– Es evidente que estudiaste marketing en Columbia.
Sonrió y me miró prolongadamente.
– Todo esto está relacionado con el asesinato de los Gordon, ¿no es cierto? -preguntó Emma.
– Sigue, por favor -respondí, mirándola fijamente a los ojos.
– De acuerdo -dijo después de unos momentos de silencio-. Sabemos por documentos e informes públicos que Kidd llegó entonces al canal de Long Island, procedente del este, y que desembarcó en la bahía de Oyster, donde estableció contacto con James Emmot, que era un abogado famoso por defender piratas.
– Vaya, mi ex mujer trabaja en ese bufete. Todavía se dedican a lo mismo.
– En algún momento -prosiguió sin prestarme atención-, Kidd se puso en contacto con su esposa en Manhattan, que se reunió con él en el San Antonio. Sabemos que entonces el tesoro seguía todavía a bordo.
– ¿El abogado aún no se había apoderado de él?
– En realidad, Kidd le pagó a Emmot unos honorarios generosos para que le defendiera de las acusaciones de piratería.
Observaba a Emma Whitestone mientras hablaba. A la luz de la lámpara de la sala de archivos, con un montón de papeles delante de ella, con su aspecto y su voz parecía casi una maestra de escuela. Me recordaba a algunas de las tutoras que conocía en John Jay: seguras de sí mismas, instruidas, relajadas y competentes ante los alumnos, lo que para mí las convertía en sensual y sexualmente atractivas. Puede que sean las reminiscencias de mi enamoramiento en el instituto, concretamente de la señorita Myerson, con quien todavía hago travesuras en mis sueños.
– El señor Emmot se desplazó a Boston en nombre de Kidd y se reunió con lord Bellomont -prosiguió Emma-. Emmot le entregó a Bellomont una carta escrita por Kidd y también dos salvoconductos franceses, capturados en los dos barcos del gran mogol, que demostraban que éste trataba con los franceses a espaldas de los ingleses, así que Kidd estaba en su derecho al atacarlos.
– ¿Cómo lo sabía Kidd antes de capturarlos? -planteé.
– Buena pregunta. Nunca salió a relucir en el juicio.
– ¿Y me estás diciendo que el abogado de Kidd le entregó a Bellomont esos salvoconductos, esas importantes pruebas de la defensa?
– Sí. Y Bellomont, por razones políticas, quería ver a Kidd ahorcado.
– Hay que despedir a ese abogado. Siempre se deben entregar fotocopias y conservar los originales.
– Efectivamente. -Sonrió Emma-. Los originales nunca aparecieron en el juicio de Kidd en Londres y, sin dichos salvoconductos franceses, Kidd fue condenado y ejecutado. Los salvoconductos aparecieron en el Museo Británico en 1.910.
– Un poco tarde para la defensa.
– Desde luego. Esencialmente, William Kidd fue víctima de una encerrona.
– Mala suerte. ¿Pero qué ocurrió con el tesoro de a bordo del San Antonio?
– Ésa es la cuestión. Te contaré lo que ocurrió después de que Emmot visitara a lord Bellomont en Boston y, ya que tú eres el detective, me dirás lo que sucedió con el tesoro.
– De acuerdo. Soy todo oídos.
– Lord Bellomont le dio la impresión a Emmot, que al parecer no era muy buen abogado, de que Kidd recibiría un trato justo si se entregaba en Boston. En realidad, Bellomont le escribió una carta a Kidd, que le dio a Emmot para que se la entregara. Esa carta decía, entre otras cosas… -Emma leyó de una reproducción que tenía en las manos-: «He consultado al Consejo de Su Majestad y, en su opinión, si estáis tan libre de culpa como afirmáis, podéis presentaros sin ningún temor y recibir la ayuda necesaria para ir en busca de vuestro otro barco, sin la menor duda de que obtendréis el perdón real.»
– A mí me suena a encerrona -dije.
Emma asintió y siguió leyendo la carta de lord Bellomont dirigida a Kidd:
– «Os doy mi palabra, milord, y os aseguro por mi honor que cumpliré mi promesa, aunque declaro de antemano que todo tesoro que aportéis permanecerá intacto, en manos de las personas de confianza que recomiende el Consejo, hasta que reciba órdenes de Inglaterra respecto a cómo disponer del mismo.» ¿Te convencería eso para presentarte en Boston y responder de una acusación por la que podrían ahorcarte? -preguntó Emma después de levantar la cabeza para mirarme.
– No a mí. Soy neoyorquino; me huelo las encerronas.
– Tampoco confiaba William Kidd, que también era neoyorquino y escocés. ¿Pero qué podía hacer? Era un hombre de pro en Manhattan, su esposa e hijos estaban a bordo de su balandra y se consideraba inocente. Además, tenía el dinero; un tercio en el Caribe y el resto a bordo del San Antonio. Se proponía usar el tesoro para negociar por su vida.
Asentí. Pensé que era interesante lo poco que habían cambiado algunas cosas en trescientos años. Aquí teníamos una situación en la que el gobierno contrataba a ese individuo para hacer el trabajo sucio. Después de llevar a cabo parte del mismo, cometía un error que creaba un problema político para el gobierno y entonces no sólo intentaban recuperar su dinero, sino la parte que justamente le correspondía, le tendían una encerrona y por último le ahorcaban. Sin embargo, en algún momento se les había escapado de las manos la mayor parte del dinero.
– Entretanto -proseguía Emma-, Kidd no dejaba de navegar en su barco por el canal, desde la bahía de Oyster hasta la isla de Gardiners e incluso hasta la isla de Block. Al parecer, fue entonces cuando el barco perdió un poco de peso.
– Descargaba el botín.
– Eso parece, y así empezaron todas las leyendas sobre tesoros escondidos -respondió Emma-. Se trataba de un hombre con oro y joyas a bordo por un valor de diez o quince millones de dólares, consciente de que podían capturarle en cualquier momento en alta mar. Navegaba en un pequeño barco con sólo cuatro cañones. Su buque era veloz, pero no podía compararse con los barcos de guerra. ¿Qué harías tú en esa situación?
– Creo que huiría.
– Estaba casi sin tripulación y escaso de provisiones. Su esposa e hijos iban a bordo.
– Pero tenía el dinero. Yo habría echado a correr con el botín.
– Eso no fue lo que hizo él. Decidió entregarse. Pero no era estúpido y antes escondió el botín; no olvides que ésa era la parte que le correspondía a Bellomont, a los cuatro lores y al rey por su inversión. El tesoro se convirtió entonces en el seguro de vida de Kidd.
– De modo que enterró el botín -asentí.
– Exactamente. En 1.699 la población era muy escasa fuera de Manhattan y Boston, de modo que había millares de lugares donde Kidd podía desembarcar para enterrar el tesoro y dejarlo a salvo.
– Como los árboles del capitán Kidd.
– Efectivamente. Y más al este están los arrecifes del capitán Kidd, que probablemente forman parte de los promontorios puesto que en Long Island no hay verdaderos arrecifes ni acantilados.
– ¿Me estás diciendo que hay un sector de los promontorios denominado arrecifes del capitán Kidd? ¿Dónde? -pregunté después de levantarme.
– En algún lugar entre la ensenada de Mattituck y Orient Point. Nadie lo sabe con seguridad. Forma parte del mito en general.
– Pero hay una parte de verdad, ¿no es cierto?
– Sí, eso es lo que lo hace interesante.
Asentí. Una de esas leyendas, la de los arrecifes del capitán Kidd, sería lo que había inducido a los Gordon a comprar la media hectárea de la señora Wiley en los promontorios. Muy ingenioso.
– No cabe la menor duda de que Kidd enterró tesoros en diversos lugares -añadió Emma-, aquí en el norte de Long Island o en Block Island o en Fishers Island. Ésos son los lugares sobre los que más versiones existen.
– ¿Algún otro lugar?
– Otro que sabemos con certeza es la isla de Gardiners.
– ¿Gardiners?
– Sí. Está documentado históricamente. En junio de 1.699, cuando Kidd navegaba de un lado para otro mientras intentaba hacer un trato con lord Bellomont, fondeó cerca de la isla de Gardiners para avituallar el barco. En aquella época figuraba en los mapas como isla de Wight, pero ya era propiedad de la familia Gardiner y todavía lo es.