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– ¿Me estás diciendo que la familia que posee la isla en la actualidad es la misma que ya la tenía en 1.699?

– Sí. La isla ha pertenecido a la misma familia desde que les fue otorgada por el rey Carlos I en 1.639. En 1.699, John Gardiner, tercer propietario del señorío, vivía allí con su familia. La historia del capitán Kidd está estrechamente vinculada a la de la familia Gardiner. En realidad, en esa isla se encuentra el valle de Kidd, con un monumento de piedra que indica el lugar donde John Gardiner enterró parte del tesoro. Toda la isla es propiedad privada, pero a veces el actual propietario autoriza una visita. Fredric y yo fuimos sus invitados -agregó después de titubear.

– Entonces había realmente un tesoro enterrado -comenté, sin hacer referencia a sus últimas palabras.

– Sí. William Kidd apareció en el San Antonio y John Gardiner se acercó en un bote para comprobar quién había fondeado junto a su isla. Según todos los informes fue un encuentro amistoso y se obsequiaron mutuamente. Hubo por lo menos otro encuentro entre ambos y, en esa ocasión, Kidd le entregó a John Gardiner una buena parte del botín para que la enterrara en su nombre.

– Espero que Kidd obtuviera un recibo -comenté.

– Mejor aún. Las últimas palabras de Kidd a John Gardiner fueron: «Si a mi regreso el tesoro ha desaparecido, me cobraré con vuestra cabeza o la de vuestro hijo.»

– Mejor que un recibo firmado.

Emma tomó un poco de infusión y me miró.

– Evidentemente, Kidd nunca regresó. Después de recibir otra bonita carta de Bellomont, se dispuso a trasladarse a Boston para enfrentarse a las acusaciones. Desembarcó allí el 1 de julio. Se le concedió una semana de libertad para comprobar con quién se relacionaba y luego fue detenido y encadenado por orden de Bellomont. En un registro de su barco y de sus aposentos en Boston se encontraron bolsas de oro, plata, algunas joyas y diamantes. El tesoro era cuantioso, pero no era todo lo que se suponía que Kidd poseía, ni bastaba para cubrir los costes de la expedición.

– ¿Qué ocurrió con el tesoro de la isla de Gardiners? -pregunté.

– Pues de algún modo, y aquí difieren las versiones, llegó a conocimiento de Bellomont, que le mandó a John Gardiner una atenta carta por mensajero especial. -Sacó una reproducción de ésta y la leyó-: «Señor Gardiner, he confinado al capitán Kidd y a algunos de sus hombres en la cárcel de esta ciudad. Después de ser interrogado por mí mismo y por el Consejo ha confesado, entre otras cosas, que dejó en sus manos una caja con un paquete de oro y otros más, que en nombre de Su Majestad preciso me sean entregados inmediatamente a fin de que Su Majestad pueda disponer de los mismos, con la seguridad de que recompensaré debidamente sus molestias. Firmado, Bellomont.»Emma me entregó la carta y la examiné. En realidad llegué a entenderla un poco. Parecía increíble que pudiera haber sobrevivido tres siglos y se me ocurrió que tal vez otro documento de trescientos años de antigüedad, concerniente al emplazamiento de alguna parte del tesoro del capitán Kidd, había provocado el asesinato de dos científicos del siglo XX.

– Espero que John Gardiner le mandara otro mensaje a Bellomont diciendo: «¿Quién es Kidd? ¿Qué oro?» -comenté.

– No. -Emma sonrió-. Gardiner no estaba dispuesto a enemistarse con el gobernador ni con el rey y trasladó personalmente el tesoro a Boston.

– Apuesto a que se quedó con una parte.

– Esto es una fotocopia del inventario original del tesoro entregado por John Gardiner a lord Bellomont -respondió Emma mientras me mostraba un documento-. El original está en la oficina de los archivos públicos de Londres.

Examiné la fotocopia de un original rasgado en algunas partes y completamente indescifrable para mí.

– ¿Eres realmente capaz de leer esto? -le pregunté después de devolvérsela.

– Sí -respondió, luego acercó el documento a la lámpara y leyó-: «Recibido el 17 de julio del señor John Gardiner una bolsa de oro en polvo, una bolsa de monedas de oro y plata, un paquete de oro en polvo, una bolsa con tres sortijas de plata y diversas piedras preciosas, una bolsa de piedras en bruto, un paquete de piedras cortadas y sin cortar, dos sortijas de cornalina, dos pequeñas ágatas, dos amatistas en una misma bolsa, una bolsa de botones de plata, una bolsa de plata triturada, dos bolsas de lingotes de oro y dos bolsas de lingotes de plata. La totalidad del oro arriba mencionado tiene un peso de mil ciento once onzas en el sistema de pesos troy. El peso de la plata es de dos mil trescientas cincuenta y tres onzas, las joyas y piedras preciosas pesan diecisiete onzas…» El tamaño de ese tesoro era considerable -dijo Emma después de levantar la cabeza-. Pero si hay que dar crédito a la reclamación del mogol al gobierno británico, la cantidad de oro y joyas que todavía faltaba era veinte veces superior a la recuperada en la isla de Gardiners, la incautada en el San Antonio y en los aposentos de Kidd en Boston. Bien, detective. -Sonrió-. ¿Dónde está el resto del botín?

– Bueno… -dije sonriendo-, un tercio está todavía en el Caribe.

– Exactamente. Dicho tesoro, por cierto bien documentado, desapareció y ha dado pie a un centenar de leyendas caribeñas semejantes a las de aquí.

– Además, los tripulantes recibieron su parte antes de desembarcar.

– Efectivamente, pero el total de la tripulación no excedería el diez por ciento del tesoro. Ésas son las condiciones.

– Más gastos médicos y dentales.

– ¿Dónde está el resto del tesoro?

– Cabe suponer que John Gardiner se guardó un poco.

– Cabe suponerlo.

– El abogado, Emmot, consiguió su parte. Podemos estar seguros.

Emma asintió.

– ¿Cuánto queda?

– Quién sabe -respondió Emma, encogiéndose de hombros-. Los cálculos oscilan entre cinco y diez millones de dólares actuales en paradero desconocido. Pero, como ya he dicho, si el tesoro se encontrara en su lugar de origen, incluido su baúl podrido, tendría un valor dos o tres veces superior subastado en Sotheby's. Sólo el mapa del tesoro -agregó-, si existiera de puño y letra del propio Kidd, valdría cientos de millares de dólares en una subasta.

– ¿A cuánto vendéis los mapas en la tienda de regalos?

– A cuatro dólares.

– ¿No son auténticos?

Sonrió y acabó de tomarse su infusión.

– Suponemos que Kidd enterró el tesoro en uno o varios lugares como medida de seguridad, con el propósito de negociar su libertad y librarse del cadalso -dije.

– Eso se ha supuesto en todo momento. Si enterró parte del tesoro en la isla de Gardiners, es probable que ocultara también parte de él en otros lugares por la misma razón. Los árboles del capitán Kidd y los arrecifes del capitán Kidd.

– He ido a ver los árboles del capitán Kidd.

– ¿En serio?

– Creo que he encontrado el lugar, pero están todos talados.

– Sí, quedaban todavía algunos grandes robles a principios de siglo, pero ahora han desaparecido todos. La gente solía excavar alrededor de los tocones.

– Algunos son todavía visibles.

– En la época colonial -explicó Emma-, excavar en busca de tesoros piratas se convirtió en una obsesión nacional de tal magnitud que Ben Franklin escribió artículos en los periódicos contra dicha costumbre. Incluso en los años treinta de nuestro siglo, mucha gente todavía excavaba en esta zona. La fiebre ya casi ha desaparecido por completo, pero forma parte de la cultura local y ésa es la razón por la que no quería que nadie nos oyera hablar de tesoros escondidos en el restaurante de Cutchogue. A estas alturas habrían excavado media ciudad -añadió con una mueca.