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Reflexioné sobre mi siguiente pregunta y opté por aventurarme.

– Tengo entendido que algunas personas de la Sociedad Histórica Peconic estuvieron en Plum Island para inspeccionar excavaciones potenciales.

Emma asintió.

– ¿Era Fredric Tobin uno de ellos?

En realidad Emma dudó, supongo que debido a una antigua cuestión de lealtad.

– Sí. En una ocasión estuvo en la isla -respondió por fin.

– ¿Con los Gordon como guías?

– Sí -contestó mirándome-. ¿Crees que…, es decir…?

– Puedo especular respecto al motivo y al método, pero nunca lo hago en voz alta sobre los sospechosos -respondí-. Es importante que no le menciones esto a nadie.

Asintió.

La miré. Su aspecto era el de lo que parecía ser: una mujer honrada, inteligente y agradablemente loca. Me gustaba. Le cogí la mano y nos acariciamos.

– Gracias por tu tiempo y tus conocimientos -dije.

– Ha sido divertido.

Asentí y pensé de nuevo en William Kidd.

– ¿De modo que lo ahorcaron?

– Efectivamente. Lo tuvieron encadenado en Inglaterra durante más de un año, hasta que lo juzgaron en Oíd Bailey. No se le permitió asesoramiento legal, ni testigos, ni pruebas. Fue declarado culpable y ahorcado en el muelle de ejecución, junto al Támesis. Su cuerpo fue cubierto de alquitrán y lo dejaron colgando encadenado, como advertencia a los marinos que por allí circulaban. Los cuervos se alimentaron de sus despojos durante varios meses.

– Vamos a tomar una copa -dije después de levantarme.

Capítulo 23

Como necesitaba una buena ración de pasta sugerí una cena en el restaurante Claudio's y Emma estuvo de acuerdo.

Claudio's está en Greenpoint, que, como ya he mencionado, tiene una población de unos dos mil habitantes, menos que el edificio donde yo vivo.

Nos dirigimos al este por la carretera principal. Eran alrededor de las siete de la tarde cuando entramos en el pueblo y empezaba a oscurecer.

El pueblo en sí no es tan atractivo ni antiguo como las demás aldeas, era y sigue siendo un puerto comercial y de pesca. En los últimos años ha adquirido cierta distinción por sus tiendas de modas, restaurantes elegantes y cosas por el estilo, pero Claudio's es prácticamente igual que cuando era niño. Cuando en el norte de Long Island había muy pocos lugares donde comer, ahí estaba Claudio's, en el extremo de la calle mayor que da al mar, cerca del muelle, donde se encontraba desde el siglo pasado.

Aparqué el coche y nos apeamos en el largo atracadero. Había un gran barco antiguo de tres palos amarrado permanentemente al muelle, gente que paseaba cerca de una marisquería y varias lanchas atracadas, cuyos pasajeros estaban probablemente en Claudio's. Era una tarde agradable y mencioné lo benigno del clima.

– Se está formando una depresión tropical en el Caribe -dijo Emma.

– ¿Puede un Prozac serle de alguna ayuda?

– Es un pequeño huracán.

– Claro.

Como los pequeños leones. Es bonito contemplar los huracanes desde el piso de Manhattan, pero no tanto en esta pequeña masa de tierra, a quince metros escasos sobre el nivel del mar. Me acordé de un huracán aquí en el mes de agosto, cuando era niño. Al principio era divertido, pero luego empezó a dar miedo.

Dimos un paseo y charlamos. En la primera etapa de una relación hay un momento de pasión, que suele durar unos tres días. Luego, a veces, uno se da cuenta de que la otra persona no le gusta. Por regla general, es cuando la otra persona dice algo como «Confío en que te gusten los gatos».

Pero con Emma Whitestone, de momento, todo iba a pedir de boca. Incluso parecía disfrutar de mi compañía.

– Me gusta estar contigo. -Llegó a decir.

– ¿Por qué?

– Bueno, eres diferente de la mayoría de los hombres con los que salgo. Lo único que quieren es saber cosas sobre mí, hablar de arte, de política y de filosofía, y conocer todas mis opiniones. Tú eres diferente; lo único que quieres es sexo.

Me reí.

Me cogió del brazo, caminamos hasta el final del muelle y contemplamos los barcos.

– Estaba pensando -dijo Emma- que si Tom y Judy no hubieran muerto y hubieran anunciado que habían encontrado un fabuloso tesoro, un tesoro pirata, el tesoro del capitán Kidd, se habría llenado todo de periodistas, como ocurrió cuando fueron asesinados. Estaban por todas partes, hacían preguntas a la gente por las calles de Southold, filmaban en la calle mayor…

– En eso consiste su trabajo.

– Es paradójico que estuvieran aquí para informar sobre el asesinato de los Gordon, en lugar de anunciar su fortuna.

– Interesante observación -asentí.

– Me pregunto si los periodistas habrían visitado la Sociedad Histórica Peconic para informarse sobre la historia del tesoro.

– Probablemente.

– Antes te he comentado que la fiebre del tesoro ha estallado varias veces. En una época tan reciente como los años treinta, durante la Depresión, e incluso en los cincuenta, la fiebre por el tesoro de Kidd se apoderó repetidas veces de esta zona, generalmente iniciada por algún rumor estúpido o el hallazgo de algunas monedas en la playa. La gente llegaba de todas partes y empezaba a excavar en las playas, las colinas, los bosques… Ahora hace tiempo que no ocurre… Puede que los tiempos hayan cambiado. ¿Jugabas a piratas de niño?

– En eso estaba pensando… Ahora recuerdo haber oído hablar de piratas aquí, cuando era niño. Pero no demasiado. Mi tía era un poco más culta. Se interesaba por los indios antes de que se pusieran de moda.

– Mi familia se interesaba por los primeros colonos y por la revolución. Recuerdo conversaciones sobre piratas… Tengo un hermano mayor y recuerdo haberle visto jugar a piratas un par de veces con sus amigos. Supongo que era cosa de niños, como jugar a policías y ladrones o a indios y vaqueros.

– Supongo. Ahora juegan a agentes de antinarcóticos y traficantes. Pero me he encontrado con un muchacho en la Hacienda del Capitán Kidd… -añadí y le hablé a Emma de Billy, el cazador de tesoros.

– Es una cuestión cíclica -comentó Emma-. Puede que los piratas se hayan puesto nuevamente de moda. ¿Has leído La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson?

– Por supuesto. Y El escarabajo de oro de Poe. ¿Recuerdas la pista falsa con el dibujo de una cabra, de una cría de cabra?

– Sí, claro. ¿Has leído Wolfert Webber de Washington Irving?

– Primera noticia.

– Es una historia de piratas maravillosa. -Sonrió y me preguntó-: ¿Has visto alguna de esas películas de malvados de los años treinta y cuarenta?

– Me encantaban.

– Hay pocas palabras que evoquen tanta intriga y romanticismo como pirata, tesoro escondido, galeón…

– Héroe de capa y espada. Ésa me gusta.

– ¿Qué me dices de «los mares españoles»?

– Desde luego. Aunque a saber lo que significa.

De pie en el muelle, junto a aquel antiguo velero de tres palos, cuando se estaba poniendo el sol, jugamos a aquel tonto juego de palabras con términos como bucaneros, doblones, sables, tuertos, pata de palo, loros, arrojar por la borda, islas desiertas, botín, despojos, pillaje, calaveras, mapa del tesoro, baúles escondidos, señales con cruces y, ya al final, expresiones como «¡Temblad, bellacos!» y «¡A mí, mis valientes!».

Ambos nos reímos.

– Me gustas -dije.

– Naturalmente -respondió Emma.

Regresamos por el muelle en dirección a Claudio's, cogidos de la mano, algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo.