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– Bien, empezaré por el principio -dijo Beth-. En primer lugar, todavía no hemos recuperado las dos balas de la bahía. Es una tarea casi imposible y han decidido abandonar la búsqueda.

– Buena idea.

– Luego está la cuestión de las huellas dactilares. Casi todas las huellas de la casa corresponden a los Gordon. Hemos localizado a la mujer de la limpieza, que limpió aquella misma mañana. También hemos encontrado sus huellas.

– ¿Habéis encontrado alguna huella en las cartas de navegación?

– Sólo las de los Gordon y las tuyas. He examinado el libro página por página con una lupa y una lámpara ultravioleta en busca de señales, pequeños agujeros, escritura invisible o lo que fuera. Pero nada.

– Esperaba que se encontrara algo ahí.

– No ha habido esa suerte -respondió mientras consultaba sus notas-. El informe de la autopsia es como era de esperar. En ambos casos, la causa de la muerte ha sido un trauma cerebral masivo, ocasionado aparentemente por un balazo en las cabezas respectivas de los difuntos, cuya bala había penetrado en ambos casos por el lóbulo frontal, etcétera. Se han encontrado residuos de pólvora o materia propulsora, que indican que los disparos se efectuaron a corta distancia y permiten descartar, con toda probabilidad, que se utilizara un rifle. El médico forense no se compromete, pero afirma que el arma se disparó probablemente desde una distancia de dos o tres metros y que se trata de un gran calibre; tal vez un cuarenta y cuatro o un cuarenta y cinco.

– Es lo que suponíamos -asentí.

– Exactamente. En cuanto al resto de la autopsia… -dijo examinando el informe-. Toxicología: ninguna droga encontrada, ni legal ni ilegal. Estómagos casi vacíos, salvo tal vez un desayuno temprano y ligero. Ninguna señal en los cuerpos, ni infecciones, ni enfermedades apreciables… -prosiguió durante casi un minuto antes de levantar la cabeza-. La mujer estaba embarazada de un mes aproximadamente.

Asentí. Una forma estupenda de celebrar una fama y una riqueza inesperadas.

Ambos guardamos silencio durante aproximadamente un minuto. Hay algo en los informes de las autopsias que, de algún modo, le ponen a uno de mal humor. Una de las tareas más desagradables que debe desempeñar un detective de homicidios consiste en estar presente durante la autopsia. Eso está relacionado con el requisito de encadenamiento de pruebas y es perfectamente lógico desde un punto de vista legal, pero no me gusta ver cómo se descuartizan los cadáveres, se extraen y pesan los órganos y todo lo demás. Sabía que Beth había estado presente en la autopsia de los Gordon y me pregunté si yo habría sido capaz de presenciar la extracción de las vísceras y los cerebros de personas que conocía.

– La tierra roja encontrada en sus zapatillas -continuó Beth después de mover unos papeles- era principalmente arcilla, hierro y arena. Aquí es tan abundante que no merece la pena intentar relacionarla con un lugar específico.

– ¿Había algún indicio en sus manos de haber efectuado trabajos manuales? -pregunté.

– Curiosamente, sí. Tom tenía una ampolla en su mano derecha. Ambos habían manipulado tierra, que estaba incrustada en la piel de sus manos y bajo las uñas, a pesar de que habían intentado lavárselas con agua salada. En su ropa también había restos de la misma tierra.

Asentí.

– ¿Qué crees que hacían?

– Excavar.

– ¿Para qué?

– En busca de un tesoro.

Se lo tomó como otra de mis bromas y no me prestó atención; sabía que lo haría. Mencionó otros aspectos del informe forense, pero no oí nada significativo.

– En el registro de su casa -prosiguió Beth-, hecho de cabo a rabo, no surgió nada particularmente interesante. No guardaban muchas cosas en su ordenador, salvo datos financieros y tributarios.

– ¿Sabes cómo convertir un disquete en un disco duro? -pregunté.

– Dímelo tú.

– Tienes que frotarlo con una pastilla de Viagra.

Cerró momentáneamente los ojos, se frotó las sienes y respiró profundamente antes de proseguir.

– Tenían un fichero con correspondencia, documentos jurídicos, personales y cosas por el estilo. Lo estamos leyendo y analizando todo. Puede que haya algo interesante, pero de momento no hemos encontrado nada.

– Lo que fuera pertinente o pudiera incriminar a alguien, probablemente ha sido robado.

Beth asintió antes de seguir.

– Los Gordon poseían ropa cara, incluso las prendas corrientes, nada de pornografía, ningún aparato sexual, una bodega con diecisiete botellas de vino, cuatro álbumes de fotografías, en algunas de las cuales apareces tú, una agenda que estamos comparando con la de su despacho, nada inusual en el botiquín, nada en los bolsillos de su ropa de invierno o de verano, ninguna llave que no corresponda a alguna cerradura y una que faltaría, que serla la de la casa de los Murphy, si es cierto lo que nos contó el señor Murphy de que se la había entregado…

Volvió la página y siguió leyendo. Ésa es una de esas cosas que atrae incondicionalmente mi atención, aunque de momento no había escuchado nada fuera de lo común.

– Por cierto, encontramos la escritura de la parcela de la señora Wiley -prosiguió Beth- y está todo en orden. Pero no hay ningún indicio de que poseyeran una caja de seguridad, ni ninguna otra cuenta bancaria. También encontramos dos pólizas de seguros de doscientos cincuenta mil dólares cada una, en las que se nombran mutuamente beneficiarios, seguidos de sus padres y hermanos, al igual que con sus seguros de vida del gobierno. Hay también un testamento muy sencillo, en el que se nombran mutuamente herederos, seguidos de padres y hermanos.

– Buen trabajo -asentí.

– Nada interesante en las paredes… fotos familiares, reproducciones de obras de arte, diplomas…

– ¿Algún abogado?

– ¿En la pared?

– No, Beth: un abogado. ¿Quién es su abogado?

– No te gusta cuando los demás bromean, ¿verdad? -Sonrió Beth-, Pero tú…

– Sigue, te lo ruego. Abogado.

– Sí, hemos encontrado el nombre de un abogado en Bloomington, Indiana, y nos pondremos en contacto con él -respondió después de encogerse de hombros-. He hablado con los padres de ambos por teléfono… Ésa es la parte del trabajo que no me gusta.

– A mí tampoco.

– Les he convencido para que no vinieran. Les he explicado que cuando el forense concluya su labor, mandaremos los cadáveres a la funeraria de su elección. Dejaré que sea Max quien les comunique que deberemos quedarnos con muchas de sus pertenencias personales hasta que, con suerte, cerremos el caso, vayamos a juicio, etcétera. Ya sabes lo duro que es cuando se trata de un asesinato… como si no bastara con estar muerto. El asesinato es muy duro para todo el mundo.

– Lo sé.

– He solicitado información sobre el Spirochete a la brigada de antinarcóticos, los guardacostas e incluso a la aduana. Es interesante que todos conozcan el barco; se fijan en los Fórmula. Pero en lo que concierne a todos ellos, los Gordon estaban limpios. Nadie recuerda haber visto nunca al Spirochete en alta mar, ni ha existido jamás sospecha alguna de que se utilizara para el contrabando, el narcotráfico, ni ninguna otra actividad ilegal.

– Bien -asentí.

No era exactamente cierto, pero no merecía la pena mencionarlo en aquel momento.

– Para tu información -prosiguió Beth-, el Fórmula 303 SR-1 tiene un calado de ochenta y cuatro centímetros, lo que le permite acercarse a aguas muy poco profundas. Transporta cuatrocientos litros de combustible y lleva dos motores MerCruiser de siete mil cuatrocientos centímetros cúbicos, que desarrollan una potencia de cuatrocientos cincuenta y cuatro caballos. Puede alcanzar una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora. Su precio, nuevo, es de unos noventa y cinco mil dólares, pero éste era usado, los Gordon lo compraron por setenta y cinco mil. Es una embarcación de primera línea -agregó después de levantar la cabeza-, muy por encima de las posibilidades de compra y mantenimiento de los Gordon y mucho más de lo que necesitaban para trasladarse, como comprar un Ferrari para usarlo como furgoneta.