Encajado bajo el respaldo había un bulto de tela doblada y atada con una cuerda; cuando Lucas tiró de él y lo desató, aparecieron dos cuchillos afilados como navajas de barbero.
Pasado un momento, Lucas usó una esquina de la tela para sujetar uno de los cuchillos y lo encajó limpiamente en uno de los soportes. Con la punta hacia dentro.
– Las víctimas que murieron desangradas -murmuró-. Las ataba a la silla con alguna sujeción para impedir que movieran la cabeza hacia delante y colocaba los cuchillos de tal modo que tocaran muy ligeramente las yugulares. Tarde o temprano, la víctima se quedaba sin fuerzas y su cabeza caía hacia un lado o el otro. Y se degollaba a sí misma.
– Yo a esto lo llamo una prueba -dijo Wyatt con acritud-. Este maldito trasto todavía tiene manchas de sangre.
Lucas se dio la vuelta. De pronto se sentía enfermo.
– Supongo que esto es lo que le pasa a un hombre al que le arrebatan a su esposa y a su hija.
– No -dijo Wyatt con firmeza-, es lo que le pasa a un hombre que tiene desde siempre un carácter retorcido. El dolor no crea monstruos, Luke, los dos lo sabemos. Al menos, el dolor por sí solo.
Lucas lo sabía, pero ello no hacía que le fuera más fácil asumir lo ocurrido.
Jaylene se acercó a ellos rápidamente, con el ceño fruncido.
– Luke, Quentin acaba de llamar. Está en el departamento del sheriff. Fue a buscar a Sam. Por lo visto, Galen y él llevaban algún tiempo vigilándola. Pero se entretuvieron en la feria porque estaba pasando algo raro y cuando Quentin llegó a jefatura… Luke, Sam ha desaparecido.
Lucas la miró con fijeza. Todo dentro de él parecía haberse helado de pronto.
– Alguien avisó a Gilbert -murmuró-. Alguien le dijo que veníamos. Otra persona. Dios mío. Eso es lo que quería decir. No he sido yo quien ha hecho el último movimiento. Ha sido él.
Mientras luchaba por salir de su sopor, Samantha tuvo un recuerdo confuso del que no estaba segura de poder fiarse. Entre el dolor de cabeza, el aturdimiento y las náuseas, sólo había deseado tumbarse en el sofá de la sala de descanso, con los ojos cerrados, todo el tiempo que fuera posible. Supuso que se había quedado dormida, aunque guardaba el vago e inquietante recuerdo de que por un tiempo algo le había tapado la nariz y la boca, impidiéndole respirar.
Se sentía ahora aún más mareada, la cabeza seguía estallándole y le resultaba extrañamente difícil abrir los párpados. Le costó varios intentos abrirlos y, entre tanto, se preguntó, irritada, a qué obedecía aquel sonido, aquella especie de siseo.
Al principio, no comprendió lo que veía.
¿Madera?
Madera encima de ella, a no más de diez o doce centímetros de su cara. ¿Qué demonios…?
Entonces una fría certeza se insinuó en su mente, y oyó cómo se cortaba su respiración.
Levantó lentamente la mano y empujó la madera.
Nada.
No cedía más que una fracción de centímetro.
Empujó más fuerte. La desesperación le prestaba fuerzas, pero la gruesa madera se negaba a ceder.
Levantó la cabeza todo lo que pudo y se miró los pies. Había colocada allí una linterna de pila que daba luz suficiente para que viera.
Para que viera la bombona de oxígeno que descansaba junto a ella y siseaba suavemente, vaciándose poco a poco.
Para que viera las dimensiones de la caja en la que yacía.
Para que comprendiera que era su ataúd.
Mientras un gélido terror la embargaba y el pánico buscaba un asidero en su psique, recordó su visión, recordó haber visto a Gilbert decir algo en el último momento, algo que ella no había podido oír.
De pronto creía saber qué había dicho.
«Jaque mate.»
Incluso al abatirle la policía, Andrew Gilbert creía estar seguro de haber ganado la partida. Porque la jugada final era suya. Lo había logrado de algún modo.
La había enterrado viva.
Asfixia.
Lucas no podía dejar de pensar en eso. Había sido el otro método preferido de Gilbert para matar a distancia. Y la propia Samantha había dicho que el modo más sencillo de asfixiar a una persona gradualmente era enterrarla viva.
«Dios mío, Sam…»
Jaylene y Wyatt estaban supervisando el registro urgente de la casa y el establo, con la esperanza de encontrar algo que les pusiera tras la pista de Samantha.
En la jefatura de policía, Quentin y Galen intentaban lo mismo, hacían preguntas y se esforzaban por descubrir alguna información, por ínfima que fuera, acompañados por los ayudantes del sheriff que habían regresado ya.
Lucas estaba fuera del establo y apenas era consciente de que la gente se apresuraba a su alrededor con obstinada eficacia. Miraba hacia el otro extremo del valle sin ver nada y el frío que sentía en la boca del estómago se iba difundiendo hacia fuera, hasta que incluso sintió los dedos helados.
– Luke…
No quería mirar el rostro de Jaylene, no quería oír lo que sabía que iba a decirle.
– Luke…
Wyatt se reunió con ellos con expresión amarga.
– Falta uno de mis ayudantes más jóvenes. Caitlin dice que le vio ir hacia la sala de descanso donde Sam se había echado y que no le vio salir después. Se ha llevado un coche patrulla, pero no contesta por radio.
– Gilbert no habría tenido un socio -murmuró Lucas-. No habría confiado en un compañero. Estoy seguro.
– Sí, bueno, el caso es -dijo Wyatt con mayor acritud aún- que, siguiendo una corazonada, uno de vuestros compañeros acaba de comprobar las huellas dactilares de ese ayudante que teníamos en el archivo. Se hacía llamar Brady Miller y no tenía bajo ese nombre ningún antecedente delictivo. Pero ése no es su nombre. Resulta que se llama Brady Gilbert. Es el hijo de Andrew Gilbert.
– ¿Por qué estaban registradas sus huellas dactilares? -preguntó Jaylene.
– Por pequeños hurtos, en Los Ángeles -le dijo Wyatt-. Hace un par de años. Era lo bastante mayor para eludir el correccional, pero por poco, y sólo recibió un tirón de orejas gracias al dinero de papá. Después no volvió a saberse de él. Hasta hoy. Supongo que el dinero de papá también pagó su cambio de nombre y la limpieza de su historial.
Jaylene miró a su compañero.
– En su hijo sí habría confiado, ¿verdad, Luke? Para hacer lo que él no podía.
– Quizá -dijo Lucas, que sentía cada vez más frío. Una parte de él había esperado contra todo pronóstico que Sam se hubiera ido simplemente de la comisaría, quizá para regresar al motel o a la feria. Había esperado que fuera simplemente imposible que Gilbert le pusiera las manos encima. Y no había sido así.
Pero… Gilbert disfrutaba matando por control remoto.
Habría visto a su hijo como una extensión de sí mismo, sobre todo si se sentía seguro del dominio que ejercía sobre él. De modo que, una vez comprobado aquello, todo cobraba sentido.
Y, con el departamento del sheriff casi desierto, ¿hasta qué punto le habría resultado difícil a un ayudante incapacitar a una Samantha ya de por sí frágil, quizá con cloroformo, bajarla al garaje y escapar con ella?
La caja ya estaría preparada y lista para lo que Gilbert y su hijo esperaban: la ocasión de secuestrar a Sam. Lo único que tenía que hacer el hijo de Gilbert era meterla dentro, cubrir la caja con tierra y marcharse.
Dejándola sola allí. Enterrada viva.
– Tengo una orden de busca y captura contra Brady -decía Wyatt-. Y tu jefe ha lanzado también una orden federal, sobre la base de que está indudablemente implicado en los secuestros.
Lucas se oyó preguntar:
– La muerte de Gilbert… ¿se ha hecho pública ya?
Wyatt lanzó una maldición y dijo:
– La radio policial difundió la noticia de que le teníamos. Lo siento mucho, Luke… pero, si Brady estaba todavía en el coche patrulla, lo sabe ya.