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– Quizá yo pueda ayudaros en eso.

Menos de seis horas.

Wyatt notó que empezaba a sudar. Aquel lugar, estuviera donde estuviese, era húmedo y frío, pero pese a todo gotas de sudor mojaban su frente y sus sienes y corrían por entre su pelo.

Intentaba no mirar el reloj, pero éste estaba colocado de tal modo que casi se veía obligado a mirarlo.

Cinco horas y media.

Cinco malditas horas y media.

Aquellos segundos rojos seguían descendiendo inexorablemente. Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete… Y luego, cuando llegaban a cero, ver pasar y consumirse un minuto y el siguiente con inexorable indiferencia: cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete…

«¡Es mi puta vida!», quería gritarle Wyatt. Sabía que era irracional ver el reloj como algo vivo que le observaba y que medía caballerosamente el tiempo que le quedaba, pero no podía evitar sentirse así.

Desesperación, eso era lo que sentía. Un terror profundo y corrosivo.

Se preguntaba de pronto si debía dejar de intentar sofocar aquel miedo enfermizo, de retenerlo dentro de sí. ¿Debía dejarlo salir, liberarlo? ¿Gritar su miedo y al diablo con su estúpido orgullo? Porque si de veras Luke podía sentir el temor…

Apretó los dientes y masculló una maldición. No podía hacerlo. Al menos, deliberadamente. Entregarse al miedo iba contra su naturaleza. Si cedía a él, el cabrón que le estaba haciendo aquello vencería.

Miró la reluciente guillotina y una vez más intentó aflojar las amarras que sujetaban sus muñecas desolladas.

– No estoy segura -dijo Caitlin-. Quiero decir que, incluso asumiendo que esa nota sea de verdad de Lindsay, el hecho de que ésta sea la única zona del mapa que me resulta familiar no significa nada. En serio. -Había recurrido, inquieta, a aquella misma excusa dos veces desde que habían salido de la comisaría.

– De todos modos íbamos a rastrear esta zona -le dijo Lucas-. Y seguramente tus corazonadas son tan buenas o mejores que las nuestras.

– Pero yo nunca he vivido por aquí. Es sólo que a Lindsay le gustaba más mandar una tarjeta con una nota, o escribir una carta, que llamar por teléfono. Y me hablaba de esta zona, del campo. Una vez mencionó que había ido de excursión cerca del arroyo Six Point, y el nombre me chocó tanto que lo retuve en la memoria. Nada más.

– Puede que sea eso lo que Lindsay quería que recordaras -dijo Samantha.

– Entonces, ¿por qué no escribió simplemente: «Wyatt está en el arroyo Six Point»?

– Nunca lo hacen -murmuró Lucas.

– Puede que el universo no se lo permita -sugirió Samantha-. Demasiada ayuda del más allá nos pondría las cosas demasiado fáciles.

– ¿Y por qué demonios no pueden ser fáciles? -preguntó Caitlin.

Samantha sonrió.

– Eso tendrías que preguntárselo al universo. Lo único que sé es que mis visiones tienden a complicar mi vida, más que a simplificarla. Después de un tiempo, te acostumbras.

Glen, que se aferraba con decisión a lo normal antes que a lo paranormal, dijo:

– Sabemos que en ese arroyo hay un molino abandonado que no se usa desde hace siglos, pero la última vez que estuve de excursión por allí parecía en bastante buen estado. Hay un sótano muy grande cortado en el granito, apartado del arroyo, donde la gente que vivía en esa zona solía guardar la comida. Era una especie de almacén comunitario. A la gente de allá arriba no le iban muy bien las cosas.

– En todo caso -dijo Lucas-, todas esas características podrían hacer de ese molino un lugar idóneo para alguien que necesitara un sitio apartado, intimidad y un espacio cerrado y prácticamente insonorizado en el que retener a alguien, aunque no estuviera en nuestra lista. Así que vamos a inspeccionarlo.

– Un ayudante del sheriff, un federal y dos civiles -dijo Samantha con sorna-. Esto le encantaría a la prensa.

– Con un poco de suerte, no se enterarán -dijo Lucas-. Se les dijo con toda claridad que se quedaran en el departamento del sheriff, y dos ayudantes del sheriff se aseguraron de que no se movieran de allí mientras los demás nos íbamos. No necesitamos que los periodistas vengan pisándonos los talones, sobre todo en un terreno como éste.

– Sí, es un terreno muy agreste -dijo Glen, que aferraba con fuerza el volante del todoterreno mientras el vehículo cruzaba entre zarandeos un tramo de camino cuya tierra había arrastrado el agua-. No olvidéis que aquí se han escondido durante muchos años fugitivos federales.

– Imagino que nuestro asesino lo tuvo en cuenta cuando escogió Golden -dijo Luke-. Ésta es la zona perfecta para él, con un montón de zonas aisladas, muchas con asentamientos abandonados, cabañas y establos derruidos, y hasta unas cuantas minas cegadas. Hay montones de escondites a los nos costaría un gran esfuerzo llegar. Lo tenía todo muy bien planeado, desde luego. Y no tiene ninguna duda de que conseguirá todo lo que se proponga.

Desde el asiento de atrás, junto a Samantha, Caitlin dijo:

– ¿Y qué ha conseguido, aparte de matar gente?

– A su modo de ver, está ganando la partida -le dijo Luke-. Cada víctima a la que no pudimos salvar le ha demostrado que es más listo que nosotros.

– Maldito cabrón -masculló ella.

– Mentes rotas -dijo Samantha-. Me preguntó qué rompió la suya. Si no nació así, claro. Luke, ¿sacaste alguna otra conclusión de esa nota que te mandó esta mañana?

– Siente que domina por completo la situación, en eso tenías razón -contestó Lucas-. Su confianza en sí mismo roza la chulería, es incluso una especie de enajenación. Es como si… como si estuviera llegando al final de un largo camino y sintiera que puede empezar a relajarse. Ese comentario acerca de que sólo había una regla, y esa frase, «Adivina cuál es», suenan casi juguetonas.

Samantha se quedó callada un momento. Luego dijo:

– ¿Por qué ha secuestrado al sheriff?

– Para subir la apuesta, quizá.

– ¿Secuestrar a un oficial de las fuerzas del orden delante de las narices de todo el mundo? -Samantha frunció el ceño-. Pero eso ya lo hizo con Lindsay. ¿Por qué repetirse, ahora que tú ya sabes que es un juego, una competición? ¿Crees que haría eso?

Lucas se volvió en el asiento para mirarla.

– No, no lo haría.

– De acuerdo. Entonces, ¿por qué secuestrar al sheriff? Si no se está repitiendo, tiene que haber otra razón. Algo personal, quizá.

– No lo sé.

Samantha dijo con portentosa cortesía:

– Éste es el punto en el que debes recurrir a tus otras facultades.

– Volver a pincharme no te servirá de nada, Sam.

– ¿Tú crees?

– ¿Tú también eres vidente? -le preguntó Caitlin a Lucas con cierta sorpresa.

– A veces -le dijo Samantha-. Cuando se deja serlo. Es algo relacionado con el autocontrol. Ya sabes cómo son esas cosas.

– Corta el rollo, Samantha.

– Eso significa que se está cabreando conmigo. Sólo usa mi nombre completo cuando hago que se enfade.

Lucas no hizo caso, miró su reloj y dijo:

– Nos quedan menos de cuatro horas. Glen, ¿hay un camino más corto?

– Sólo si eres un pájaro. Los que vamos por tierra tenemos que seguir esta carretera de mala muerte, que lleva a un camino de leñadores todavía peor. Tardaremos todavía una hora, fácilmente.

Caitlin dijo, desesperada:

– Pero ¿y si me equivoco? Antes de que yo apareciera, habías decidido buscar en otra zona, ¿verdad? ¿En un sitio que ya estaba en vuestra lista?

Todavía girado en el asiento para verla, Lucas contestó:

– No me había decidido, Caitlin. Pero, como te decía, tu corazonada es posiblemente tan buena como la de cualquiera, y ese molino del arroyo parece un lugar probable.