Se encogió de hombros.
– Esa gente es muy retorcida. Nadie sabe lo que tienen en la cabeza.
– ¿Qué pensabas hacer en México si no sabes español?
– Dar un rodeo. Esconderme. Llegar a Texas. Lo que yo quería sobre todo era salir de California. El sistema judicial de aquí no es precisamente de los que te favorecen.
El funcionario de prisiones llamó a la puerta para darme a entender que se había acabado el tiempo.
Había algo en la sonrisa de Brian que me había obligado a distanciarme en cierto momento. Soy embustera por naturaleza; sé que es una cualidad humilde, pero la cultivo. Probablemente sé más sobre el arte de mentir que la mitad de los habitantes del planeta. No creo que de haberme contado la verdad aquel muchacho me hubiera parecido tan sincero.
14
Camino del despacho me detuve en el Registro Civil, que está en un ala del Palacio de Justicia de Santa Teresa. Los tribunales fueron reconstruidos a fines de los años veinte, ya que el terremoto de 1925 destruyó el palacio de justicia anterior, junto con varios edificios comerciales del centro. En las puertas del Registro Civil hay unas placas de bronce que ilustran alegóricamente la historia del estado de California. Crucé la puerta y accedí a un espacio amplio, partido por un mostrador. A la derecha había una minisala o rincón de espera, dos pesadas mesas de roble con sillas de cuero a juego. Los suelos eran de baldosas de color bermejo y los techos estaban decorados con dibujos oro y azul, muy descoloridos. Gruesas vigas interrumpían la repetición de los motivos. A intervalos podían verse graciosas columnas de madera, de capitel jónico, también pintadas con matices apagados. Las ventanas eran de arco y en los vidrios emplomados había filas de círculos entrelazados. La tecnología contribuía a mejorar la eficacia del departamento: áreas de actividad, teléfonos, ordenadores, proyectores de microfilmes. A modo de concesión a las últimas exigencias del presente, había tramos de pared cubiertos con paneles perforados, a prueba de ruido.
Dejé la mente en blanco para contrarrestar la extraña resistencia que sentía ante la actividad exhumadora que estaba a punto de emprender. Había varias personas ante el mostrador y durante unos segundos acaricié la idea de posponer la iniciativa. Pero entonces apareció otro funcionario, un sujeto alto y delgado, vestido con pantalón informal y camisa de manga corta, y con gafas de lentes oscuras.
– ¿La atienden ya?
– Quisiera comprobar una licencia de matrimonio expedida en noviembre de 1935.
– ¿Nombre? -preguntó.
– Millhone, Terrence Randall. ¿Necesita también el nombre de la esposa?
– No, es suficiente -dijo mientras tomaba nota.
Me entregó un formulario y rellené las casillas para tranquilizar al funcionario acerca del objetivo de mi pesquisa. Era una formalidad absurda, puesto que la información sobre nacimientos, defunciones, bodas y propiedades es pública. El sistema vigente para rellenar formularios se denominaba Soundex y era un raro procedimiento que eliminaba las vocales de los apellidos y otorgaba valores numéricos a las consonantes. El funcionario me ayudó a traducir el apellido Millhone en idioma Soundex y a continuación me remitió a un anticuado fichero donde encontré el nombre de mis padres, junto con la fecha de su boda y el volumen y número de página donde la licencia había sido registrada. Volví al mostrador con aquella información. El funcionario llamó por teléfono a alguna criatura de pies palmeados que estaba en la sentina del edificio y cuya misión consistía en localizar los archivos microfilmados.
El funcionario me hizo tomar asiento ante la máquina de visionar microfilmes y me recitó una rápida serie de instrucciones de las que sólo entendí la mitad. La cosa no tuvo mayor importancia porque él mismo conectó la máquina e introdujo el carrete mientras me explicaba cómo funcionaba. Al final me dejó sola y pasé a toda velocidad el grueso del carrete hasta que llegué al documento que me interesaba. Bueno, allí estaban, los nombres y demás datos personales en un documento que tenía casi cincuenta años de antigüedad. Terrence Randall Millhone? de Santa Teresa, California, y Rita Cynthia Kinsey, de Lompoc, California, se habían casado el 18 de noviembre de 1935. El tenía treinta y tres años en el momento de la boda y según el documento trabajaba de cartero; su padre se llamaba Quillen Millhone y el apellido de soltera de su madre era Dace. Rita Kinsey tenía dieciocho años en el momento de la boda, no se consignaba ningún trabajo y era hija de Burton Kinsey y Cornelia Straith LaGrand. Los había casado un juez apellidado Stone, de la sala de apelaciones de Perdido, en una ceremonia celebrada en Santa Teresa a las cuatro de la tarde. Virginia Kinsey, mi tía Gin, había firmado como testigo. Así que habían estado juntos, los tres, en una sala de los juzgados y sin saber que veinte años más tarde marido y mujer habrían muerto. Que yo supiese, no había fotografías de la boda ni recuerdos de ninguna clase. Yo sólo había visto un par de fotos que habían sido tomadas años después. En alguna parte tenía un puñado de instantáneas de mi primera infancia, pero ninguna de las familias respectivas de mis padres. Comprendí entonces el vacío en que había vivido. Mientras que los demás tenían anécdotas, álbumes de fotos, cartas, objetos, regalos, toda la parafernalia de la tradición familiar, yo tenía poco menos que nada para enseñar. La idea de que la familia de mi madre, los Burton Kinsey, vivían aún en Lompoc, me producía curiosos sentimientos encontrados. ¿Y la familia de mi padre? En ningún momento había oído hablar de nadie que se apellidara Millhone.
Sufrí un repentino cambio de perspectiva. Comprendí de súbito el raro placer experimentado por no estar emparentada con nadie. En el fondo me las había ingeniado para sentirme superior a causa de mi aislamiento. No me lo había confesado abiertamente, pero saltaba a la vista que había convertido esta vicisitud en una forma de autosatisfacción. Yo no era el producto común y corriente de la clase media; no era un personaje de ningún complicado drama familiar, disputas, alianzas en la sombra, pactos secretos, tiranías mezquinas. Tampoco era un personaje de un cuento de hadas, naturalmente, pero nadie se preocupaba por eso. Yo era diferente. Especial. En el mejor de los casos era mi propia hechura; en el peor, el desventurado fruto de las peculiares ideas de mi tía sobre la educación de las niñas. En cualquier caso, me consideraba una marginada, una solitaria, que era lo que me convenía. Pero ahora tenía que afrontar las consecuencias de que existiese aquella célula familiar que me era del todo desconocida… si yo reclamaba la célula o si la célula me reclamaba a mí.
Rebobiné el carrete, lo saqué del chasis y lo dejé en el mostrador. Salí del edificio y crucé la calle rumbo al aparcamiento de tres plantas donde había dejado el coche. A la derecha tenía la biblioteca municipal, donde sabía que podía consultar la guía telefónica de Lompoc cuando quisiera. Pero ¿quería en el fondo? Me detuve a regañadientes y debatiéndome entre ambos extremos. Sólo es información, me dije. No tienes que tomar decisiones, sólo quieres saber.
Giré a la derecha, subí la escalinata y entré en el edificio. Volví a girar a la derecha y crucé los torniquetes que detectaban los libros robados. Los directorios de la ciudad y las guías telefónicas de las poblaciones de todo el estado se encontraban en la planta baja, a la izquierda de información. Cogí la guía de Lompoc y la hojeé sin moverme. No quería sentarme para no parecer interesada ante mí misma.
Sólo figuraba una persona apellidada Kinsey, pero no era Burton, sino Cornelia, la madre de mi madre, y se consignaba el número pero no la dirección. Cogí el Directorio Polk de Lompoc y de la base aérea Vandenberg y consulté la sección donde vienen los teléfonos ordenados según el prefijo. Cornelia vivía en Willow Avenue. Consulté el Directorio Polk del año anterior y vi junto a su nombre el de Burton. Era lógico deducir que entre un censo y otro se había quedado viuda. Vaya plan. Averiguaba que tenía abuelo y resulta que había fallecido. Tomé nota de la dirección en un cheque del final de mi talonario. La mitad de las personas que conozco utiliza cheques en vez de tarjetas. ¿Por qué las entidades bancarias no añadirán unas cuantas páginas en blanco para tomar notas? Guardé el talonario en el bolso y me olvidé de él. Ya decidiría más tarde.