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Veía agitarse sus brazos y gracias al movimiento se mantenía casi en la superficie.

– No sé nada del dinero. Por eso me eché a reír cuando me lo contaste.

– Ha desaparecido. Alguien se lo ha llevado.

– ¿Y a mí qué me importa, Kinsey? Wendell me enseñó muchas cosas. Detesto pronunciar frases hechas en estos momentos, pero con dinero no se compra la felicidad.

– Sí, bueno, pero te permite alquilarla durante una temporada.

No se molestó en reírme el chiste ni siquiera por educación. Era evidente que empezaban a faltarle las fuerzas, pero no tanto como a mí.

– ¿Qué pasa cuando no puedes seguir nadando? -pregunté.

– He hecho averiguaciones al respecto. Ahogarse no es la peor forma de morir. Al principio hay un momento de pánico, pero después te sobreviene la euforia y te abandonas. Es como dormirse, sólo que con sensaciones agradables. Es por la falta de oxígeno. La palabra exacta es asfixia.

– No me fío de los testimonios -dije-. Proceden de gente que no ha muerto en realidad y en ese caso, ¿qué diantres sabe nadie? Además, no estoy preparada. Demasiados pecados sobre mi conciencia.

– No malgastes las fuerzas entonces. Yo quiero continuar -dijo y se alejó con la rapidez de un pez. Yo apenas podía moverme. El agua parecía un poco más caliente, pero el fenómeno no dejaba de preocuparme. ¿Sería la primera etapa, la ilusión preliminar que precede al brote alucinatorio completo? Seguí nadando tras ella. Renata era más resistente que yo. Practiqué todos los estilos que sabía, tratando de que no aumentara la distancia. Conté durante unos minutos. Uno, dos, inhalar. Uno, dos, exhalar.

– Renata, por el amor de Dios, vamos a descansar. -Me detuve deshecha y me puse de espaldas, mirando al cielo. Las nubes parecían más claras que la noche a nuestro alrededor. Casi como una concesión, redujo la velocidad otra vez y se mantuvo a flote en vertical moviendo sólo las piernas. En medio de la oscuridad, las olas eran una invitación inmisericorde. El frío inmovilizaba hasta los pensamientos-. Vuelve conmigo, por favor -dije. El pecho me ardía. A pesar de los jadeos, no me entraba suficiente aire en los pulmones-. No quiero morir, Renata.

– Eso es asunto tuyo.

Y se alejó nadando.

La voluntad me flaqueó en aquel punto. Los brazos me pesaban como el plomo. Pensé en alcanzarla, pero en realidad estaba a punto de desmayarme. Estaba helada y muerta de cansancio. Los brazos no podía ya ni moverlos y me quemaban de punta a punta a causa del agotamiento. Ni podía respirar siquiera. La coordinación me fallaba y cada vez que quería respirar, tragaba agua. Puede que en realidad estuviese llorando. No habría sabido decirlo. Me puse en posición vertical moviendo las piernas durante unos momentos. Me sentía como si hubiera estado nadando desde el origen del tiempo, pero cuando me volví a mirar las luces de la orilla, advertí que habíamos recorrido unos ochocientos metros nada más. Era incapaz de imaginar lo que sería nadar hasta el agotamiento definitivo, en la oscuridad, en el agua negra, hasta desfallecer. No podía salvarla. No había manera de darle alcance. Además, ¿qué haría si la alcanzaba? ¿Forcejear con ella hasta reducirla? No era probable. No practicaba tácticas de salvamento desde la época del bachillerato. Renata estaba decidida. Poco le importaría arrastrarme consigo hasta el fondo. Cuando una persona se mete la idea de morir entre ceja y ceja, no siempre sabe dar marcha atrás. Por lo menos me había enterado de lo que le había sucedido a Wendell y sabía también lo que le iba a suceder a ella. Tenía que detenerme. Me mantuve en posición vertical, agitando las piernas y ahorrando energía. No podía más. Ni siquiera tenía fuerzas para dedicarle a Renata una frase profunda o piadosa. No es que fuera a escucharme. Había elegido su camino, al igual que yo había elegido el mío. La oí nadar durante unos momentos y el chapoteo se perdió en la noche. Descansé un rato, me di la vuelta y me puse a nadar hacia la orilla.

Epílogo

El cadáver de Wendell Jaffe salió a la superficie nueve días después y las olas lo arrastraron hasta la playa de Perdido, envuelto totalmente en algas. El doble efecto conjunto de las mareas y el oleaje de las tormentas lo había liberado del fondo del mar y arrastrado hasta la orilla. Creo que el pariente al que más le afectó fue a Michael. Brian tenía demasiados problemas personales para pensar en otra cosa, pero por lo menos experimentó el consuelo de saber que su padre no le había abandonado por voluntad propia. Los problemas económicos de Dana se solucionaron gracias a la contundente prueba de la defunción de Wendell. Los problemas de Michael, en cambio, quedaron sin resolver.

En cuanto a mí, tras haber costado medio millón de dólares a La Fidelidad de California, opté por asumir que la compañía no volvería a encargarme ningún trabajo, al menos por el momento. La historia habría podido acabar aquí, pero en los meses siguientes comenzaron a aflorar ciertos hechos. El cadáver de Renata no apareció. Por pura casualidad, cuando se tasaron sus propiedades me enteré de que el barco y la casa estaban hipotecados hasta la quilla y los cimientos; y de que todas sus cuentas bancarias estaban en números rojos. Aquello me molestó. Sin darme cuenta me puse a pensar en el pasado como si fuera un nudo diminuto en una cuerda.

He aquí lo que se me ocurre cuando me despierto en plena noche. Creo que nadie sabe con exactitud lo que le sucedió a Dean DeWitt Huff. Renata contaba que había muerto en España de un ataque al corazón, pero ¿lo ha comprobado alguien hasta ahora? ¿Y el marido anterior? ¿Qué fue de él? He contado y recontado todo lo anterior como si se tratara de la historia de Wendell Jaffe, pero ¿quién me asegura que no es la historia de Renata? Los millones desaparecidos no se recuperaron. ¿Y si Renata sabía lo del dinero y fue ella quien convenció a Wendell de que volviera? ¿Y si tenía un bote anclado en alta mar? Si hubiera querido ahogarse, habría podido hacerlo en el entrante de mar que tenía detrás de la casa. Cuando una persona quiere suicidarse, ¿recorre cincuenta kilómetros para hacerlo? Sí, si busca un testigo digno de confianza: yo, por ejemplo. Después de informar a la policía, el caso se consideró cerrado. Pero ¿lo está realmente?

Hasta entonces no había creído que el crimen perfecto fuera posible. Ahora no estoy tan segura. Renata me dijo que Wendell le había enseñado muchas cosas, pero no me explicó cuáles. Comprendedme, por favor: yo no lo sé todo. Me limito a formular preguntas. Y Dios sabe que a propósito de mi propia vida aún tengo preguntas que responder.

Atentamente,

Kinsey Millhone

Sue Grafton

Sue Grafton nació en Louisville, Kentucky, en 1940. Es licenciada en literatura inglesa y ha trabajado en Hollywood como guionista de televisión. En 1982 creó el personaje de la detective Kinsey Millhone, según confiesa ella misma, para desquitarse de los disgustos causados por su divorcio. En cualquier caso, para satisfacción de sus miles de lectores, así nació su extraordinario Alfabeto del Crimen, la serie de novelas policiacas protagonizadas por Kinsey Millhone y publicados por Tusquets Editores: A de adulterio, B de bestias, C de cadáver, D de deuda, E de evidencia, F de fugitivo, G de guardaespaldas, H de homicidio, I de inocente, J de juicio, K de Kinsey, L de ley (o fuera de ella), M de maldad, N de nudo, O de odio, P de peligro, Q de quién, R de rebelde y S de silencio (Andanzas 111 A-S, y Fábula 3A-3G, 3P y 3Q). Varios de estos títulos han obtenido premios tan importantes como el Mysterious Stranger Award, el Shamus Award, el Anthony Award, y, en 2004, el Premio Ross Macdonald. En las diecinueve novelas que de la serie policiaca el Alfabeto del Crimen, Grafton ha explorado sin cesar nuevos territorios, nuevas técnicas narrativas, nuevos personajes, con resultados siempre fascinantes y sorprendentes. Y T de trampa, su caso número veinte, no es una excepción.

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