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– ¿Quieres que te traiga un bocadillo?

– No, gracias. Realmente debo volver al trabajo.

– Nos veremos mañana.

Salí de la tienda y di un paseo por la calle mayor. De algún modo había cambiado la naturaleza de nuestra breve relación. Sin duda estaba un poco fría conmigo. Las mujeres tienen una habilidad especial para mostrarse frías, y si uno intenta templarlas, sólo logra que bajen aún más la temperatura. Es un juego para el que se necesitan dos participantes y las cartas ya estaban echadas, de modo que decidí no seguirle la corriente.

Me compré un bocadillo y una cerveza, subí a mi Jeep y me dirigí a la parcela de Tom y Judy en el promontorio. Me senté en la roca y almorcé. Los arrecifes del capitán Kidd, increíble. Y no me cabía la menor duda de que los números 44106818, sobradamente conocidos, correspondían al lugar de la cara erosionada de aquel promontorio, donde se había descubierto el tesoro: cuarenta y cuatro pasos o cuarenta y cuatro grados, diez pasos o diez grados, etcétera. Se podía jugar con los números y su significado hasta llegar a un lugar elegido de antemano.

– Muy astuto, amigos míos. Ojalá me lo hubierais confiado, ahora no estaríais muertos.

Desde algún lugar pió un pájaro, como si respondiera.

Me puse de pie sobre la roca y oteé los campos y viñedos hacia el sur con mis prismáticos, hasta localizar la torre de Tobin el Terrible, que se elevaba por encima de todo lo demás en la llanura glaciaclass="underline" el sustituto del pene de lord Freddie.

– Pequeño cabrón -exclamé en voz alta.

Decidí que quería alejarme. Alejarme del teléfono, de mi casa, de Beth, de Max, de Emma, del FBI y de la CIA, de mis jefes e incluso de mis compinches en la ciudad. Cuando contemplaba Connecticut a través del canal, se me ocurrió la idea de visitar el casino de Foxwoods.

Descendí del promontorio, subí a mi Jeep y me dirigí al transbordador de Orient. La travesía fue tranquila, hacía un buen día en el canal y, al cabo de una hora y veinte minutos, mi todoterreno y yo habíamos llegado a New London, Connecticut.

Conduje hasta Foxwoods, un extenso complejo formado por el casino y el hotel en medio de la nada, o, a decir verdad, en el territorio de la tribu Mashantucket Pequot, una especie de «que te jodan hombre blanco, donde las dan las toman». Me registré en la recepción, compré algunos artículos de primera necesidad, me dirigí a mi habitación, desempaqueté mi cepillo de dientes y fui hacia el grande y tenebroso casino para enfrentarme a mi suerte.

Tuve mucha suerte con el blackjack, quedé en paz con las máquinas tragaperras, perdí un poco a los dados y salí ligeramente perjudicado con la ruleta. A las ocho había perdido sólo dos mil dólares. Cuánto me divertía.

Intenté ponerme en el lugar de Freddie Tobin: una muñeca colgada del brazo, pérdidas de unos diez mil de los grandes en un fin de semana y los viñedos produciendo beneficios, pero no los suficientes. Todo lo que constituye mi mundo está a punto de derrumbarse. No obstante, resisto, actúo de forma aún más temeraria en el juego e incremento los gastos porque está a punto de tocarme el gordo. No el gordo en el casino, sino el gordo enterrado desde hace trescientos años, que sé dónde está y se encuentra, tentadoramente, casi a mi alcance; probablemente, alcanzo a ver el lugar donde está enterrado en Plum Island cuando paso en mi barco. Pero no puedo apoderarme del tesoro sin la ayuda de Tom y Judy Gordon, a quienes he confiado el secreto y he convertido en mis socios. Y he hecho una buena elección. Entre todos los científicos, administrativos y trabajadores de Plum Island que he conocido, Tom y Judy son los que quiero reclutar: jóvenes, inteligentes, equilibrados, dotados de cierta elegancia y, sobre todo, claros amantes de la buena vida.

Deduje que Tobin había reclutado a los Gordon poco después de su llegada, como lo demostraba el hecho de haberse trasladado a los cuatro meses de su casa en el interior, cerca del transbordador, a su residencia siguiente junto al mar. Lo habían hecho por sugerencia de Tobin, igual que la adquisición del barco.

Era evidente que Fredric Tobin se había dedicado a la busca activa de algún contacto en Plum Island y, probablemente, había rechazado a varios candidatos. Que yo supiera, podía haber tenido algún otro socio en Plum Island, algo podía haber fallado y ahora su antiguo socio podía estar muerto. Debía comprobar si algún empleado de Plum Island había fallecido inesperadamente en los últimos dos o tres años.

Me percaté de que manifestaba unos prejuicios inaceptables hacia Fredric Tobin, que realmente deseaba que fuera el asesino. No Emma, ni Max, ni Zollner, ni Stevens, sino Fredric Tobin.

Por mucho que intentara atribuirle a otro el papel de asesino, Tobin era quien volvía siempre a mi mente. Beth, sin expresarlo abiertamente, sospechaba de Paul Stevens y, teniendo en cuenta todas las circunstancias, era un candidato con más probabilidades que Tobin. Mi opinión sobre Tobin estaba demasiado matizada por mis sentimientos hacia Emma. No podía alejar de mi mente la imagen de esa pareja haciendo el amor. Hacía por lo menos una década que no sentía nada parecido.

No pretendía discriminar a Freddie, pero decidí proseguir bajo el supuesto de que era el asesino y procuraría encontrar las pruebas que lo incriminaran.

En cuanto a Paul Stevens, era posible que también estuviera implicado, pero si Tobin había reclutado a Stevens, ¿para qué necesitaba a los Gordon? Y si Stevens no formaba parte del plan, ¿era posible que lo hubiera descubierto? ¿Había actuado como un buitre, a la espera de lanzarse y apropiarse de la presa, después de realizar otros todo el trabajo de búsqueda? ¿Actuaba Stevens por cuenta propia sin la colaboración de Tobin ni de ninguna otra persona? Podía, ciertamente, elaborar argumentos contra Stevens, que poseía el conocimiento de Plum Island, la oportunidad, las armas, la proximidad cotidiana a las víctimas y, sobre todo, la personalidad para tramar una conspiración y asesinar a sus socios. Puede que, con un poco de suerte, lograra mandar a Stevens y a Tobin a la silla eléctrica.

Existía también la posibilidad de que otra persona…

Pensé en todo lo que había sucedido antes de que a Tom y a Judy les volaran la tapa de los sesos. Veía a Tom, Judy y Fredric, que disfrutaban de un nivel de vida demasiado alto, que se excedían en sus gastos, que alternaban la seguridad y el ajetreo respecto al éxito de su aventura.

Preparaban meticulosamente el terreno para el supuesto descubrimiento del tesoro. Era interesante que hubieran decidido no ubicarlo en la propiedad de Tobin junto al mar. Habían optado por una leyenda locaclass="underline" los arrecifes del capitán Kidd. Evidentemente, luego declararían ante el mundo entero que su investigación los había conducido a aquel lugar en particular y admitirían que habían convencido a la pobre Margaret Wiley para que les vendiera el terreno, algo que por supuesto lamentaría, convencida de que Thad la había castigado. Los Gordon le habrían regalado a la señora Wiley una joya como premio de consolación.

En la investigación de un asesinato, solía buscar la explicación más sencilla y, en este caso, era muy elementaclass="underline" la avaricia. Freddie nunca había aprendido a compartir y, aunque estuviera dispuesto a hacerlo, quién sabe si el tesoro valía lo suficiente para saldar sus deudas y salvar sus viñedos. Su parte no sería superior al cincuenta por ciento, y la del gobierno, estatal y federal, aproximadamente otra mitad. Aunque el tesoro tuviera un valor de diez millones de dólares, Freddie acabaría a lo sumo con dos millones y medio, insuficiente para un derrochador como lord Tobin. Y si había otro socio, alguien que todavía viviera, como Paul Stevens, ciertamente, los Gordon debían desaparecer.

Pero aún quedaban preguntas por responder. En el supuesto de que los Gordon hubieran descubierto el tesoro en Plum Island, ¿lo llevaban todo consigo cuando se encontraron inesperadamente con la muerte en el jardín de su propia casa? ¿Estaba él tesoro en la nevera portátil? ¿Y dónde estaba el baúl original del tesoro, que debía ser enterrado de nuevo y encontrado para contentar a los arqueólogos inquisitivos y a los inspectores de Hacienda?