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– En efecto. Según todos los testimonios, venía manifestando los clásicos síntomas de la depresión: desánimo, anorexia, ansiedad, insomnio. El caso es que zarpó con el velero, escribió una carta a su mujer y saltó por la borda. En la carta decía que había pedido prestado todo el dinero que había podido para invertirlo en un negocio y que finalmente se había encontrado en un callejón sin salida. Debía a todo el mundo. Admitía que dejaba sin blanca a todo el mundo y que se sentía incapaz de afrontar las consecuencias. A todo esto, la mujer y los hijos no tenían dónde caerse muertos.

– ¿Qué edad tenían los hijos?

– El mayor, Michael, creo que tenía diecisiete. Brian tendría alrededor de doce. Dios mío, qué situación. La familia estuvo a punto de ir a parar al manicomio a causa del escándalo y más de un inversor se declaró en bancarrota. Al socio, Carl Eckert, lo metieron en la cárcel. Fue como si Jaffe hubiera decidido desaparecer momentos antes de que el castillo de naipes se derrumbara. El problema fue que no se encontró ninguna prueba concreta de su muerte. La mujer pidió a los tribunales que le asignaran un administrador que gestionase lo poco que el difunto había dejado. Las cuentas bancarias estaban a cero y la casa estaba hipotecada hasta los cimientos. Fue una lástima, a la viuda no le quedó ni un pañuelo para enjugarse las lágrimas. Hacía años que no trabajaba, desde el día en que se casó con Jaffe. De pronto se vio con dos hijos que mantener, sin un centavo en el banco y sin medios ni capacidad para hacer nada útil. Fue un golpe muy duro y eso que era una señora simpática. Desde entonces no se ha sabido nada en absoluto. Ni el menor rastro del muerto. Ni un mísero indicio.

– Pero ¿no estaba muerto? -dije, previendo el latiguillo final.

– A eso vamos -dijo Mac con cierto dejo de irritación. Me esforcé por contener las preguntas para dejarle que lo contara a su manera-. La duda acabó por plantearse. A la compañía de seguros no le hacía gracia soltar el dinero sin una partida de defunción. En particular porque al socio de Wendell lo acusaron de estafa y de robo. Por lo que sabemos, era un vivales que se dio a la fuga con la pasta para evitar el juicio. En público no hemos afirmado tanto porque tenemos que andarnos con pies de plomo. Dana Jaffe contrató a un detective privado para emprender la búsqueda, pero hasta el momento no se ha encontrado prueba alguna, ni en favor ni en contra -continuó Mac-. No se podía demostrar que estaba muerto, pero tampoco podía demostrarse que no lo estaba. Un año después del episodio la mujer solicitó que los tribunales declarasen muerto al marido y aportó como pruebas la carta y su depresión. También presentó declaraciones juradas y documentos semejantes, así como el testimonio del socio y de varios amigos. En aquel punto notificó a LFC que iba a reclamar lo que se le debía en calidad de única beneficiaría del marido. Emprendimos una investigación por nuestra cuenta, que hicimos a fondo. La llevó Bill Bargerman. ¿Te acuerdas de él?

– El nombre me suena, pero creo que no lo conozco personalmente.

– Seguramente estaba entonces en la sucursal de Pasadena. Un buen hombre. Ahora está jubilado. El caso es que hizo lo que pudo, pero no hubo manera de demostrar que Wendell Jaffe estuviese vivo. Nos las apañamos para que se pospusiera la presunción de fallecimiento; de manera temporal. En vista de los problemas económicos del individuo, adujimos con éxito que era improbable que Jaffe se presentara voluntariamente en caso de que estuviera vivo. El juez falló en favor nuestro, aunque comprendimos que podía anular la sentencia en cualquier momento. La mujer estaba hecha un basilisco, pero le bastaba con esperar. Siguió abonando las cuotas de la póliza y al cabo de cinco años volvió a recurrir a los tribunales.

– Creí que tenían que transcurrir siete años.

– Hace un año cambiaron las leyes. La Comisión de Reforma del Código Civil ha modernizado el procedimiento para la certificación oficial del estado de una persona desaparecida. Hace dos meses, la mujer recibió el fallo del tribunal superior y Wendell fue declarado oficialmente muerto. La compañía no tenía elección. Y pagamos.

– Ay, el vil metal -dije-. ¿Cuánto?

– Quinientos mil.

– No está mal -dije-, aunque puede que la mujer los mereciese. No puede negarse que tuvo paciencia.

La sonrisa de Mac no duró ni un segundo.

– Habría podido tener una poca más. Dick Mills, un antiguo empleado de LFC, me ha llamado hace poco. Dice que ha visto a Jaffe en México. En un pueblo llamado Viento Negro.

– No me digas. ¿Cuándo te llamó?

– Ayer -dijo Mac-. Dick fue quien contrató la póliza de Jaffe y tuvo que hacer un montón de gestiones por su culpa. El caso es que tuvo que ir a México, a un lugar perdido que se encuentra entre La Paz y San José del Cabo, en el extremo sur de la Baja California. Dice que vio a Wendell en el bar del hotel, tomando unas copas con una mujer.

– ¿Así de sencillo?

– Así de sencillo -repitió-. Dick estaba esperando el autobús del aeropuerto y entró en el bar a tomar algo hasta que apareciese el conductor. Wendell estaba en la terraza, a un metro de él, con un enrejado de por medio. Dice Dick que lo primero que reconoció fue la voz. Algo pastosa, baja y con acento del sur de Texas. Primero hablaba en inglés, pero cuando se acercó el camarero se puso a hablar en español.

– ¿Vio a Dick?

– Parece ser que no. Según Dick fue la mayor sorpresa de su vida. Se quedó tan petrificado que estuvo a punto de perder el autobús. En cuanto llegó a su casa, cogió el teléfono y me llamó.

El corazón había empezado a latirme más deprisa. Ponedme en bandeja una oferta interesante y se me acelerará el pulso.

– ¿Y qué vais a hacer?

Mac dio un golpecito al cigarrillo y le cayó una mota de ceniza en el dobladillo de los pantalones.

– Quiero que te pongas en camino cuanto antes. Supongo que tienes el pasaporte en regla.

– Sí, claro, pero ¿y Gordon Titus? ¿Está al tanto del asunto?

– Deja que yo me encargue de Titus. El caso Wendell es una espina que tengo clavada desde que ocurrió. Quiero arreglarlo antes de abandonar LFC. Medio millón de dólares no es una cantidad irrisoria. Sería como el broche final de mis servicios a la empresa.

– Si es cierto lo que crees -dije.

– Dick Mills no ha cometido una equivocación en toda su vida. ¿Aceptas?

– Antes tengo que comprobar si puedo ausentarme del bufete. Dentro de una hora te llamaré para darte la respuesta.

– Como quieras. -Mac miró su reloj, se levantó y me puso un paquete en la esquina de la mesa-. No me demoraría más de lo que me has dicho si estuviese en tu pellejo. A la una tienes reservado un vuelo a Los Angeles. Cogerás el avión de México a las cinco. Los pasajes y la descripción de la ruta están en el paquete -dijo.

Me eché a reír. La Fidelidad de California y yo volvíamos a trabajar juntos.

2

Después de aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Los Angeles tuve que esperar tres horas hasta que el avión de San José del Cabo despegara. Mac me había entregado una carpeta llena de artículos de prensa sobre la desaparición de Jaffe y sus efectos. Me instalé en una cafetería del aeropuerto y me puse a hojear los recortes para ponerme al corriente mientras me tomaba una margarita. Y para empaparme del espíritu de la situación. Tenía a los pies un petate hecho a toda prisa donde llevaba la cámara de 35 milímetros, los prismáticos y una videocámara portátil que me habían regalado al cumplir los treinta y cuatro años. Me gustaba la naturaleza improvisada de aquel viaje y notaba ya el aguzamiento de los sentidos que todo desplazamiento genera. Mi amiga Vera y yo nos habíamos matriculado en un cursillo de iniciación al español que impartían en el centro municipal de enseñanza para adultos de Santa Teresa. Hasta el momento no habíamos pasado del presente de indicativo ni de frases breves que no servían para nada; a no ser que a los gatos negros les diera por vivir en los árboles; en cuyo caso, Vera y yo estábamos convenientemente preparadas para entrar en acción y ser útiles a la comunidad. ¿Hay muchos gatos negros en los árboles? Sí, hay muchos gatos. El viaje, por nulos que fueran los resultados, me permitiría al menos practicar mis dotes políglotas.