– Ése es el árbol donde Jerry y yo excavamos. ¿Quiere verlo? -preguntó Billy.
– Por supuesto.
Nos acercamos a un cerezo silvestre retorcido y azotado por el viento, de unos cinco metros de altura. Billy señaló la base del árbol, donde un agujero superficial había sido rellenado de arena.
– Aquí -dijo.
– ¿Por qué no al otro lado del árbol?, ¿o a unos metros de él?
– No lo sé… Intentamos adivinarlo. Por cierto, ¿tiene un mapa?, ¿un mapa del tesoro?
– Sí. Pero si te lo enseño, me veré obligado a arrojarte por la borda.
– ¡Aaah! -exclamó, con una imitación aceptable de alguien que se sume en la eternidad.
– ¿Por qué no has ido hoy a la escuela? -pregunté cuando me encaminaba hacia el coche junto a mi compañero Billy.
– Hoy es el día de Rosh Hashanah.
– ¿Eres judío?
– No, pero mi amigo Danny lo es.
– ¿Dónde está Danny?
– En la escuela.
Aquel chiquillo era un abogado en potencia.
Llegamos al coche y encontré un billete de cinco dólares en mi cartera.
– Toma, Billy, gracias por tu ayuda.
– ¡Caramba, gracias! -exclamó después de aceptar el dinero-. ¿Necesita algo más?
– No, debo regresar para presentar mi informe en la Casa Blanca.
– ¿La Casa Blanca?
Levanté la bicicleta, se la entregué, subí a mi Jeep y puse el motor en marcha.
– El árbol donde excavasteis no es suficientemente viejo para haber existido en la época del capitán Kidd -dije.
– ¿En serio?
– El capitán Kidd vivió hace trescientos años.
– ¡No me diga!
– ¿Has visto esos tocones podridos en el suelo? Eran grandes árboles cuando el capitán Kidd desembarcó en esta orilla. Intenta cavar junto a uno de ellos.
– ¡Caramba, muchas gracias!
– Si encuentras el tesoro, volveré a por mi parte.
– De acuerdo. Pero puede que mi amigo Jerry intente degollarle. Yo no lo haría, porque nos ha dicho dónde está el tesoro.
– Tal vez sea a ti a quien Jerry degüelle.
– ¡Aaah! -exclamó antes de marcharse.
Próxima parada, un regalo para Emma. De camino, coloqué algunas piezas en mi rompecabezas mental.
Evidentemente, podía haber más de un tesoro escondido, pero el que los Gordon buscaban y tal vez encontraron estaba enterrado en Plum Island. Estaba bastante seguro.
Plum Island es propiedad gubernamental y cualquier objeto encontrado en su suelo pertenece al gobierno, concretamente al Departamento de Interior.
Así que la forma más sencilla de quitarle al César un tesoro de sus tierras consistía en trasladarlo a un terreno de tu propiedad. Pero si sólo lo alquilas, podía resultar problemático. De ahí la media hectárea frente al mar que le habían comprado a Margaret Wiley.
Pero quedaban algunas incógnitas. ¿Cómo sabían los Gordon, por ejemplo, que podía haber un tesoro escondido en Plum Island? Respuesta: lo habían averiguado gracias a su interés y pertenencia a la Sociedad Histórica Peconic. O alguna otra persona sabía desde hacía tiempo que podía haber un tesoro enterrado en Plum Island, pero dicha persona, o personas, no tenía acceso a la isla y cultivó la amistad de los Gordon, que, como trabajadores veteranos, gozaban de un acceso casi ilimitado. En algún momento, dicha persona, o personas, reveló a los Gordon esa información, elaboraron un plan, hicieron un trato y lo sellaron con sangre a la luz de una vela parpadeante o algo por el estilo.
Tom y Judy eran buenos ciudadanos, pero no unos santos. Recordé algo que Beth había dicho, «el oro seductor de los santos», y comprendí lo apropiado que era.
Evidentemente, los Gordon se proponían enterrar de nuevo el tesoro en su propio terreno, para luego descubrirlo, proclamar su hallazgo y pagar honradamente sus impuestos al Tío Sam y al Estado de Nueva York. Pero puede que su socio tuviera otra idea. Sí señor. El socio no estaba dispuesto a contentarse con el cincuenta por ciento del botín, sobre el que probablemente había que pagar unos impuestos considerables.
Entonces me pregunté cuánto podía valer el tesoro. Evidentemente, lo suficiente para cometer un doble asesinato.
Una teoría, como explico en mis clases, debe ajustarse a todos los hechos. Si no lo hace, es preciso examinar los hechos. Si los hechos son correctos y la hipótesis no encaja, hay que modificar la teoría.
En este caso, la mayoría de los hechos iniciales sugería una hipótesis errónea. Además, por fin disponía de lo que los físicos denominan una teoría unificada: las supuestas excavaciones arqueológicas en Plum Island, la costosa lancha, la lujosa casa junto al mar, el Spirochete fondeado cerca de Plum Island, la pertenencia a la Sociedad Histórica Peconic, media hectárea de terreno aparentemente inútil junto al canal y, posiblemente, el viaje a Inglaterra. Si añadía además el capricho de los Gordon de izar la bandera pirata, el baúl desaparecido y el número de ocho cifras en su carta de navegación, disponía de una teoría unificada bastante sólida, que permitía unir todos aquellos cabos aparentemente sueltos.
O existía también la posibilidad, una posibilidad perfectamente factible, de que hubiera perdido demasiada sangre de mi cerebro y estuviera totalmente equivocado, completamente desfasado, mentalmente incapacitado para prestar servicio como detective y suficientemente afortunado de que me permitieran patrullar por las calles de Staten Island.
Eso también era posible. No había más que fijarse en Foster y Nash, un par de individuos razonablemente inteligentes con todos los recursos del mundo a su disposición, totalmente descaminados siguiendo pistas erróneas. Tenían buenos cerebros, pero estaban limitados por su estrecha visión del mundo: intrigas internacionales, la guerra biológica, el terrorismo internacional y todo lo demás. Probablemente nunca habían oído hablar del capitán Kidd. ¡Estupendo!
No obstante, a pesar de mi teoría unificada, aún había datos que desconocía y cuestiones que no comprendía. Una cosa que no sabía era quién había asesinado a Tom y Judy. A veces, uno atrapa al asesino antes de poseer todos los datos o antes de comprender lo que uno tiene; en dichos casos, a veces el asesino puede ser amable y explicarle a uno lo que le faltaba, lo que no había comprendido, sus motivos, etcétera. Cuando obtengo una confesión no espero sólo una admisión de culpabilidad, sino una lección sobre la mente criminal. Eso es provechoso para el futuro y siempre hay una próxima vez.
En este caso, tenía lo que a mi parecer era el motivo, pero no al asesino. Lo único que sabía de él, o ella, era que se trataba de alguien muy inteligente. No podía imaginar que los Gordon hubieran planeado un delito con un idiota.
Uno de los puntos en mi mapa mental de este caso eran los viñedos Tobin. Incluso ahora, después de haber descubierto lo del capitán Kidd y elaborado mi teoría unificada, seguía sin comprender cómo encajaba la relación entre Fredric Tobin y los Gordon en el panorama global.
O puede que sí… Me dirigí a los viñedos Tobin.
Capítulo 20
El Porsche blanco del propietario estaba en el aparcamiento. Aparqué mi Jeep, me apeé y me dirigí a la bodega.
La planta baja de la torre central conectaba varias alas y yo entré por la zona de recepción. Tanto en la escalera como en el ascensor había letreros que decían «Sólo personal». En realidad, el ascensor por el que había salido el señor Tobin en nuestro encuentro anterior estaba cerrado con llave y subí por la escalera, que de todos modos es lo que prefiero. Era, en realidad, de acero y hormigón, de las usadas habitualmente como salidas de incendio, construida en el interior de la torre de cedro, con una puerta de acero en cada planta, sobre la que se leía: «Primer piso, contabilidad, personal, facturación», «Segundo piso, ventas, marketing, entregas», y así sucesivamente.