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Cuando cerré con pestillo las puertas de corredera que daban al balcón, la arena ametrallaba ya el vidrio como si se tratara de una tormenta de verano. El día había oscurecido en un ocaso artificial. Wendell y la mujer estaban en alguna parte del hotel, probablemente escondidos en su habitación, tal como yo me había refugiado en la mía. Cogí el libro, me cubrí con una sábana de algodón descolorida y estuve leyendo hasta que los ojos se me cerraron por el sueño. A las seis me desperté sobresaltada. El viento se había calmado y el aire acondicionado había enfriado la habitación hasta un punto que resultaba molesto. La luz solar había adquirido el matiz yema de huevo que es típico de la segunda mitad de la tarde y acariciaba las paredes de la habitación con dedos de maíz. Del exterior me llegaban los ruidos del equipo de mantenimiento, que comenzaba la limpieza diaria. Se adecentarían las terrazas, patios y paseos y los montones de arena negra se devolverían a la playa.

Me di una ducha y me vestí. Me dirigí al vestíbulo directamente y di comienzo al recorrido de los distintos ambientes del hotel con la esperanza de volver a ver a la pareja. Inspeccioné el restaurante, los dos bares, la terraza y el patio. Puede que estuvieran durmiendo la siesta o cenando en la habitación. Puede que hubieran ido al pueblo en taxi para comer allí lo que fuese. Cogí un taxi y fui a Viento Negro. El pueblo, a aquella hora, comenzaba a resucitar. El sol poniente despertaba brillos pasajeros en todos los cables telefónicos. El aire era denso por culpa del calor y estaba perfumado con el seco aroma del chaparral. La única aportación del golfo era el ligero olor azufrado procedente de los embarcaderos y peces destripados del puerto.

Vi una pequeña mesa vacía en una cafetería al aire libre que daba a un edificio a medio construir. Ni la piedra artificial rodeada de matojos ni los hierros oxidados consiguieron quitarme el hambre. Tomé asiento en una chirriante silla plegable de metal con un cucurucho de gambas cocidas, me entretuve pelándolas, mojándolas en salsa y comiéndomelas junto con los frijoles y el arroz que me habían servido envueltos en una blanda torta de maíz. De los altavoces de las paredes brotaba una música ruidosa, sin melodía y sin más ritmo que una sucesión de explosiones. La cerveza estaba prácticamente congelada; la comida, aunque de mala calidad, por lo menos era barata y llenaba el estómago.

Volví al hotel a las nueve menos veinticinco. Volví a inspeccionar el vestíbulo, el restaurante y los bares. Tampoco esta vez vi a Wendell ni a la mujer que había estado con él. No me parecía probable que viajase sirviéndose del apellido Jaffe, de manera que era absurdo preguntar en recepción. Abrigaba la esperanza de que no hubiera «levantado el campo». Anduve por el lugar durante una hora y al final tomé asiento en el sofá del vestíbulo que estaba junto a la puerta. Saqué la novela del bolso y estuve leyendo sin prestar atención hasta pasada la medianoche.

Al final desistí y volví a la habitación. Lo más probable era que reapareciesen por la mañana. Con un poco de suerte averiguaría el nombre que el individuo utilizaba en la actualidad. No estaba segura de lo que iba a hacer con tal información, pero estaba convencida de que a Mac le interesaría.

3

Me levanté a las seis de la mañana para correr por la playa. La mañana siguiente al día de mi llegada había hecho dos kilómetros de ida y otros dos de vuelta. Aquel día limité la carrera a trayectos de medio kilómetro para no perder de vista el hotel. No había perdido la esperanza de localizar a la pareja… en la terraza de la piscina o dando un paseo matutino por la playa. Era muy improbable, pero a pesar de todo me preocupaba la posibilidad de que se hubieran marchado durante la noche.

Después de correr subí a la habitación, me di una ducha rápida y me vestí. Puse una película en la cámara fotográfica, me la colgué del cuello y salí a la terraza del vestíbulo superior, donde servían ya el desayuno. Me senté cerca de la puerta y dejé la cámara en la silla de al lado. Sin quitar el ojo de las puertas del ascensor, pedí café, zumo y un tazón de cereales. Prolongué el desayuno todo lo que pude, pero ni Wendell ni la mujer hicieron acto de presencia. Extendí un cheque, cogí la cámara y bajé a la piscina. Ya había algunos huéspedes a la vista. Un grupito de jóvenes que oscilaban entre la niñez y la adolescencia jugaba a tirarse al agua a empujones y dos recién casados jugaban al ping-pong en el patio. Recorrí el hotel y volví al interior pasando por el bar del vestíbulo de la planta baja tras subir las escaleras. Mi nerviosismo iba en aumento.

De pronto la vi.

Estaba delante del ascensor con un par de periódicos en la mano. Al parecer no le habían contado que los ascensores del hotel funcionaban como les daba la gana. Aún no se había maquillado y llevaba el pelo negro revuelto y prácticamente sin peinar, como si acabara de levantarse. Calzaba sandalias de cuero de suela de goma y llevaba encima un albornoz playero sujeto a la cintura. Por debajo de las solapas de esta prenda entreví el azul marino de un traje de baño. Si iban a marcharse aquel día, no parecía muy lógico que vistiese como para ir a la piscina. Se me quedó mirando la cámara fotográfica, pero no me miró a los ojos.

Me puse detrás de ella con la vista clavada con fingida atención en el indicador luminoso que señalaba el ir y venir del ascensor entre el segundo piso y la planta baja. Se abrieron las puertas y salieron dos personas. Me rezagué con discreción para que entrase ella primero. Apretó el botón número tres y se volvió para mirarme con un signo de interrogación en los ojos.

– Perfecto -murmuré.

Me sonrió con superficialidad, pero sin intención de resultar simpática. Su rostro alargado parecía encogido y tenía unas ojeras que sugerían que no había dormido bien. Subimos en silencio y cuando se abrieron las puertas le hice un ademán de cortesía para indicarle que saliese ella primero.

Torció a la derecha y se dirigió a una habitación del extremo del pasillo, azotando las baldosas con las suelas de las sandalias. Me detuve fingiendo que buscaba las llaves en el bolsillo. Mi habitación estaba en el piso de abajo, pero la mujer no tenía por qué saberlo. No habría tenido que tomarme la molestia de fingir. Abrió la puerta de la habitación 312 y entró sin mirar atrás. Eran casi las diez y el carrito del servicio se encontraba a dos puertas de distancia. La puerta 316 estaba abierta, la habitación vacía, sin nadie que la ocupase.

Volví al ascensor y fui directamente a recepción, donde dije que quería cambiar de habitación. El empleado fue de lo más servicial seguramente porque el hotel estaba casi vacío. La habitación estaría lista al cabo de una hora, según dijo, pero acepté de buen grado la espera. Crucé el vestíbulo, fui a la tienda de regalos y compré el periódico de San Diego, que me empotré en la axila.

Subí a mi habitación, metí la ropa y la cámara fotográfica en el petate, recogí los artículos de aseo, los zapatos, la ropa interior sucia. Bajé al vestíbulo con el petate y me dispuse a esperar el momento de instalarme en la nueva habitación; no quería darle a Wendell la menor oportunidad de escapar. Cuando subí para ocupar la habitación 316 ya eran casi las once. Delante de la 312 había una bandeja de servicio con restos del desayuno. Inspeccioné las migas de tostada y las tazas de café. Les hacía falta fruta en la dieta diaria.