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¡Caramba!, menudos modales. Ese individuo podía metértela con vaselina sin que uno se enterara en varios días.

El señor T introdujo la llave en la puerta del ascensor y éste llegó casi de inmediato.

– ¿Sabe aquel Merlot que compré? -dije, mientras descendíamos, para romper el silencio-. Pues me resultó muy útil. Es realmente estúpido, tal vez divertido, aunque no creo que a usted se lo parezca… pero tuve que utilizarlo para limpiar heces de pájaro del parabrisas.

– ¿Cómo?

Se abrió el ascensor y salimos al vestíbulo.

– Una enorme gaviota bombardeó mi parabrisas -expliqué mientras él consultaba de nuevo su reloj-. La mitad que me tomé estaba muy buena. No excesivamente audaz.

– Un terrible desperdicio de un vino añejo -comentó.

– Sabía que lo diría.

Salimos juntos por la puerta que daba a la recepción.

– Por cierto, ¿recuerda que le he hablado de una dama que mencionó su nombre? -pregunté cuando llegamos al aparcamiento.

– Sí.

– Me dijo que era amiga suya. Pero hay muchas personas que alegan ser sus amigos, como los Gordon, aunque no sean más que conocidos, anhelantes de arrimarse a su resplandor.

No respondió. Es difícil hacerle morder el anzuelo a alguien que actúa como rey del castillo. El señor Tobin no perdería nunca la compostura.

– El caso es que dijo que era amiga suya -proseguí-. ¿Conoce usted a Emma Whitestone?

Puede que alterara ligeramente el paso, pero siguió caminando hasta su coche.

– Sí, salimos juntos hace aproximadamente un año -respondió.

– ¿Y siguen siendo amigos?

– ¿Por qué no?

– Todas las mujeres con las que he salido quieren asesinarme.

– No entiendo por qué.

Tuve que soltar una carcajada. Era curioso que, en cierto modo, todavía me gustara aquel individuo, a pesar de sospechar que había asesinado a mis amigos. Pero no nos confundamos, si fuera él quien lo llevó a cabo, haría cuanto estuviese en mi mano para que acabara ante el pelotón de ejecución o lo que quiera que decidan en este Estado cuando condenen al primer asesino. Por ahora, si él era cortés, yo también iba a serlo.

La otra cosa curiosa era que, desde nuestra primera conversación, ahora teníamos algo en común. Me refiero a que ambos habíamos alcanzado una meta a la que pocos habían llegado… bueno, puede que no fueran pocos. Me habría gustado darle una palmada en la espalda y preguntarle: «Dime, Freddie, ¿disfrutaba tanto como conmigo?» O algo por el estilo. Pero los caballeros no revelan intimidades.

– Señor Corey, tengo la sensación de que usted cree que sé más de lo que le cuento sobre los Gordon -decía Fredric Tobin-. Le aseguro que no es cierto. No obstante, si la policía del condado o la policía local desean que haga una declaración, estaré encantado de complacerlos. Entretanto, usted siempre será bien recibido aquí como cliente y en mi casa como invitado. Pero no en mi despacho, ni para volver a interrogarme.

– Me parece razonable.

– Buenos días.

– Que aproveche.

Subió a su Porsche y desapareció.

Volví la cabeza para contemplar la torre Tobin, en cuya cúpula ondeaba su bandera negra. Si el señor Tobin tenía alguna prueba material que ocultar, podía estar en su casa junto al mar o en su apartamento en lo alto de la torre. Evidentemente, un registro con el consentimiento del propietario era inimaginable y ningún juez dictaría una orden de registro, así que parecía que tendría que concederme yo mismo la autorización a medianoche.

De nuevo en mi Jeep y circulando por la carretera, llamé a mi contestador automático y recibí dos mensajes. El primero era de una zorra anónima, de la unidad de control de ausencias del Departamento de Policía de Nueva York, para comunicarme que la fecha de mi revisión se había trasladado al siguiente martes y solicitaba confirmación por mi parte. Cuando los jefes no logran localizarle a uno piden al departamento de personal, de pagos o de sanidad que llamen sobre algo que requiera una respuesta. Detesto las artimañas.

El segundo mensaje era de mi ex compañera, Beth Penrose. «Hola, John -decía-. Lamento no haberte llamado antes, pero aquí ha sido una verdadera locura. Sé que no estás oficialmente involucrado en el caso, pero hay algunas cosas de las que me gustaría hablar contigo. ¿Qué te parece si voy a verte mañana por la tarde? Llámame o te llamaré yo y quedamos. Cuídate.»El tono era amable, pero no tanto como cuando hablamos cara a cara por última vez. Por no mencionar el beso en la mejilla. Supongo que no es una buena idea ponerse demasiado sensiblero cuando se habla con un contestador automático. Aunque con toda probabilidad, el calor que pudiera haberse generado durante dos días de gran intensidad, se habría enfriado al regresar a su mundo y a su ambiente. Sucede.

Ahora deseaba hablar de algunas cosas conmigo y eso significaba que quería saber lo que yo había descubierto, si es que había averiguado algo. Para Beth Penrose, me había convertido sencillamente en otro testigo. Puede que mi actitud fuera excesivamente cínica. Aunque tal vez debía alejar a Beth Penrose de mi mente para integrar a Emma Whitestone. Nunca he sido capaz de compaginar varias relaciones. Es peor que ocuparse de una docena de casos de homicidio simultáneamente y mucho más peligroso.

En todo caso, debía comprarle un regalo a Emma y vi una tienda de antigüedades junto a la carretera. Perfecto. Paré y me apeé. Lo maravilloso de este país es que hay más antigüedades en circulación que las fabricadas originalmente.

Había empezado a husmear en el interior del local enmohecido cuando la propietaria, una encantadora viejecita, preguntó si podía ayudarme.

– Busco un regalo para una joven.

– ¿Esposa? ¿Hija?

Alguien a quien apenas conozco pero con quien me he acostado.

– Una amiga.

– Ah -exclamó y me mostró varios objetos.

Soy un verdadero ignorante en lo concerniente a antigüedades, pero de pronto tuve una idea brillante.

– ¿Pertenece usted a la Sociedad Histórica Peconic?

– No, pero soy socia de la Sociedad Histórica de Southold.

Válgame Dios, la de sociedades que había.

– ¿Conoce usted a Emma Whitestone? -pregunté.

– Por supuesto. Una joven excelente.

– Desde luego. Busco algo para ella.

– Estupendo. ¿Algún motivo especial?

Una muestra de afecto y agradecimiento habitual posterior al coito.

– Me ha ayudado con cierta investigación en los archivos.

– Ah, eso se le da muy bien. ¿Ha pensado en algo concreto?

– Puede que parezca una bobada, pero desde niño me han fascinado los piratas.

Soltó una carcajada. O puede que fuera un cacareo.

– El famoso capitán Kidd visitó nuestras costas.

– ¡No me diga!

– Por aquí pasaron muchos piratas antes de la revolución. Saqueaban a los españoles y a los franceses en el Caribe y luego venían al norte para derrochar sus botines o reparar sus barcos. Algunos se instalaron en esta región. -Sonrió-. Con todo el oro y las joyas que poseían no tardaron en convertirse en ciudadanos de pro. Muchas fortunas locales tienen sus orígenes en los botines de los piratas.

No me desagradaba su forma un tanto arcaica de hablar.

– Muchas fortunas modernas están basadas en la piratería corporativa -comenté.

– De eso no tengo la menor idea, pero sé que los narcotraficantes actuales son muy parecidos a los antiguos piratas. Cuando era niña había contrabandistas de ron. Aquí somos gente honrada, pero éste es un lugar de rutas marítimas.

– Por no mencionar la ruta costera atlántica.

– Eso es para las aves.

– Exactamente.

Después de unos minutos de charla me presenté como John y ella lo hizo como señora Simmons.

– ¿Dispone la Sociedad Histórica de Southold de información sobre piratas?

– Sí, aunque no mucha. Tenemos algunas cartas y documentos originales en los archivos. E incluso un cartel, donde se ofrece una recompensa, en nuestro pequeño museo.