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– Has estado muy ocupada.

– Desde luego. ¿Qué creías que estaba haciendo?

– Creo que podemos olvidarnos del narcotráfico y todo lo demás -dije, en lugar de responder a su pregunta-. En cuanto al hecho de que los Gordon compraran un barco de altas prestaciones, puede que no las necesitaran a diario, pero las querían por si acaso.

– ¿Por si acaso qué?

– Por si acaso alguien los perseguía.

– ¿Quién los perseguiría? ¿Y por qué?

– No lo sé -respondí después de coger un buñuelo de canela y darle un mordisco-. Está bueno. ¿Lo has hecho tú?

– Sí. También he preparado los rellenos de nata, de crema y de mermelada.

– Estoy muy impresionado, pero en la bolsa dice Confitería Nicole's.

– Eres un buen detective.

– Sí señora. ¿Qué más tenemos?

Movió algunos papeles antes de responder.

– He obtenido una orden de la fiscalía para conseguir la lista de llamadas telefónicas de los Gordon durante los dos últimos años.

– ¿Y bien?

– Pues, como era de esperar, muchas llamadas a su tierra, sus padres, sus amigos, parientes, etcétera, en Indiana en el caso de Tom e Illinois en el de Judy. Muchas llamadas a Plum Island, a diversos servicios, a restaurantes y cosas por el estilo. Varias llamadas a la Sociedad Histórica Peconic, a Margaret Wiley, dos a la casa de Maxwell, una a la de Paul Stevens en Connecticut y diez a ti durante las doce últimas semanas.

– Debe de ser eso más o menos.

– Es exactamente eso. Además, dos o tres llamadas mensuales a los viñedos Tobin en Peconic, a Fredric Tobin en Southold y Fredric Tobin en Peconic.

– El caballero posee una casa junto al mar en Southold y un apartamento en los viñedos, que están en Peconic.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Beth después de mirarme.

– Porque Emma, presidenta de la Sociedad Histórica Peconic, que acaba de marcharse, es íntima amiga del señor Tobin. Además, su señoría me ha invitado a una fiesta mañana por la noche, en su casa junto al mar. Creo que deberías asistir.

– ¿Por qué?

– Es una buena oportunidad para charlar con la gente de aquí. Max probablemente estará.

– De acuerdo -asintió.

– Pídele a Max los detalles. Yo no tengo invitación formal.

– De acuerdo.

– Llamadas telefónicas.

– En mayo del año pasado -respondió después de examinar sus papeles- se efectuaron cuatro llamadas desde Londres con cargo a su tarjeta de crédito telefónico… una a Indiana, otra a Illinois, una a la centralita de Plum Island y otra de cuarenta y dos minutos a Fredric Tobin en Southold.

– Interesante.

– ¿Qué ocurre con el señor Fredric Tobin?

– No estoy seguro.

– Cuéntame la parte de la que estés seguro.

– Creía que me estabas facilitando un informe y no quiero interrumpirte.

– No, John, ahora te toca a ti.

– Para mí esto no es un juego, Beth. Concluye tu informe como si hablaras en una sala llena de jefes. Luego te contaré lo que he averiguado.

Reflexionó unos instantes; evidentemente no estaba dispuesta a dejarse embaucar por John Corey.

– ¿Tienes algo? -preguntó.

– Sí. En serio. Prosigue.

– De acuerdo. ¿Por dónde iba?

– Datos telefónicos.

– Ah, sí. Aquí hay veinticinco meses de información, equivalente a unas mil llamadas, y me he ocupado de que las analicen por ordenador. He descubierto algo interesante: cuando los Gordon llegaron aquí en agosto, hace dos años, al principio alquilaron una casa en Orient, cerca del transbordador, y sólo cuatro meses después se trasladaron a Nassau Point.

– ¿Estaba la casa de Orient junto al mar? -pregunté.

– No.

– Ahí está la respuesta. A los cuatro meses de su llegada decidieron que necesitaban una casa junto al mar, un embarcadero y un barco. ¿Por qué?

– Eso -respondió Beth- es lo que intentamos averiguar.

Yo ya lo había resuelto. Estaba relacionado con el hecho de que los Gordon hubieran descubierto, de algún modo, que había algo en Plum Island que tenía que ser encontrado y excavado. De modo que ya en otoño de hacía dos años habían elaborado la primera parte del plan, consistente en conseguir una casa junto al mar y luego un barco.

– Por supuesto. Prosigue.

– De acuerdo… Plum Island. Se hacen los listos y he tenido que ponerme dura con ellos.

– Te felicito.

– He logrado que se trasladara todo el contenido del despacho de los Gordon por transbordador a Orient Point y luego en un camión de la policía al laboratorio del condado de Suffolk.

– A los contribuyentes del condado les encantará la noticia.

– También he ordenado que obtuvieran las huellas dactilares del despacho, lo limpiaran a fondo y lo sellaran con un candado.

– Dios mío, no te andas con chiquitas.

– Se trata de un doble homicidio, John. ¿Qué hacéis en estos casos en la ciudad?

– Llamamos al Departamento de Sanidad. Prosigue, te lo ruego.

– De acuerdo -respondió después de respirar profundamente-. También he conseguido el directorio de todos los empleados de Plum Island y cinco detectives se ocupan de las entrevistas.

– Bien -asentí-. Quiero entrevistar a Donna Alba personalmente.

– No me cabe la menor duda. Avísanos si la encuentras.

– ¿Desaparecida?

– De vacaciones. A eso me refería cuando te he dicho que se hacían los listos.

– Comprendo. Todavía encubren algo. No pueden evitarlo, forma parte de su esencia burocrática. ¿Dónde están tus camaradas, Nash y Foster?

– No son mis camaradas y no lo sé. Por ahí, pero invisibles. Dejaron el Soundview.

– Lo sé. Bien, sigue.

– He conseguido una orden judicial para examinar todas las armas gubernamentales de Plum Island, incluidas las pistolas automáticas del cuarenta y cinco, algunos revólveres, una docena de M-16 y dos carabinas de la segunda guerra mundial.

– Dios mío. ¿Pretendían invadirnos?

– Supongo que se trata de material que dejó el ejército -respondió Beth después de encogerse de hombros-. Pusieron el grito en el cielo antes de entregar su arsenal. Estamos sometiendo todas las armas a pruebas balísticas y dispondremos de un informe de cada una de ellas, por si llegamos a encontrar las balas.

– Bien pensado. ¿Cuándo les devolveréis el armamento?

– Probablemente, el lunes o el martes.

– Advertí cierto movimiento de marines en el transbordador. Supongo que, después de desarmar a las fuerzas de seguridad del pobre señor Stevens, consideraron que necesitaban protección.

– No es mi problema.

– Por cierto, estoy seguro de que no te entregaron todo su arsenal.

– Si no lo han hecho, conseguiré una orden de detención contra Stevens.

Ningún juez extendería esa orden, pero no importaba.

– Sigue, por favor.

– Bien. Sigamos con Plum Island. Visité por sorpresa a la doctora Chen, que vive en Stony Brook. Tuve la clara sensación de que le habían preparado un guión antes de que habláramos con ella en su laboratorio, porque en su casa era incapaz de improvisar. Logré que la doctora Chen admitiera que sí, que tal vez, quizá, posiblemente, los Gordon habían robado algún virus o bacteria peligrosos.

Asentí. Un excelente trabajo policial, de primer orden. Algunas cosas eran pertinentes al caso, otras no. Que yo supiera, había sólo tres personas que utilizaran las palabras «tesoro pirata» con relación al caso: Emma, yo y el asesino.

– He hablado de nuevo con Kenneth Gibbs, también en su casa -dijo Beth-. Vive en Yaphank, no lejos de mi despacho. Es un poco ruin, pero no creo que sepa más de lo que nos contó. Paul Stevens es harina de otro costal…