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Volví al bufete y entré por la puerta lateral. Al entrar en el despacho vi que parpadeaba el piloto del contestador automático. Apreté el botón de retroceso y me puse a abrir una ventana.

– Señorita Millhone, soy Harris Brown. Ahora estoy retirado, pero antes era teniente de la policía de Santa Teresa y acabo de recibir una llamada del teniente Whiteside, quien me ha dicho que busca usted a Wendell Jaffe. Creo que ya sabe usted que fue uno de los últimos casos en que trabajé antes de dejar el departamento y, si tiene usted la bondad de llamarme, me gustaría comentarle algunos detalles del asunto. Esta tarde estaré poco por casa, pero entre las dos y las tres y cuarto podrá usted localizarme en…

Cogí papel y bolígrafo y anoté el número. Consulté el reloj. Estupendo. Sólo era la una menos cuarto. Llamé a su casa por si estuviera allí casualmente. No hubo suerte. Volví a llamar a Renata Huff, pero tampoco ella estaba en casa. Aún tenía la mano en el teléfono cuando se puso a sonar.

– Investigaciones Kinsey Millhone -dije.

– ¿La señorita Millhome? -preguntó una mujer con voz cantarina.

– Yo misma -contesté con cautela. Seguro que querían venderme algo.

– Señorita Millhome, soy Patty Kravitz, de Telemarketing Sociedad Anónima. ¿Qué tal está? -Le habían enseñado que tenía que sonreír en aquel punto y por eso sonaba su voz tan cálida y cordial. Me recorrí las encías con la lengua.

– Estupendamente. ¿Y usted?

– Muy bien, gracias. Señorita Millhome, sabemos que es usted una persona muy ocupada, pero estamos haciendo una encuesta en relación con un producto nuevo y muy interesante, y nos gustaría que respondiera usted a unas preguntas. Por si le sirve de estímulo, le tenemos reservado ya un bonito premio. ¿Podemos contar con usted?

Distinguía rumor de voces en la animada estancia en que se encontrase aquella mujer.

– ¿De qué producto se trata?

– Lo siento, pero no nos permiten dar esa información. Estoy autorizada a decirle que es un servicio relacionado con los viajes aéreos y que dentro de unos meses se introducirá una idea nueva y revolucionaria en los viajes de placer y de negocios. ¿Nos permitiría usted robarle unos minutos a su apretada agenda?

– Bueno, adelante.

– Muchas gracias. Vamos a ver, señorita Millhome, ¿es usted soltera, casada, divorciada o viuda?

Me gustaba la sincera espontaneidad con que mi interlocutora leía el cuestionario que tenía ante sí.

– Viuda.

– Cuánto lo siento -dijo con talante práctico mientras pasaba a la siguiente pregunta-. La casa en que usted vive ¿es propia o la tiene en alquiler?

– Bueno, antes tenía dos casas -dije con indiferencia-. Una en Santa Teresa y otra en Fort Myers, Florida, pero al morir John tuve que vender la de Florida. Lo único que tengo en alquiler es un piso en Nueva York.

– Vaya.

– Sí, viajo mucho. Por eso respondo con mucho gusto a su encuesta. -Casi alcanzaba a oír las frenéticas señas que hacía con la mano a su jefe. Acababa de pescar un pez mediano de la jet set y podía necesitar ayuda.

Pasamos a continuación al tema de mis ingresos anuales, que no estarían mal, dado que había ganado fortuitamente un millón de la manera más tonta. Seguí revelándole verdades como puños para agilizar mis reflejos tergiversadores. Hasta que llegamos al punto en que sólo me hacía falta remitir un cheque por valor de treinta y nueve dólares con noventa y nueve para reclamar el premio que me había tocado: un equipaje completo consistente en nueve unidades de diseño y a juego, valorado en el mercado en más de seiscientos dólares. Llegó el turno de ponerme escéptica.

– ¿Bromea? -dije-. ¿No es un engaño? ¿Sólo he de abonar treinta y nueve con noventa y nueve? No me lo creo.

Me confirmó que la oferta era auténtica. El equipaje era gratis. Lo único que me pedían era que pagase los portes, que por lo demás podía abonar con la tarjeta de crédito si lo estimaba conveniente. Dijo que en menos de una hora podía mandar a mi casa a una persona para recoger el talón, pero me pareció más sencillo pagar con tarjeta. Le di un número inventado, que me repitió a continuación. Por su tono de voz era evidente que no salía de su asombro. Lo más probable es que yo fuera la única persona que no había herido sus sentimientos aquel día colgándole con brusquedad. Antes de que acabara la jornada laboral, la solícita encuestadora y sus compinches habrían cargado a mi cuenta todo lo que les diera la gana.

Engullí para comer un envase gigante de yogur desnatado e hice la siesta retrepada en la silla giratoria. Entre las persecuciones automovilísticas y los tiroteos, los detectives teníamos días así. Me incorporé a las dos y cogí el teléfono para llamar otra vez a Harris Brown.

Descolgaron al cuarto timbrazo.

– Harris Brown -dijo una voz masculina, malhumorada y jadeante.

Bajé los pies de la mesa y me presenté. Hubo un cambio en su tono y habló con normalidad.

– Le agradezco que haya llamado. Fue una sorpresa enterarme de que el sujeto había reaparecido.

– Bueno, aún no lo sabemos con seguridad matemática, pero yo estoy convencida. ¿Durante cuánto tiempo trabajó usted en el caso?

– Pues no sé, quizá siete meses. En ningún momento creí que hubiera muerto, pero me costaba Dios y ayuda convencer a los demás. De hecho no convencí a nadie. Satisface comprobar que se confirma una antigua corazonada. En fin, dígame en qué puedo serle útil.

– Aún no lo sé con exactitud. Supongo que espero a que me ilumine el Espíritu Santo -dije-. He localizado a la mujer que viajaba con él, una tipa llamada Renata Huff, que tiene una casa en Perdido Keys.

La información pareció asombrarle.

– ¿Cómo lo ha conseguido?

– Verá, preferiría no detallárselo. Digamos que tengo mis propios métodos -dije.

– Usted sabe lo que hace, no hay duda.

– En ello estamos -dije-. El problema es que esta Renata Huff es la única pista que tengo y no se me ocurre a qué otra persona podría recurrir Wendell Jaffe.

– ¿Para obtener qué?

Tuve que pisar el freno y esbozarle mi teoría sobre Jaffe, aunque a regañadientes.

– Bueno, no estoy segura, pero creo que el padre se enteró de lo del hijo…

– La fuga y el tiroteo…

– Exactamente. Creo que ha vuelto para ayudar a su hijo.

Se produjo una pausa de varios segundos.

– ¿De qué manera podría ayudarla?

– Aún no lo sé. Pero no se me ocurre ningún otro motivo por el que se arriesgase a volver.

– Parece lógico y convincente -dijo tras unos momentos de reflexión-. Supone usted, pues, que se pondrá en comunicación con su familia o con los amigos de antaño.

– Exactamente. Conozco a su ex mujer y he hablado con ella, no parece saber nada.

– Y usted se lo cree.

– Pues sí, por lo menos no me tienta la idea de ponerlo en duda. Creo que es sincera.

– Prosiga. Y perdone por la interrupción.

– El caso es que he estado esperando a que Wendell diera señales de vida, pero hasta ahora no lo ha hecho. Y pensaba que si tenía unas palabras con usted, quizá pudiéramos dar entre los dos con otras posibilidades. ¿Puedo robarle un poco de tiempo?

– Estoy jubilado, señorita Millhone. Dispongo de todo el tiempo del mundo. Por desgracia, tengo un compromiso esta tarde. ¿Le parece que lo dejemos para mañana, si le viene bien a usted?

– Por mí, estupendo. ¿Comemos juntos? ¿O ha quedado con alguien?