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– ¿Tienen algún auténtico mapa de tesoro pirata que pudiera fotocopiar?

Sonrió.

– ¿Conoce usted a Fredric Tobin? -pregunté.

– ¿Quién no lo conoce? Rico como Creso.

¿Quién?

– ¿Pertenece a la Sociedad Histórica de Southold? -pregunté-. Me refiero al señor Tobin, no a Creso.

– No, pero el señor Tobin es muy generoso con sus contribuciones.

– ¿Visita sus archivos?

– Tengo entendido que lo hizo. Pero hace aproximadamente un año que no viene.

Asentí. Debía hacer un esfuerzo para recordar que aquello no era Manhattan, sino una comunidad de unas veinte mil personas y, aunque no era literalmente cierto que todos se conocieran, sí lo era que todos conocían a alguien que conocía a otro. Para un detective, eso era como caminar por una ciénaga con barro hasta las rodillas.

En fin, por lo menos había concluido una de mis investigaciones y le pregunté a la señora Simmons:

– ¿Puede recomendarme algo para la señorita Whitestone?

– ¿En qué gama de precios?

– Nada es excesivo para la señorita Whitestone. Cincuenta dólares.

– En ese caso…

– Cien.

Sonrió y sacó un orinal de porcelana con una gran asa, decorado con rosas esmaltadas.

– Emma los colecciona -dijo.

– ¿Orinales?

– Sí. Los utiliza como macetas. Tiene una buena colección.

– ¿Está usted segura?

– Por supuesto. Guardaba éste para mostrárselo. Es victoriano tardío, fabricado en Inglaterra.

– De acuerdo… me lo quedo.

– En realidad cuesta un poco más de cien dólares.

– ¿Cuánto es un poco?

– Doscientos.

– ¿Ha sido usado alguna vez?

– Supongo.

– ¿Acepta Visa?

– Por supuesto.

– ¿Puede envolvérmelo?

– Se lo pondré en una bonita bolsa de regalo.

– ¿Puede colocar un lazo en el asa?

– Si lo desea.

Finalizada la transacción, abandoné la tienda de antigüedades con el ensalzado orinal en una bonita bolsa de regalo rosa y verde.

Me dirigí entonces a la Biblioteca Libre de Cutchogue, fundada en 1.841, donde todavía pagaban los mismos salarios. La biblioteca estaba en un edificio de tablas de madera, al límite del parque del pueblo, y su campanario sugería que en otra época había sido una iglesia.

Aparqué el coche y entré. Había una especie de urraca en la recepción, que me miró severamente por encima de sus medias gafas. Le sonreí y pasé rápidamente.

Había un gran pendón en la entrada a los estantes, donde se lela: «Encuentre tesoros escondidos; lea libros.» Excelente consejo.

Encontré un catálogo, que gracias a Dios no estaba informatizado, y a los diez minutos estaba en una mesa con un libro de referencia delante de mí, titulado El libro del tesoro escondido.

Leí sobre John Shelby de Thackham, Inglaterra, que en 1.672, al caerse de su caballo entre unos matorrales, había encontrado un recipiente de hierro que contenía 500 monedas de oro. Según la ley inglesa de tesoros encontrados, toda propiedad oculta o perdida pertenecía a la Corona. Pero Shelby se negó a entregar el oro a los agentes del rey; fue detenido, acusado de traición y decapitado. Aquella historia era probablemente una de las predilectas de Hacienda.

Leí sobre las leyes de tesoros encontrados en Estados Unidos y en diversos Estados. Básicamente, todas decían lo mismo: Quien lo encuentra se lo guarda y quien lo pierde lo lamenta.

Existía, sin embargo, algo denominado Decreto de Conservación de Antigüedades Estadounidenses, que no dejaba lugar a dudas respecto a que cualquier cosa encontrada en territorio federal correspondía a la jurisdicción del secretario de Agricultura, de Defensa o del Interior, según el lugar donde se hubiera hallado. Además, se precisaba un permiso para excavar en terreno federal y todo lo que se encontrara pertenecía al Tío Sam. Menudo negocio.

Sin embargo, si alguien encontraba dinero, artículos de valor o cualquier clase de tesoro en su propio terreno, prácticamente le pertenecía, a condición de poder demostrar que el dueño original había fallecido o que sus herederos eran desconocidos y que los bienes no habían sido robados. E incluso, en el caso de que lo fueran, uno podía reclamarlos si constaba que los dueños originales habían fallecido o eran desconocidos o enemigos del país cuando se había obtenido el dinero, los bienes o el tesoro. Se citaban como ejemplos los tesoros, botines y saqueos de los piratas y cosas parecidas. Hasta aquí todo estaba claro.

Y para mejorar todavía la situación, Hacienda, en un alarde de ausencia de avaricia, sólo exigía impuestos por la parte que se vendiera o convirtiera en metálico anualmente, a condición de que uno no fuera un buscador de tesoros profesional. Así que si uno era biólogo, por ejemplo, y poseía un terreno en el que casualmente, o como resultado de la afición a la arqueología, encontraba un tesoro enterrado, con un valor de unos diez o veinte millones, no pagaba un centavo de impuestos hasta que lo vendiera. Excelente trato. Casi despertó mi afición por la búsqueda de tesoros escondidos. Aunque, pensándolo mejor, eso era lo que hacía.

El libro también decía que si el tesoro poseía valor histórico o estaba relacionado con la cultura popular, y mencionaba nada menos que el ejemplo concreto del tesoro perdido del capitán Kidd, el valor de dicho tesoro aumentaba enormemente. Y así sucesivamente.

Seguí leyendo un rato sobre las leyes de hallazgos de tesoros y descubrí algunos casos históricos y ejemplos interesantes. Uno en particular me llamó la atención: en el año mil novecientos cincuenta y pico, un individuo que examinaba antiguos documentos en la sección naval de los archivos públicos de Londres encontró una carta escrita en 1.750 por un famoso pirata, llamado Charles Wilson, dirigida a su hermano. Originalmente, la carta se había hallado en un barco pirata capturado por la armada británica. Decía así: «Hermano mío, hay tres caletas a unos cien pasos o algo más al norte de la segunda ensenada después de la isla de Chincoteague, en Virginia, situada en el extremo sur de la península. En la cabeza de la tercera caleta, hacia el norte, hay un promontorio que da al océano Atlántico, con tres cedros, a un metro y medio aproximadamente uno del otro. Entre dichos árboles he enterrado diez baúles con refuerzos de hierro, lingotes de plata, oro, diamantes y joyas por un valor de 200.000 libras esterlinas. Acude en secreto al lugar indicado y llévate el tesoro.»Evidentemente, el hermano de Charles Wilson nunca recibió la carta puesto que fue capturada por la armada británica. Así que ¿quién encontró el tesoro?, ¿la armada británica? O, tal vez, el individuo que descubrió la carta en los archivos públicos al cabo de doscientos años. El autor del libro no concluía la historia.

Lo interesante era que existía un lugar llamado sección naval de los archivos públicos de Londres y Dios sabe lo que se podía encontrar allí con tiempo, paciencia, una lupa, conocimientos de inglés antiguo y un poco de avaricia, optimismo y espíritu aventurero. Ahora estaba seguro de comprender la razón de la estancia de los Gordon durante una semana en Londres, el año pasado.

Debía suponer que los Gordon habían leído lo que yo estaba leyendo ahora y conocían las leyes sobre el hallazgo de tesoros. Con dicho conocimiento, era evidente que cualquier cosa encontrada en Plum Island pertenecía enteramente al gobierno y cualquier cosa supuestamente encontrada en una propiedad alquilada, pertenecía al dueño, no al inquilino. No era preciso estar licenciado en Derecho para comprenderlo.

Probablemente, a Tom y a Judy se les había ocurrido que una solución fácil respecto al problema de la propiedad era mantener la boca cerrada si encontraban algo en Plum Island. Pero es posible que en algún momento comprendieran que el mejor camino, el más rentable a largo plazo, consistía sencillamente en cambiar el emplazamiento del descubrimiento, dar a conocer el hallazgo, empaparse de publicidad, pagar impuestos sólo por lo que vendieran cada año y pasar a la historia como la apuesta pareja de científicos que había encontrado el tesoro del capitán Kidd y se había convertido en repugnantemente rica. Eso era lo que haría cualquier persona inteligente y lógica. Lo que yo habría hecho.