– Deja que piense… arrogante, listillo, demasiado guapo.
Me sorprendió que asintiera.
– Más o menos. Ahora he comprendido que hay algo más.
– No, no hay nada más.
– Claro que lo hay.
– Tal vez intento ponerme en contacto con mi espíritu infantil.
– Eso lo haces de maravilla. Deberías intentar ponerte en contacto con tu faceta reprimida de adulto.
– Ésa no es forma de hablarle a un héroe lesionado.
– En general, creo que eres leal con tus amigos y fiel a tu trabajo.
– Gracias. Hablemos del caso. ¿Quieres que te informe sobre lo que he hecho?
Beth asintió.
– En el supuesto de que hayas hecho algo -dijo con cierto sarcasmo-. Parece que has estado ocupado en otras cosas.
– Relacionadas con el trabajo. Es presidenta de…
Emma se asomó a la puerta de la cocina.
– Creo que he oído una bocina en la calle -dijo-. Encantada de haberte conocido, Beth. Hablaré contigo más tarde, John.
Se retiró y oí la puerta principal que se abría y se cerraba.
– Es agradable -dijo Beth-. Viaja muy ligera de equipaje.
Guardé silencio.
– ¿Tienes esos extractos bancarios? -preguntó.
– Sí -respondí y me levanté-. En la sala de estar. Vuelvo en seguida.
Salí al vestíbulo, pero en lugar de dirigirme a la sala de estar fui hacia la puerta principal.
Emma estaba sentada en un sillón de mimbre, a la espera de su amigo. El Ford negro de la policía que conducía Beth estaba frente a la casa.
– Creí haber oído una bocina -dijo Emma-. Esperaré aquí.
– Siento no poder llevarte al trabajo -respondí.
– No importa. Warren vive cerca de aquí, ya está de camino.
– Estupendo. ¿Puedo verte más tarde?
– Los viernes por la noche salgo con las chicas.
– ¿Qué hacen las chicas?
– Lo mismo que los chicos.
– ¿Dónde van?
– Habitualmente a los Hamptons. Todas buscamos maridos ricos y amantes.
– ¿Al mismo tiempo?
– Lo que llegue primero. Negociamos.
– Bien. Pasaré luego por la tienda. ¿Dónde está tu orinal?
– En el dormitorio.
– Te lo llevaré luego.
Llegó un coche frente a la casa y Emma se puso de pie.
– A tu compañera ha parecido sorprenderle mi presencia -dijo.
– Supongo que esperaba que abriera yo la puerta.
– Parecía más que sorprendida. Estaba un poco… decepcionada, apagada, triste.
Me encogí de hombros.
– Me dijiste que aquí no salías con nadie.
– No lo hago. La conocí el lunes.
– A mí me conociste el miércoles.
– Sí, pero…
– Ahí está Warren. Debo marcharme.
Empezó a bajar por la escalera, luego volvió, me dio un beso en la mejilla y corrió hacia el coche.
Saludé con la mano a Warren.
Qué le vamos a hacer. Entré de nuevo en casa y me dirigí a la sala de estar. Lo primero que hice fue pulsar el botón del contestador automático. El primer mensaje, a las siete de la tarde del día anterior, era de Beth y decía: «Tengo una cita con Max a las diez de la mañana. Me gustaría pasar antes por tu casa, a eso de las ocho y media. Si no te va bien, llámame esta noche.» Me daba el número de su casa y seguía: «O llámame por la mañana o al coche.» Me daba también el número del coche y concluía: «Llevaré buñuelos si tú preparas el café.»El tono de su voz era sumamente amable. Lo justo habría sido que me llamara desde el coche por la mañana, pero lo hecho hecho está. Mi experiencia a lo largo de los años es que siempre que uno se pierde un mensaje, algo interesante suele ocurrir.
El segundo mensaje era de Dom Fanelli, a las ocho de la tarde, y decía: «Hola, ¿estás en casa? Coge el teléfono si estás ahí. Bien, de acuerdo… Escúchame, hoy he recibido la visita de dos individuos de la brigada antiterrorista. Uno del FBI llamado Whittaker Whitebread, o algo por el estilo, un auténtico petimetre, y su compañero, con quien nos hemos cruzado varias veces, un paisano. Ya sabes a lo que me refiero. Pretendían averiguar si sabía algo de ti. Quieren verte el martes, cuando vengas para la revisión médica, y me han hecho responsable de que te lleve ante ellos. Parece que el FBI no cree en su propio comunicado a la prensa sobre la vacuna del Ébola. Creo que huelo a tapadera. Dime, ¿vamos a coger todos gonorrea negra y ver cómo se nos deshace el pene? Por cierto, mañana por la noche vamos a San Gennaro. Mueve el culo y reúnete con nosotros. En el bar Taormina's, a las seis. Estaremos Kenny, Tom, Frank y yo. Tal vez algunas chicas. Vamos a comer, comer, comer. Bellissimo. Molto bene. Ven con nosotros si tu plátano se siente solo. Ciao.»Interesante. Me refiero a lo de la brigada antiterrorista. Ciertamente, eso no daba la impresión de que estuvieran preocupados por la aparición en el mercado negro de una cura milagrosa para el Ébola. Era evidente que en Washington todavía cundía el pánico. Debería decirles que no se preocuparan: es un tesoro pirata, muchachos. Ya sabéis, el capitán Kidd, doblones, piezas de oro… Pero dejémosles que busquen terroristas. Quién sabe, puede que encuentren alguno. Es un buen ejercicio de entrenamiento.
La fiesta de San Gennaro. Se me hacía la boca agua sólo de pensar en calamares fritos y calzone. Maldita sea, a veces aquí me sentía como si estuviera en el exilio. En otras ocasiones disfrutaba de la naturaleza, el silencio, la ausencia de tráfico, las águilas blancas…
Podía estar a las seis de la tarde en Taormina's, pero no quería volar tan cerca de la llama. Necesitaba más tiempo y disponía de plazo hasta el martes antes de que me echaran el guante, primero los médicos, luego Wolfe y, a continuación, los de la brigada antiterrorista. Me pregunté si Whittaker Whitebread y George Foster estarían en contacto. ¿O eran la misma persona?
Levanté un montón de hojas impresas del ordenador. Sobre el escritorio estaba también la bolsa de los viñedos Tobin, que contenía la baldosa esmaltada con la ilustración de un águila blanca. La cogí pero pensé «no», luego pensé «sí», a continuación otra vez «no» y, por fin, «tal vez más tarde». La dejé sobre la mesa y regresé a la cocina.
Capítulo 25
Beth Penrose había desparramado los papeles de su maletín sobre la mesa y ahora me daba cuenta de que también había una fuente llena de buñuelos. Le entregué los impresos del ordenador y se los guardó.
– Lamento haber tardado tanto -dije-. Tenía que escuchar los mensajes. He recibido el tuyo.
– Debí haberte llamado desde el coche -respondió Beth.
– No tiene importancia. Tú estás permanentemente invitada -dije-. ¿Qué es todo eso? -pregunté a continuación, señalando los papeles sobre la mesa.
– Algunas notas, informes. ¿Te interesan?
– Por supuesto -respondí mientras servía café para ambos.
– ¿Has descubierto algo más en los extractos? -preguntó Beth.
– Sólo algunos incrementos en su cuenta telefónica, su Visa y su Amex después de su viaje a Inglaterra.
– ¿Crees que el viaje a Inglaterra fue algo más que trabajo y vacaciones?
– Tal vez.
– ¿Crees que estuvieron en contacto con algún agente extranjero?
– No creo que lleguemos a saber nunca qué hicieron en Inglaterra.
Evidentemente, yo estaba bastante seguro de que habían pasado una semana examinando documentos de trescientos años de antigüedad y asegurándose de que quedaba constancia de sus entradas y salidas en la oficina de archivos públicos o en el Museo Británico, para establecer su coartada como buscadores de tesoros. Sin embargo, no estaba dispuesto a compartir todavía dicha idea.
Beth apuntó una breve nota en su cuaderno. Tal vez algún archivero se interesará por el cuaderno de una detective de homicidios de finales del siglo XX. Yo solía utilizar un cuaderno, pero, como soy incapaz de descifrar mi propia letra, resultaba bastante inútil.