– ¿En concepto de asesoramiento?
– Exacto. Lo primero que hizo Jaffe fue comprar una empresa fantasma y rebautizarla CSL Inversiones, S.A.
– ¿Y qué clase de empresa era?
– Una empresa financiera. Luego anunció a bombo y platillo que iba a vender por ciento ochenta y nueve millones de dólares una urbanización que según él había comprado seis meses antes por ciento dos. La verdad es que el trato no llegó a cerrarse, pero el público no lo sabía. El caso es que comunicó a los inversores los detalles de esta insólita operación financiera haciendo gala de un activo superior a los veinticinco millones de dólares. Lo demás fue coser y cantar. Compraban terrenos y enseñaban los beneficios teóricos que obtenían vendiéndolos a otra de sus propias empresas fantasma hinchando el valor de la propiedad en la operación.
– Dios Santo -dije.
– Era el típico timo de la pirámide. Algunos de los que llegaron primero ganaron cantidades astronómicas. Llegaron a cobrar dividendos del veintiocho por ciento de la inversión inicial. No era raro verles reinvertir el doble, confiando en la buena racha de la compañía. ¿Quién se habría resistido? Jaffe parecía serio, transparente, eficaz, honrado y cauto. No tenía nada de jactancioso. Pagaba buenos salarios y trataba bien a sus empleados. Parecía un cabeza de familia feliz que se desvivía por los suyos. Puede que trabajase demasiado, pero se las arreglaba para tener tiempo libre de vez en cuando; en mayo se iba de pesca durante dos semanas y en agosto se iba otros quince días a acampar con su familia.
– Oye, tú sabes mucho sobre esta historia. ¿Y Carl? ¿Qué papel jugaba en todo el asunto?
– Wendell era el cabecilla, el que daba la cara. Carl hacía el resto. El punto fuerte de Jaffe era su poder de convicción, que administraba sin que el otro se diera cuenta; sabía persuadir a los incautos con esa honradez de palabras firmes y miradas fijas que hace que el prójimo saque la cartera y dé todo lo que tiene. Entre los dos fundaron varias agencias inmobiliarias. A los inversores se les decía que su dinero estaría en una cuenta aparte, íntegramente dedicada a un proyecto concreto. La verdad era que los fondos de los distintos proyectos se trasvasaban y que fondos previstos para un proyecto nuevo se empleaban para concluir el antiguo.
– Hasta que la avaricia rompió el saco.
Tommy imitó con la mano la caída de un avión e hizo un ruido explosivo con la boca.
– Tú lo has dicho. CSL se encontró de pronto con que le faltaban nuevos inversores. Jaffe tuvo que comprender al final que el castillo de naipes se estaba derrumbando. Parece, aunque esto sólo lo sé por rumores, que Hacienda lo llamó para revisar sus libros. Fue entonces cuando se marchó de crucero. Pero fíjate. Era un sujeto tan persuasivo que incluso cuando se hizo patente que los inversores habían perdido hasta la camisa, muchos siguieron creyendo en él, convencidos de que la desaparición de los fondos tenía que tener otra causa, motivo por el que Eckert acarreó con la peor parte.
– ¿Sabía Eckert lo que hacía Jaffe?
– Personalmente, creo que sí. Desde el principio ha dicho que no sabía en absoluto lo que Wendell se traía entre manos, pero no me lo creo porque era precisamente Eckert quien remataba las operaciones. Tenía que saberlo, diablos. Ha sostenido su inocencia porque no había nadie que pudiera afirmar lo contrario.
– Igual que el joven Jaffe ahora -dije.
Sonrió.
– En estos casos siempre viene bien que los compinches hayan muerto.
Era la una y cuarto cuando salí del edificio y me dirigí hacia el punto donde había dejado el coche, zigzagueando para evitar a la multitud. Cuando me hube alejado del complejo administrativo, giré a la izquierda y volví a la 101, aunque no sin encontrar en rojo todos los semáforos que había hasta la autopista. Cada vez que paraba me entretenía observando a las conductoras que aprovechaban la ocasión para inspeccionarse el maquillaje y toquetearse los pelos. Ajusté el retrovisor y miré el estado de las greñas que me coronaban el cráneo. Comprobé con satisfacción que el trasquilón que me había hecho yo misma en la patilla izquierda comenzaba a ponerse a la altura del resto del pelo.
Eché un vistazo fortuitamente al coche que tenía detrás. La adrenalina se me subió en el acto hasta la pituitaria, igual que si me hubieran tocado con un hierro candente. Al volante iba Renata Huff, con el entrecejo algo fruncido y la atención puesta en el teléfono inalámbrico que empuñaba. Iba sola en el vehículo, que no parecía de alquiler, a no ser que Avis y Herz hubieran incluido últimamente los Jaguar en sus ofertas. El semáforo se puso en verde y arranqué con Renata pisándome las ruedas traseras. Yo iba por el carril interior de una calzada doble que discurría en dirección sur. Renata pasó al carril exterior y pisó el acelerador mientras me adelantaba por la derecha.
Vi que empezaba a parpadearle el piloto posterior. Pasé al carril del arcén y me puse detrás de su vehículo, tratando de adivinar sus movimientos. A la derecha se alzaba un gran centro comercial. Vi que giraba para introducirse en él y fui a imitarla, pero entonces se me puso delante otro vehículo. Frené con brusquedad para no comerme el parachoques trasero del temerario y oteé la zona de aparcamiento que tenía delante. Renata había girado a la izquierda inmediatamente y tomado a continuación la calle contigua, que parecía abarcar toda la longitud del centro. Crucé la entrada sesenta segundos después que ella. Me lancé a toda velocidad por el aparcamiento, dando más tumbos que un esquiador por culpa de los clavos antivelocidad. Estaba convencida de que Renata tenía intención de estacionar el coche en alguna parte, pero no daba indicios de detenerse. Había dos columnas de coches entre ambas y cuando tuve ocasión de verla con claridad en cierto momento, comprobé que seguía hablando por teléfono. No sé qué le estarían contando, pero si había entrado allí con ánimo de ir de compras, había cambiado de idea. Vi que se inclinaba a la derecha, seguramente para dejar el teléfono inalámbrico. Antes de que me diera cuenta, cruzó la salida, giró a la izquierda y se sumió de nuevo en el flujo del tráfico rodado. Crucé la salida y desemboqué en el mismo callejón que Renata, dos coches detrás de ella. No me había visto, de esto estaba segura, y además estaba convencida de que no me habría reconocido en un medio tan distinto del que había constituido el escenario de nuestro último encuentro.
Pasó junto a la señal indicadora de la Autopista 101 y aceleró al llegar a la altura del acceso. El vehículo que me precedía redujo la velocidad. «Vamos, tortuga», murmuré entre dientes. Era un hombre mayor y prudente, y trazó un arco amplísimo hacia la izquierda para entrar en una estación de servicio que había a la derecha. Cuando lo sorteé y me lancé por el acceso de la autopista, no vi el Jaguar de Renata entre los veloces vehículos que se dirigían al norte. Renata pertenecía a esa raza de conductores que se cuela en el primer espacio libre que ve y al parecer se me había escapado zigzagueando de hueco en hueco. Recorrí cuarenta kilómetros aguzando la vista, pero no hubo manera. Me di cuenta entonces de que ni siquiera se me había ocurrido apuntar la matrícula. El único consuelo que me quedaba era suponer pura y simplemente que si Renata estaba por allí, Wendell Jaffe no tenía que andar muy lejos.
12
Al llegar a Santa Teresa me fui derecha a la oficina, donde saqué la Smith-Corona portátil y me puse a pasar a máquina las notas que había tomado y que resumían los acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas, además de consignar nombres, direcciones y detalles secundarios. Calculé el tiempo invertido hasta entonces y añadí la gasolina y el kilometraje. Cuando pasase factura a LFC seguramente cobraría a la empresa la tarifa reducida de cincuenta dólares la hora, pero quería apuntarlo todo despacio y con buena letra por si Gordon Titus se ponía quisquilloso y autoritario. No se me escapaba, sin embargo, que, en el fondo, mi repentina preocupación por la burocracia laboral era sólo una forma mal disimulada de ocultar mi creciente nerviosismo. Wendell tenía que estar cerca, pero ¿qué hacía y qué le obligaría a asomar la nariz? Por lo menos, ver a Renata Huff había confirmado mi corazonada… a no ser que se hubieran separado, cosa que no me parecía probable. Wendell tenía familia en la zona. En cuanto a ella, ignoraba si estaba en el mismo caso. Movida por un impulso, miré en la guía telefónica, pero no vi a nadie que se apellidara Huff. Puede que su nombre fuese tan fingido como el que había utilizado Jaffe en México. Habría dado casi cualquier cosa por ver materialmente a Wendell, pero esta probabilidad empezaba a parecerme tan escurridiza como la de ver un ovni.