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– Muchas cosas. -dijo Antonio-. Ahora ven a caminar y te diremos.

Cuando dejamos el jardín y entramos en el bosque, Antonio dijo:

– Yo apuesto a que es Daniel.

– ¿Daniel? -Peter frunció el entrecejo-. ¿De dónde sacas eso?

Antonio alzó la mano y empezó a enumerar las razones.

– Uno, era de la Jauría y sabe lo peligroso que es matar así en nuestro territorio, que no podemos y no nos iremos del lugar. Dos, odia a Clay. Tres, odia a Jeremy. Cuatro, nos odia a todos. Con excepción de a nuestra querida Elena que, convenientemente, estaba fuera de Stonehaven y no se vería afectada, cosa que estoy seguro de que Daniel sabía. Cinco, realmente odia a Clay. Seis -ah, un momento, la otra mano- seis, es un hijo de puta canibal asesino. Siete, ¿dije ya que eligió hacerlo cuando Elena no estaba por aquí? Ocho, Elena podría estar buscando nueva pareja y él podría llamar su atención. Nueve, de veras, de veras, DE VERAS, odia a Clay. Diez, juró vengarse de toda la Jauría, en particular de aquellos miembros que viven actualmente en Stonehaven. Se me acabaron los dedos, amiguito. ¿Cuántos motivos más necesitas?

– ¿Qué tal alguno que tenga que ver con la estupidez suicida? No te ofendas, Tonio pero creo que te imaginas a Daniel metido en esto porque es lo que deseas. Es fácil echarle la culpa y querer voltearlo. Y no es que no me gustaría ser quien lo voltee. Pero si se abren las apuestas, pequeñas, por favor; no tengo tanto capital como tú, yo lo haría por Zachary Cain. Estúpido, bruto. Seguro que se despertó una mañana y pensó: "Ey, ¿por qué no mato a alguna chica en el territorio de la Jauría para divertirme?” Probablemente se preguntó por qué no lo había pensado antes. Porque es estúpido, estúpido.

– Puede ser alguien más insignificante -dije-. Uno de los que odian verse lejos del centro de la cuestión. ¿Algún callejero anduvo haciendo líos últimamente?

– Cosas chicas -dijo Antonio-. Ninguno de las ligas menores anduvo haciendo jugadas grandes. De los cuatro grandes, Daniel, Cain y Jimmy Koenig han estado tranquilos. Karl Marsten mató a un callejero en Miami el invierno pasado, pero no creo que eso lo haya provocado él. No es su modus operandii, a menos que además de matar humanos ahora le guste comerlos. No es probable.

– ¿A quién mató? -pregunté.

– A Ethan Ritter -dijo Peter--. Disputa por una zona. Matanza limpia. Desapareció por completo. Cosa típica de Marsten. Sólo lo supimos porque pasó por Florida en la primavera con una banda. Marsten me encontró, me invitó a cenar, me dijo que había liquidado a Ritter así que podías quitarlo de tus archivos. Tuvimos una linda charla, la cena costó una suma astronómica y él pagó en efectivo. Preguntó si habíamos sabido de ti y envió saludos.

– Me sorprende que no envíe tarjetas de Navidad -dijo Antonio-. Me las imagino. De buen gusto, las mejores que pueda robar. Pequeñas notas de saludo con caligrafía perfecta. "Felices fiestas. Espero que todos estén bien. Hice trizas a Ethan Ritter en Miami y esparcí sus restos en el Atlántico. Mis mejores augurios para el año nuevo. Karl".

Peter rió.

– Ese tipo nunca decidió de qué lado del cerco estaba.

– Sí que lo decidió -dije-. Y ése es el motivo por el que nos invita a cenar y nos pone al día con sus matanzas de callejeros. Espera que olvidemos de qué lado del cerco está.

– Cosa poco probable -dijo Antonio-. Un callejero es un callejero y Karl Marsten es claramente un callejero. Y peligroso. Asentí.

– Pero como tú dijiste no es probable que ande comiendo humanos en Bear Valley~ Yo le tengo tanta antipatía como tú, pero realmente me gusta la idea de que sea Daniel. ¿Sabemos dónde está?

Hubo un instante de silencio. Y luego más. Mucho más silencio.

– Nadie lo ha estado vigilando -dijo Peter por fin.

– No es grave -dijo Antonio con una sonrisa, y me alzó y me lanzó por los aires. Olvidemos la Jauría. Dinos en qué andas. Te extrañarnos.

Pero el asunto era grave. Yo sabía por qué bromeaban. Porque era mi culpa. El seguimiento de los callejeros era mi tarea. Si le hubiese dicho a Jeremy el año pasado que iba a dejar la Jauría, hubiera buscado a otro que lo hiciera. Si hubiese llamado en cualquier momento para decir que no volvía, también hubiera buscado a otro. Pero yo me fui dejando la puerta abierta para volver. Como siempre. Ya me había escapado antes de Stonehaven, para escaparme de Clay, Juego de una pelea, en busca de un descanso reparador. Pasaban días y hasta semanas, pero volvía. Esta vez, las semanas se volvieron meses, luego un año. Pensé que se habrían dado cuenta, que entenderían que no iba a volver, pero quizá no, quizá seguían esperando, como Clay, que me esperó todo el día en el portón de la entrada, confiando en que volvería porque siempre lo hacía y porque no había dicho que no lo iba a hacer. Me pregunté cuánto habrían esperado.

Luego de la cena, cuando me dirigía a mi cuarto para ponerme ropa más abrigada, de pronto Nicholas salió del cuarto de Clay, me tomó de la cintura y me arrastró al interior. El cuarto de Clay era opuesto al mío, tanto en ubicación como en decorado. Estaba pintado de blanco y negro. La alfombra era blanca. Jeremy había pintado las paredes de blanco, con figuras geométricas negras. La cama de Clay era de bronce y enorme y estaba cubierta con un cobertor negro y blanco, que tenía bordados los símbolos de alguna oscura religión.

A lo largo de la pared oeste había un sistema de entretenimiento de lo último, con el único equipo de estéreo, de video y de televisión de la casa. La otra pared estaba cubierta de fotos y dibujos de mí, montaje que me recordaba los «altares" que se encuentran en las casas de psicópatas obsesionados, lo que, pensándolo bien, no era tan mala descripción de Clay.

Nick me arrojó sobre la cama y saltó sobre mí, sacándome la camisa de los jeans para hacerme cosquillas en la panza. Sonrió sugestivo, con los dientes blancos brillando bajo su bigote oscuro.

– ¿Te entusiasma lo de esta noche? -preguntó subiendo los dedos desde mi ombligo hacia arriba. Lo palmeé la mano y la bajó nuevamente a mi estómago.

– No se supone que nos vayamos a divertir -dije-. Es una cuestión seria y requiere una actitud seria.

Del baño llegó una risotada. Salió Clay, secándose las manos con una toalla.

– Casi lo dices seria, cariño. Estoy impresionado.

Levanté los ojos exasperada y no dije nada.

Clay se dejó caer junto a mí, haciendo crujir los resortes del colchón.

– Vamos, admítelo. Te gusta.

Me encogí de hombros.

– Mentirosa. ¿Cuántas veces podemos correr por la ciudad? Un pichicho cazador oficialmente sancionado.

A Clay le brillaron los ojos. Extendió la mano para acariciar la parte interior de mi antebrazo y yo me estremecí. Sentí una sensación de nervios en mi estómago. Girando la cabeza, Clay miró el atardecer por la ventana. Me hizo cosquillas en el lado interior del codo. Mi mirada recorrió su rostro, su quijada, los tendones de su cuello, la sombra de su barba y la curva de sus labios. Sentí un calor en el estómago que se irradió hacia abajo. Giró para mirarme. Tenía las pupilas dilatadas y podía oler su excitación. Rió con risa ronca, se inclinó hacia mí y susurró esas cinco pequeñas palabras.

– Es hora de cazar, cariño.

CACERIA

Bear Vailey era un pueblo de obreros, con una población de ocho mil almas que nació con la industrialización y tuvo su máximo esplendor en los años cuarenta y cincuenta. Pero tres recesiones y los despidos en las fábricas habían tenido su efecto. Quedaba una fábrica de tractores al este y una planta papelera al norte, y la mayoría de la gente trabajaba en alguna de las dos. Era un pueblo que se enorgullecía de sus valores familiares, en un ambiente en el que la gente trabajaba duro, jugaba duro y llenaba el estadio de béisbol, por más que el equipo de segunda división local estuviera en el primer puesto o en el último. En Bear Valley, los bares cerraban a medianoche los días de semana, la subasta anual (de la Asociación de Padres y Docentes era un evento social importante y el control de armas significaba que no se permitía a los chicos tirar con nada que superara el calibre veinte. A la noche, mujeres jóvenes cruzaban las calles de Bear Valley temiendo un poco más que a los maullidos, el chistido de unos tipos que merodeaban por el vecindario. Ellas no querían ser asesinadas por extraños, y mucho menos querían ser arrastradas, masacradas y devoradas por perros locos.