– No cabe la menor duda. ¿Has hablado con él?
– Lo he intentado, pero ha logrado eludirme. Creo que sabe algo, John. Como jefe de seguridad de Plum Island, pocas cosas se le pueden escapar.
– Probablemente.
– ¿Lo consideras sospechoso? -preguntó Beth después de mirarme.
– Despierta mis sospechas, así que es sospechoso.
– Eso no es muy científico -dijo Beth después de reflexionar unos instantes-, pero tiene aspecto de asesino.
– Desde luego. Para mí existe una categoría de gente que denomino «Personas que parecen y actúan como asesinos».
Beth no sabía si le estaba tomando el pelo, pero en realidad no lo hacía.
– En todo caso, estoy intentando verificar su historial, pero los que más información tienen sobre él, los del FBI, se resisten a facilitármela.
– En realidad, ya han hecho lo que les has pedido, pero no compartirán esa información contigo.
– ¡Maldito caso! -exclamó inesperadamente después de asentir.
– Es lo que yo siempre te he dicho. ¿Dónde vive Stevens?
– En Connecticut, New London. Hay un transbordador del gobierno de New London a Plum Island.
– Dame su dirección y número de teléfono.
Encontró la información entre sus notas y empezó a escribirla, pero la interrumpí.
– Tengo una memoria fotográfica. Simplemente léemela.
Me miró de nuevo, con expresión de ligera incredulidad. ¿Por qué nadie me toma en serio? En cualquier caso, me dio la dirección y el número de teléfono de Paul Stevens, que archivé en un recoveco de mi cerebro.
– Vamos a dar un paseo -dije después de levantarme.
Capítulo 26
Salimos por la puerta trasera y caminamos hasta la orilla.
– Esto es muy bonito -dijo Beth.
– Estoy empezando a apreciarlo -respondí mientras cogía una piedra plana del suelo y la arrojaba horizontalmente al agua.
Botó tres veces antes de hundirse.
Beth encontró una bonita piedra perfectamente plana, dobló el codo, inclinó el cuerpo, la arrojó y botó cuatro veces antes de sumergirse.
– Tienes un buen brazo -exclamé.
– Soy lanzadora del equipo de béisbol de homicidios -respondió, se agachó para coger otra piedra y la arrojó al poste del extremo del embarcadero.
La piedra pasó a escasos centímetros del poste y lo intentó de nuevo.
La observé mientras seguía arrojando piedras al poste. Lo que me había atraído de ella aún me atraía. Era, evidentemente, su hermosura, pero también su actitud distante. Me encantan las mujeres esquivas. Creo. En todo caso, estaba bastante seguro de que el hecho de encontrar a Emma en mi casa la había molestado y enojado. Pero lo más importante era la sorpresa que le producían sus propios sentimientos, y puede que fueran de competencia.
– Te he echado de menos -dije-. Tu ausencia ha avivado mis sentimientos.
Me miró entre lanzamientos.
– Entonces acabarás enamorándote de mí porque ésta será probablemente la última vez que me veas -respondió.
– No olvides la fiesta de mañana.
– Si tuviera que elegir un sospechoso entre todas las personas con las que hemos hablado -dijo, sin prestar atención a mis palabras-, ése sería Paul Stevens.
– ¿Por qué?
Arrojó una nueva piedra al poste y acertó.
– Ayer le llamé a Plum Island y me aseguraron que había salido. Cuando insistí, me dijeron que estaba enfermo en su casa. Llamé a su casa, pero nadie contestaba. Otro de la isla que ha desaparecido.
Caminamos por la rocosa orilla.
A mí tampoco me satisfizo la última actuación del señor Stevens. Era un posible sospechoso de asesinato. He reconocido que podía estar perfectamente equivocado respecto a Fredric Tobin, aunque cabía también la posibilidad de que Tobin estuviera confabulado con Stevens, o ni lo uno ni lo otro. Creía que cuando averiguara el motivo, descubriría al asesino. Pero el motivo había resultado ser el dinero y cuando el motivo es el dinero, los sospechosos pueden ser todos o cualquiera.
Caminamos hacia el este por la orilla, frente a las casas de los vecinos. Subía la marea y el agua acariciaba las rocas. Beth caminaba con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la cabeza gacha, como si reflexionara. De vez en cuando daba un puntapié a una piedra o una concha. Vio una estrella de mar encallada en la playa, se agachó, la cogió y la arrojó a la bahía.
– En cuanto al doctor Zollner -dijo después de caminar un rato en silencio-, tuvimos una agradable charla por teléfono.
– ¿Por qué no le llamas a tu despacho?
– Lo haría, pero está en Washington. Le han citado para declarar ante el FBI y el Departamento de Agricultura, entre otros. Luego emprenderá un largo viaje por Sudamérica, Inglaterra y muchos otros lugares donde necesitan sus conocimientos. Lo mantienen fuera de mi alcance.
– Consigue una citación.
No respondió.
– ¿Te ponen trabas desde Washington? -pregunté.
– No a mí personalmente, pero sí a las personas para las que trabajo… Ya sabes cómo es cuando no te devuelven las llamadas, lo que solicitas tarda demasiado, se anulan las reuniones que organizas…
– En cierta ocasión trabajé en un caso semejante -respondí-. Los políticos y los burócratas te obligan a dar cien mil vueltas hasta que deciden si puedes ayudarlos o perjudicarlos.
– ¿De qué tienen miedo y qué es lo que encubren? -preguntó Beth.
– Los políticos temen todo lo que no comprenden, y no comprenden nada. Limítate a seguir trabajando en el caso.
Beth asintió.
– Has hecho un trabajo excelente -dije.
– Gracias.
Dimos media vuelta y empezamos a caminar en dirección a la casa.
Pensé que a Beth le gustaba el papeleo, los detalles, los pequeños ingredientes de los que se compone el caso. Algunos detectives creían que se podía resolver un caso trabajando con las pruebas forenses, balísticas y otros elementos conocidos. Pero, en este caso, las respuestas surgían de lugares inesperados y uno debía estar ahí para captarlas.
– En el laboratorio se han inspeccionado meticulosamente los dos vehículos de los Gordon y su barco -dijo Beth-. Todas las huellas eran suyas, salvo las tuyas, las mías y las de Max en el barco. En la cubierta del barco también encontraron algo extraño.
– ¿Qué?
– Dos cosas. En primer lugar, tierra, de esa que ya conocemos. Pero también encontraron unas pequeñísimas astillas de madera enmohecida, podrida. No era madera de deriva; no contenía sal. Había estado enterrada y todavía tenía tierra. ¿Alguna idea? -preguntó mirándome.
– Deja que me lo piense.
– De acuerdo. Me he puesto en contacto con el sheriff del condado, un individuo llamado Will Parker, respecto a los permisos de armas extendidos en el municipio de Southold.
– Bien.
– También he verificado la sección de licencias de armas del condado y he obtenido una lista informatizada de mil doscientos veinticuatro permisos de armas, extendidos por el sheriff y por el condado a residentes del municipio de Southold.
– De modo que entre veinte mil y pico habitantes de este condado, más de mil doscientos tienen permiso de armas. Es una cantidad considerable, mucha gente que visitar, aunque no es una tarea imposible.
– Lo paradójico del caso -dijo Beth- es que cuando se trataba de una plaga, nada era imposible. Pero ahora ya no disponemos de un presupuesto ilimitado para resolverlo.
– Los Gordon son importantes para mí. El asesinato es importante.
– Lo sé. También para mí -dijo Beth-. Me limito a exponerte la realidad.
– ¿Por qué no llamo a tu jefe y le explico cuál es la realidad?
– Olvídalo, John. Yo me ocuparé de eso.
En realidad, mientras el Departamento de Policía del condado reducía sus esfuerzos, los federales incrementaban secretamente los suyos en busca de autores equivocados. Pero ése no era mi problema.