El reloj me indicó que era casi mediodía. Puse rumbo a la Penitenciaría del Condado de Perdido.
El Centro Administrativo del condado de Perdido se construyó en 1978 y es una creciente masa de hormigón claro que alberga el Centro de Justicia Criminal, el edificio gubernamental y el Palacio de Justicia. Dejé el coche en uno de los espacios reservados para aparcar que había en el océano de asfalto que rodea el complejo. Me dirigí a la entrada principal y crucé las puertas de vidrio que daban al vestíbulo inferior. Giré a la derecha. La ventanilla pública para asuntos carcelarios estaba al final de un pasillo corto. En la misma planta estaban la oficina de personal del sheriff, el Registro Civil, la ventanilla de licencias y la ventanilla del Servicio de Patrullas del Condado Occidental.
Me identifiqué ante el funcionario y poco después me enviaron a la inspección, donde me presenté. Me identifiqué enseñando el carnet de conducir y la licencia de detective. Se produjo una pausa mientras otro funcionario cogía el teléfono y preguntaba por el administrador de la penitenciaría. En cuanto oí el nombre del individuo, supe que era mi día de suerte. Tommy Ryckman y yo habíamos ido juntos al instituto. Iba dos cursos por delante de mí, pero habíamos cometido juntos algunas fechorías tremendas en la época en que podían cometerse sin peligro de morir o contraer enfermedades. El sargento Ryckman accedió a verme en cuanto se me autorizó la entrada. Me condujeron por el pasillo y entré en el pequeño despacho que tenía a la derecha.
Nada más verme cruzar la puerta, se levantó de la silla giratoria y alzó la cabeza a dos metros del suelo con la cara arrugada por una sonrisa radiante.
– Cuánto tiempo ha pasado, criatura. ¿Cómo estás?
– De fábula, Tommy. ¿Y tú?
Nos dimos la mano por encima de la mesa, cambiamos interjecciones sentimentales y nos hicimos un breve resumen de los años transcurridos desde que nos habíamos visto por última vez. Tenía alrededor de treinta y cinco años, la cara totalmente afeitada y un ralo pelo castaño con raya lateral y peinado en sentido paralelo a una frente dilatada por las entradas. Llevaba gafas de montura metálica y su barbilla parecía despedir el inconfundible aroma de los after-shaves de limón. El uniforme caqui de las fuerzas del sheriff se lo habían almidonado y planchado a conciencia, y los pantalones le quedaban tan bien que parecían hechos a medida. Tenía los brazos largos, las manos grandes y, lógico y natural, anillo de casado.
Me indicó con la mano una silla e hizo lo propio en la suya. Incluso sentado tenía la constitución de un jugador de baloncesto y unas rodillas de saltamontes que le asomaban por el borde de la mesa. Sus zapatos negros tenían que ser del número 45. Hablaba todavía con cierto dejo del Medio Oeste, de Wisconsin según creo, y recordé que se había matriculado en el Instituto de Enseñanza Media de Santa Teresa a mitad de curso. Encima de la mesa había una foto de estudio: una mujer con aspecto de ama de casa y tres niños, dos chicos y una chica, los tres de pelo castaño y peinado hacia atrás con agua, los tres con gafas de montura de plástico transparente; dos estaban en la edad de los dientes saltones.
– Estás aquí por lo de Brian Jaffe.
– Más o menos -contesté-. En realidad me interesa más el paradero del padre.
– Eso me han dicho. El teniente Whiteside me ha contado lo que ocurre.
– ¿Conoces el caso? Yo sólo lo conozco fragmentariamente y por encima.
– Tengo un amigo que trabajó en el asunto con el teniente Brown y le pedí que me lo explicara. Aquí casi todo el mundo está al corriente, ya que fueron muchos los ciudadanos de la localidad que cayeron víctimas de CSL Inversiones. Perdieron hasta la camisa. No dejo de pensar que fue una estafa como de novela. A mi amigo lo trasladaron hace tiempo, pero si no encuentras aquí lo que buscas, el hombre que más puede ayudarte es Harris Brown.
– Ya he tratado de localizarlo, pero me dijeron que se había retirado.
– En efecto, pero estoy convencido de que te ayudará en lo que pueda. ¿Sabe el chaval que su padre a lo mejor está vivo?
Negué con la cabeza.
– Acabo de hablar con su madre y aún no se lo ha dicho. Tengo entendido que lo han trasladado aquí hace nada.
– Sí. El fin de semana enviamos a un par de agentes a Mexicali, donde les fue entregado por las autoridades mexicanas. Lo trajeron en coche. Anoche le leyeron la cartilla.
– ¿Es posible verlo?
– Hoy no, vamos, no creo. Es la hora de la comida de los reclusos y después tiene que someterse a revisión médica. Vuelve mañana o pasado; siempre que él no ponga objeciones.
– ¿Cómo se las arregló para escapar de Connaught?
Se removió con nerviosismo y desvió la mirada.
– Será mejor que no hablemos de eso -dijo-. Antes de que te des cuenta, la información salta a los periódicos y se convierte en el tema de conversación de todo el mundo. Digamos que los reclusos descubrieron un pequeño fallo en el sistema y lo aprovecharon. No volverá a ocurrir, te lo aseguro.
– ¿Va a ser procesado como ciudadano mayor de edad?
Estiró los brazos hacia arriba con una sucesión de crujidos.
– Tendrás que preguntárselo al fiscal del distrito, aunque personalmente pagaría la entrada por estar en primera fila. Ese muchacho es un retorcido. Creemos que fue quien ideó el plan de fuga, pero ¿quién va a contradecirle a estas alturas? Dos colegas se le murieron por el camino y el tercero está en la UCI. Dirá que es una inocente víctima de las circunstancias. Ya sabes cómo son estas cosas. Esos críos nunca se responsabilizan de nada. Su madre le ha contratado ya un picapleitos de los caros, un tipo de Los Angeles.
– Utilizando probablemente el dinero del seguro de vida del padre -dije-. Me gustaría ver a Wendell Jaffe asomar discretamente la cabeza por el foro. No creo que se atreva, pero confirmaría mis intuiciones punto por punto.
– Bueno, pues te vas a encontrar con no pocos problemas. Será un caso sonado, con mucha publicidad, el juicio se celebrará seguramente a puerta cerrada y se tomarán medidas de alta seguridad. Ya sabes cómo son estas cosas. El abogado presentará argumentos ingeniosos y afirmará que a su cliente ha de juzgarlo el tribunal tutelar de menores. Solicitará que algún funcionario de la junta de concesión de libertad condicional investigue. Querrá que se le entreguen los informes junto con pruebas de peso. Organizará la de Dios es Cristo y hasta que se emita el veredicto sostendrá que su cliente tiene derecho a la protección del tribunal tutelar de menores.
– Supongo que no hay forma de acceder a su historial delictivo -dije. Era subrayar lo evidente, pero a veces la policía depara sorpresas imprevistas.
Enlazó las manos en la nuca y me sonrió con complacencia fraternal.
– No podemos hacerlo sin más ni más -dijo con dulzura-. Pero siempre puedes recurrir al periódico. Estoy seguro de que los periodistas locales podrán proporcionarte cualquier cosa que quieras. No sé cómo se las apañan, pero tienen sus trucos. -Se adelantó y se apoyó en la mesa-. Iba a ir a comer al self-service. ¿Me acompañas?
– Con mucho gusto -dije.
Cuando volvió a ponerse en pie me di cuenta del tiempo que había pasado desde la época en que sólo medía uno ochenta. Ahora encorvaba un poco la espalda y parecía ladear la cabeza, tal vez para evitar un golpe tonto con el dintel de la puerta al entrar o salir de una habitación. Habría apostado el sueldo de un año a que su mujer sólo medía uno sesenta y cinco y se pasaba la vida contemplando su reflejo en la hebilla del cinturón del gigante. Seguro que cada vez que se ponían a bailar en público parecían enzarzados en un acto obsceno.
– Mientras vamos, quiero solucionar un par de trámites por el camino. ¿Te importa?
– De ningún modo -dije.
Recorrimos un laberinto de pasillos que intercomunicaba los distintos despachos y departamentos del lugar, y cruzamos varios puestos de control que parecían las cámaras de vacío de las naves espaciales. En todos los pasillos había cámaras de vídeo en funcionamiento y supe que nos vigilaba el funcionario que estaba a cargo del control del nivel 1. Los olores cambiaban poco a poco de una zona a otra. Comida, lejía, ácidos corrosivos, como si hubieran prendido fuego al plástico de las cajas de seis latas de refrescos, mantas mohosas, cera del suelo, neumáticos de caucho. Ryckman solucionó un par de gestiones administrativas, detalles al parecer sin trascendencia pero con mucha jerigonza profesional. Me sorprendió la cantidad de mujeres que trabajaban en el sector administrativo: de todas las edades y todos los tamaños, por lo general con tejanos o pantalones de poliéster. Había un agradable aire de camaradería entre las personas que vi. Muchos teléfonos sonando, mucho movimiento de un departamento a otro mientras nosotros íbamos a lo nuestro.