Sonreí.
– Y si el pirata decidía no dibujar un mapa -prosiguió Emma-, las posibilidades de encontrar algún tesoro a partir de sus indicaciones escritas eran mucho más remotas. Por ejemplo, supongamos que encontraras un pergamino que dijera: «En Pruym Eyland he enterrado mi tesoro. Desde la roca del águila andad treinta pasos en dirección a los dos robles y luego cuarenta hacia el sur.» Etcétera. Si no pudieras averiguar cuál era Pruym Eyland, tendrías un grave problema. Y aunque después de investigar descubrieras que aquél era el nombre antiguo de Plum Island, luego tendrías que averiguar cuál era la roca conocida en aquella época como roca del águila. Y olvídate de los robles. ¿Comprendes?
– Comprendo.
– Los archiveros somos también una especie de detectives -dijo Emma después de una pausa-. ¿Te importa que haga una hipótesis?
– Adelante.
– Bien -dijo después de reflexionar unos instantes-, los Gordon descubrieron cierta información sobre el tesoro del capitán Kidd o tal vez otro tesoro pirata. Luego, alguien más lo descubrió y ése fue el motivo de su asesinato -añadió antes de mirarme-. ¿Estoy en lo cierto?
– Más o menos -respondí-. Tengo que hacer encajar los detalles.
– ¿Lograron los Gordon hacerse con el tesoro?
– No estoy seguro.
No insistió.
– ¿Cómo habrían conseguido los Gordon esa información? -pregunté-. No veo ningún archivo que se llame «Mapas de tesoros piratas».
– Efectivamente. Aquí, los únicos mapas del tesoro están en la tienda de regalos. No obstante, tanto aquí como en otros museos y sociedades históricas hay muchos documentos que nadie ha leído todavía, o si lo han hecho, su significado no ha sido descifrado. ¿Comprendes?
– Comprendo.
– Ten en cuenta, John, que la gente que busca en lugares como los archivos públicos de Londres o el Museo Británico encuentra cosas que a otros les han pasado inadvertidas o que no han entendido. Así que puede haber información aquí, en otros archivos o en casas particulares.
– ¿En casas particulares?
– Sí, por lo menos una vez al año alguien nos hace donación de algo hallado en una vieja casa, como un testamento o una antigua escritura. Mi hipótesis, y no es más que una conjetura, es que los Gordon, que no eran archiveros ni historiadores profesionales, simplemente se encontraron con algo tan evidente que incluso ellos fueron capaces de comprender.
– ¿Como un mapa?
– Efectivamente, como un mapa donde se mostrara con claridad una geografía reconocible y facilitara puntos de referencia, direcciones, número de pasos, coordenadas, etcétera. Con algo parecido, habrían podido ir directamente al lugar indicado y excavar. Los Gordon llevaron a cabo muchas excavaciones arqueológicas en Plum Island -agregó después de reflexionar unos instantes-. Cabe la posibilidad de que en realidad buscaran un tesoro.
– No es una posibilidad, sino una certeza.
Emma me miró fijamente antes de proseguir.
– Por lo que he oído, excavaron por toda la isla. No parece que supieran cómo ni dónde…
– Las excavaciones arqueológicas eran una tapadera. Les permitían circular por lugares remotos de la isla con picos y palas. Tampoco me sorprendería que gran parte del trabajo de archivo fuera a su vez una tapadera.
– ¿Por qué?
– No se les hubiera permitido quedarse con nada que encontraran en Plum Island; es propiedad del gobierno. Así que tuvieron que crear su propia leyenda. La leyenda sobre cómo Tom y Judy descubrieron algo en los archivos, aquí o en Londres, donde se mencionaban los árboles o los arrecifes del capitán Kidd, para alegar más adelante que eso fue lo que los indujo a buscar el tesoro. En realidad, ya sabían que el tesoro estaba en Plum Island.
– Increíble.
– Sí, pero hay que calcular el problema a la inversa. Empecemos con un mapa auténtico o direcciones escritas que señalen la ubicación de un tesoro en Plum Island. Supongamos que tú, Emma Whitestone, poseyeras dicha información. ¿Qué harías?
No tuvo que reflexionar mucho para responder.
– Me limitaría a entregársela al gobierno. Hablamos de un importante documento histórico y el tesoro, si existiera, sería también de gran importancia histórica. Si estuviera en Plum Island, allí debería ser hallado. Lo contrario no es sólo falta de honradez, sino un fraude histórico.
– La historia está repleta de mentiras, engaños y fraudes. En primer lugar, así fue como llegó allí el tesoro. ¿Por qué no un nuevo fraude? El que se lo encuentra se lo queda, ¿no es cierto?
– No. Si el tesoro está en el terreno de otro, aunque sea el gobierno, él es el propietario. Si yo descubriera su ubicación, aceptaría una recompensa.
Sonreí.
– ¿Tú qué harías? -preguntó.
– Pues… siguiendo el ejemplo del capitán Kidd, intentaría hacer un trato. No me limitaría a facilitar la información a la persona cuya propiedad se representa en el mapa. Sería justo intercambiar el secreto por una participación. Incluso el Tío Sam está dispuesto a negociar.
– Supongo -dijo Emma después de reflexionar-. Pero eso no fue lo que hicieron los Gordon.
– No. Los Gordon tenían uno o varios socios, a mi parecer más ladrones que ellos. Y probablemente, asesinos. En realidad, no sabemos lo que los Gordon hacían ni qué se proponían, ya que acabaron muertos. Podemos suponer que empezaron con cierta información fidedigna respecto a la ubicación de un tesoro en Plum Island, y todo lo que vemos a continuación, la Sociedad Histórica Peconic, las excavaciones arqueológicas, el trabajo de archivo e incluso la semana que pasaron en los archivos públicos de Londres no es más que una estratagema ingeniosa y deliberada, encaminada al traslado y nuevo enterramiento del tesoro, de la propiedad del Tío Sam a la de los Gordon.
– Y ésa es la razón por la que los Gordon le compraron el terreno a la señora Wiley -asintió Emma-, para disponer del lugar donde enterrar de nuevo el tesoro… los arrecifes del capitán Kidd.
– Exactamente. ¿Te parece lógico o estoy loco?
– Estás loco, pero me parece lógico.
– Si hay diez o veinte millones en juego, hay que hacerlo bien -continué, sin prestar atención a su comentario-. Proseguir lentamente, ocultar las huellas antes de que alguien sepa que existen, anticipar los problemas con los historiadores, los arqueólogos y el gobierno. No sólo se va a ser rico, sino famoso y, para bien o para mal, uno va a ser objeto de la atención pública. Eres una persona joven, atractiva, inteligente y con dinero. Naturalmente, no quieres tener problemas.
– Pero algo falló -dijo Emma después de unos momentos de silencio.
– Evidentemente: están muertos.
Ambos guardamos un rato de silencio. Ahora tenía muchas respuestas, pero todavía me quedaban muchas más preguntas. Puede que algunas de ellas permanecieran siempre sin contestación, puesto que Tom y Judy Gordon, al igual que William Kidd, se habían llevado algunos secretos a la tumba.
– ¿Quién crees que los asesinó? -preguntó finalmente Emma.
– Probablemente su socio o socios.
– Lo sé…, ¿pero quién?
– Todavía no lo sé. ¿Se te ocurre algún sospechoso?
Movió la cabeza, pero creo que sospechaba de alguien.
Le había confiado mucha información a Emma Whitestone, a la que realmente no conocía. Pero tengo un buen olfato para saber en quién confiar. En el supuesto de que me hubiera equivocado y Emma formara parte de la intriga, tampoco importaba porque entonces ya lo sabía. Y si le contaba a Fredric Tobin o a alguna otra persona lo que yo había elucubrado, mejor que mejor. Fredric Tobin vivía en una parte muy alta de la torre y se necesitaría mucho humo para alcanzarle. Y si había alguien más involucrado, a quien yo desconocía, puede que el humo también le alcanzara. Llega un momento en las investigaciones en que uno permite, sencillamente, que se divulgue la información. Especialmente cuando el tiempo apremia.