está la casa original de los Whitestone, 1.685.
– ¿Pertenece todavía a la familia?
– No, pero voy a comprarla de nuevo. Se suponía que Fredric me ayudaría, pero… fue entonces cuando me di cuenta de que no era tan rico como parecía.
Sin comentarios.
Como en Nassau Point, en Hog Neck predominaban las casas de campo y algunas segundas residencias más modernas, muchas de ellas construidas con tablas de madera al estilo antiguo. Había algunos prados, que según Emma habían sido pastos públicos desde la época colonial, y algunos bosques.
– ¿Son pacíficos los indios? -pregunté.
– Aquí no hay indios.
– ¿Ninguno?
– Ninguno.
– Salvo los de Connecticut, que han abierto el mayor casino entre este lugar y Las Vegas.
– Yo tengo un poco de sangre indígena -dijo Emma.
– ¿En serio?
– En serio. Ocurre en muchas familias antiguas, aunque no lo pregonan. Algunas personas acuden a mí para eliminar a ciertos parientes de los archivos.
– Increíble -respondí, consciente de que tenía que haber algo políticamente correcto que decir, pero, puesto que esos conceptos cambian por semanas, nunca acertaba el vigente-. Racistas.
– Raciales, aunque no necesariamente racistas. En todo caso, a mí no me importa quién sepa que tengo sangre india. Mi bisabuela materna era corchaug.
– Tienes un bonito color.
– Gracias.
Nos acercamos a un gran edificio de tablas blancas, rodeado de varias hectáreas de terreno arbolado. Recordaba haberlo visto algunas veces de niño. Han quedado grabadas en mi mente imágenes de la infancia, instantáneas veraniegas, como una especie de diapositivas.
– Creo que en una ocasión comí aquí con la familia cuando era un renacuajo.
– Es posible. Existe desde hace doscientos años. ¿Qué edad tienes?
No respondí a su pregunta.
– ¿Es buena la comida?
– Depende. El lugar es bonito y discreto. Nadie nos verá ni murmurará.
– Bien pensado.
Entré en un camino de grava, aparqué y abrí ligeramente la puerta sin parar el motor. Sonó una campanilla y en el salpicadero se encendió una lucecita con una puerta entreabierta.
– ¡Caramba!, has eliminado la voz -exclamé.
– No queremos que la voz de tu ex mujer nos moleste.
Nos apeamos del vehículo y entramos en la posada. Me cogió del brazo, lo que me sorprendió.
– ¿A qué hora terminas el servicio?
– Ahora.
Capítulo 18
El almuerzo era aceptable. El lugar, recientemente restaurado, estaba casi vacío y bastaba dejar volar la fantasía para trasladarse a 1.784 e imaginar a Anthony Wayne el Loco pateando por el local y pidiendo grog -a saber lo que es eso.
La comida era típicamente norteamericana, sin complicaciones, como apetece a los gustos carnívoros, y la señorita Emma Whitestone resultó ser una chica corriente, sin complicaciones, como apetece a mis gustos carnívoros.
No hablamos de los asesinatos, de lord Tobin, ni de nada desagradable. A Emma le entusiasmaba realmente la historia y a mí me fascinaba escucharla. En realidad, no era la historia lo que me fascinaba, sino el tono sensual de Emma Whitestone.
Me habló del reverendo Youngs, que condujo desde Connecticut hasta aquí su rebaño en 1.740. Cuando me pregunté en voz alta si habrían llegado en el transbordador de New London recibí una mirada de reproche. Mencionó al capitán Kidd y a otros piratas menos conocidos, que habían navegado por aquellas aguas hacía trescientos años, y luego me habló de los famosos Horton del faro, uno de los cuales había construido esa posada. Luego llegó el general revolucionario Francis Marión, El Zorro de la Marisma, de quien, según ella, había recibido el nombre la ciudad de East Marión, aunque yo sugerí que probablemente había algún pueblo llamado Marión en Inglaterra. Pero Emma conocía realmente el tema. Me habló de los Underhill, los Tuthill y un poco de los Whitestone, cuyos antepasados habían llegado en el Mayflower, y de personas con nombres como Abijah, Chauncey, Ichabod y Barnabás, por no mencionar Joshua, Samuel e Isaac, que no eran siquiera judíos.
¡Tilín! Si bien Paul Stevens casi había acabado conmigo de aburrimiento con su voz de autómata, Emma Whitestone me había embelesado con sus tonos aspirados, por no mencionar el verde grisáceo de sus ojos. En todo caso, el resultado fue el mismo: oí algo que provocó una reacción retardada en mi cerebro, habitualmente despierto. ¡Tilín! Escuché a la espera de que lo repitiera e intenté recordar en vano qué era y por qué me había parecido significativo. Sin embargo, en esta ocasión sabía que lo tenía en la punta de la lengua y que no tardaría en averiguarlo. ¡Tilín!
– Aquí siento la presencia de El Loco Anthony Wayne -dije.
– ¿En serio? Cuéntamelo.
– Pues está sentado a esa mesa, junto a la ventana, y te mira a hurtadillas. A mí me mira mal mientras dice para sus adentros: «¿Qué tendrá ese despreciable mancebo que no posea yo en mi honorable persona?»
– Estás loco. -Sonrió Emma.
– ¿Lo he expresado correctamente?
– Te enseñaré inglés del siglo XVIII si dejas de hacer el bobo.
– Os doy mil gracias.