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En un abrir y cerrar de ojos eran las tres de la tarde y el camarero se impacientaba. Detesto interrumpir el flujo y la energía de un caso para perseguir unas bragas: detectus interruptus. Es cierto que las primeras setenta y cuatro horas de un caso son las más críticas, pero un hombre debe responder a ciertas llamadas biológicas y sonaban mis campanillas.

– Si el tiempo lo permite, podemos dar una vuelta en mi barco -dije.

– ¿Tienes un barco?

En realidad no lo tenía y puede que no hubiera sido una buena idea decirlo, pero disponía de una casa junto al mar con su propio embarcadero y siempre podría alegar que el barco se había hundido.

– Estoy en casa de mi tío, una finca en la bahía de recreo.

– Una finca de recreo en la bahía.

– Eso. Vamos.

Abandonamos la venta del general Wayne y nos dirigimos a mi casa, que está a unos veinte minutos al oeste de Hog Neck.

– Esto se llamaba Camino Real-dijo Emma cuando circulábamos por la carretera principal-. Le cambiaron el nombre después de la revolución.

– Buena idea.

– Lo curioso es que también cambiaron el nombre de mi universidad, que antes de la revolución se denominaba Colegio Real y luego pasó a llamarse Columbia.

– Permíteme que te diga que si hubiera otra revolución, yo cambiaría muchos nombres.

– ¿Por ejemplo?

– En primer lugar, la calle Setenta y Dos Este, donde yo vivo, pasaría a llamarse Cherry Lane, que suena mucho mejor. Luego está el gato de mi ex mujer, Bola de Nieve, que me gustaría llamarlo Gato Muerto.

Proseguí con otros cambios de nombre para después de la revolución.

– ¿Te gusta este lugar? -interrumpió Emma.

– Creo que sí. Es indudablemente bonito, pero no estoy seguro de que yo encaje.

– Está lleno de excéntricos.

– Yo no soy excéntrico, estoy loco.

– También abundan los locos. Esto no es un reducto de campesinos. Conozco granjeros licenciados en las mejores universidades del este, astrónomos del Instituto Custer. Hay vinateros que han estudiado en Francia y científicos de Plum Island y de los laboratorios Brookhaven, además de intelectuales de la Universidad de Stony Brook, pintores, poetas, escritores…

– Y archiveras.

– Sí. Me molesta que la gente de la ciudad nos tome por paletos.

– Yo no lo hago.

– Viví nueve años en Manhattan. Me harté de la ciudad. Echaba de menos mi casa.

– Había percibido en ti cierta elegancia urbana, combinada con el encanto del campo. Estás en el lugar indicado.

– Gracias.

Creo que acababa de pasar una de las pruebas más importantes en mi camino a la meta. Circulábamos ahora entre campos y viñedos.

– Aquí el otoño es largo y perezoso. Los frutales están todavía repletos de fruta y quedan muchas hortalizas por cosechar. Puede nevar en Nueva Inglaterra alrededor del Día de Acción de Gracias y aquí todavía estamos cosechando. ¿Hablo demasiado?

– No, en absoluto. Estás elaborando un hermoso retrato oral.

– Gracias.

Mi mente estaba en el primer rellano de la escalera, camino del dormitorio.

Nuestra conversación era esencialmente ligera y superficial, como suele serlo entre personas que están nerviosas porque saben que pueden acabar entre sábanas.

– Una gran dama pintada -dijo Emma cuando entramos en el largo camino hacia la casa victoriana.

– ¿Dónde?

– La casa. Así es como llamamos a las viejas casas victorianas.

– Ah, comprendo. Por cierto, mi tía pertenecía a la Sociedad Histórica Peconic. June Bonner.

– Me suena.

– Conocía a Margaret Wiley -agregué-. En realidad, mi tía nació aquí y por eso convenció a mi tío Harry para que comprara esta residencia veraniega.

– ¿Cuál era su nombre de soltera?

– No estoy seguro. Tal vez Witherspoonhamptonshire.

– ¿Te burlas de mi nombre?

– No señora.

– Averigua el nombre de soltera de tu tía.

– De acuerdo -respondí mientras me detenía frente a la dama pintada.

– Si se trata de una familia antigua -dijo Emma-, podré comprobar los antecedentes. Tenemos mucha información sobre las viejas familias.

– No me digas. ¿Muchos trapos sucios?

– A veces.

– Puede que los antepasados de mi tía June fueran cuatreros y prostitutas.

– Podría ser. Abundan en mi árbol genealógico.

Solté una carcajada.

– Podría ser que su familia y la mía estuvieran emparentadas. Tú y yo podríamos ser parientes políticos.

– Es posible -respondí cuando mi mente había llegado ya al primer piso, aunque en realidad estábamos todavía en el Jeep-. Hemos llegado.

Nos apeamos y Emma contempló la casa.

– ¿Y ésta es su casa?

– Era. Ha fallecido. Mi tío Harry quiere que se la compre.

– Es demasiado grande para una persona.

– Puedo dividirla en dos. -Entramos en la casa, dimos un paseo por la planta baja, comprobé que no había ningún mensaje en el contestador automático, fui a la cocina a por dos cervezas, nos dirigimos a la terraza posterior y nos acomodamos en dos sillones de mimbre.

– Me encanta contemplar el agua -dijo Emma.

– Éste es un buen lugar para hacerlo. Estoy sentado aquí desde hace varios meses.

– ¿Cuándo tienes que volver al trabajo?

– No estoy seguro. Debo ver al médico el próximo jueves.

– ¿Cómo te has involucrado en este caso?

– El jefe Maxwell.

– No veo tu barco.

Miré hacia el destartalado embarcadero.

– Caramba, debe de haberse hundido.

– ¿Hundido?

– No, ahora recuerdo que lo están reparando.

– ¿Qué clase de barco tienes?

– Un… Boston Whaler… de ocho metros…

– ¿Navegas?

– ¿Quieres decir a vela?

– Sí, en un velero.

– No. Me gustan las lanchas. ¿Tú navegas?

– Un poco.

Y así sucesivamente.

Me había quitado la chaqueta y los zapatos y arremangado la camisa. Emma se había quedado descalza y ambos habíamos colocado los pies sobre la baranda. Su etérea prenda beige estaba por encima de sus rodillas.

Levanté los prismáticos y contemplamos por turnos la bahía, los barcos, la marisma, que cuando era niño se llamaba pantano, el cielo y todo lo demás.

Iba por la quinta cerveza y ella bebía tanto como yo. Me gustan las mujeres con aguante. Emma estaba ahora un poco alegre, pero con la cabeza lúcida y la voz clara.

Tenía los prismáticos en una mano y una Bud en la otra.

– Éste es un punto principal de encuentro en la ruta costera, una especie de lugar de reposo de las aves migratorias -dijo antes de mirar a lo lejos con los prismáticos-. Veo manadas de gansos canadienses, largas líneas onduladas de colimbos y filas zigzagueantes de patos. Se quedarán aquí hasta noviembre y luego seguirán su viaje rumbo sur. Las águilas blancas acaban en Sudamérica.

– Me alegro.

Dejó los prismáticos sobre su regazo y contempló el mar.

– En los días de tormenta, cuando sopla fuerte viento del noreste, el cielo adquiere un tono gris plateado y los pájaros se comportan de forma extraña. Hay una sensación de aislamiento imponente, una belleza ominosa que es preciso sentir y oír además de verla.

– ¿Te gustaría ver el resto de la casa? -pregunté después de un rato de silencio.

– Por supuesto.

Hicimos la primera parada de la visita al primer piso en mi habitación y ya no proseguimos.

En realidad tardó tres segundos en desprenderse de lo que llevaba puesto. Tenía un cuerpo firme, una hermosa piel canela, con todo exactamente en su lugar, como había imaginado.

Me desabrochaba todavía la camisa cuando ella estaba ya completamente desnuda. Observó cómo me quitaba la ropa y miró fijamente mi tobillera y el revólver.

He comprobado que a muchas mujeres no les gustan los hombres armados.