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Nos separamos. Antonio y Peter se dirigieron al lado oeste del pueblo donde estaba el único edificio de departamentos de Bear Valley y dos hoteles. Lo que significaba que tenían el mejor sector, ya que era más probable que el callejero se encontrara allí; pero el problema era que Jeremy decidió que debían mantenerse en forma humana, dado que no podrían andar por el complejo de departamentos como lobos.

Clay, Nicholas y yo debíamos recorrer el este, donde podríamos encontrar al callejero en una casa o un cuarto alquilado. Llevamos mi auto, un viejo Camaro, que estaba en Stonehaven. Manejaba Clay. En realidad fue mi culpa: me desafió a correr hasta el garaje. Mi ego aceptó y mis pies perdieron. Llegamos a la ciudad poco después de las nueve y media. Clay me dejó detrás de una clínica médica que cerraba a las cinco. Me Cambié entre dos depósitos de basura que hedían a desinfectante.

Cambiar de forma al igual que cualquier otra función corporal, es más fácil cuando el cuerpo lo necesita. Un licántropo descontrolado Cambia bajo dos circunstancias: cuando se lo amenaza o cuando su ciclo interno le impone la necesidad de hacerlo. Nuestro Cambio se basa aproximadamente en los ciclos de la Luna, aunque tiene poco que ver con la luna llena. El ciclo natural podría variar entre tres días y una semana para distintas personas. Cuando se aproxima el momento, podemos sentir los síntomas: la inquietud, el escozor, los calambres y dolores internos, la sensación abrumadora de que se tiene que hacer algo y que el cuerpo y la mente no podrán descansar hasta que se satisfaga esa necesidad. Los indicios son tan reconocibles instintivamente como los del hambre. Al igual que el hambre, podemos posponerlo, pero al poco tiempo el cuerpo obliga al Cambio. Y al igual que con el hambre, podemos anticiparnos a los síntomas y Cambiar antes de que aparezcan. O podemos dejar de lado el ciclo natural por completo y Cambiar tanto como queramos. Eso es lo que nos enseñó la Jauría. Cambiar más a menudo para mejorar el control y aseguramos de no esperar demasiado, dado que eso podría provocar efectos secundarios complicados, tales como iniciar un Cambio en medio de las compras o, habiendo Cambiado, sentirnos frustrados por la ira y el deseo de sangre. En Toronto había dejado de lado las enseñanzas de Jeremy y Cambiaba sólo cuando era necesario, en parte para distanciarme de la «maldición» y en parte porque el Cambio en Toronto era una gran producción, que requería tanta planificación y cautela que me dejaba exhausta por muchos días. Así que estaba fuera de práctica. Había Cambiado ayer. Y sabía que hacerlo nuevamente menos de veinticuatro horas después sería terrible, como tener sexo sin juego previo. Sería doloroso o directamente no podría hacerlo. Debí haberle aclarado esto a Jeremy cuando dijo que teníamos que Cambiar para la cacería, pero no pude. Me sentí avergonzada. En Toronto Cambiaba lo menos posible porque me daba vergüenza. Dos días más tarde, estaba en, Stonehaven, negándome a admitir que no podía Cambiar lo mas posible, porque me daba vergüenza. Otra cosa más para que mi cerebro entrara en la confusión total.

Me llevó más de media hora Cambiar, el triple del tiempo normal. ¿Dolía? Bueno, no tengo mucha experiencia con el dolor que no tenga que ver con el cambio de forma, pero creo que se puede decir que si me descuartizaran me dolería un poco menos. Cuando se terminó, me quedé allí otros veinte minutos, descansando y agradecida de haber podido Cambiar. Frente a la opción entre la agonía que significaba el Cambio y admitir delante de Clay y los demás que ya no podía Cambiar a mi gusto, escogía el descuartizamiento. El dolor físico desaparece antes que el orgullo herido.

Comencé por una subdivisión de hileras de casas viejas que no se habían convertido en condominios y probablemente nunca lo harían. Eran más de las diez, pero las calles ya estaban desiertas. Los padres ansiosos habían sacado a sus hijos de las plazas, largas horas atrás. E incluso los adultos se guarecían al caer el sol. Pese a que era una cálida noche de mayo, no había nadie tomando aire en los porches ni chicos jugando en las entradas de los garajes. En cambio había ventanas cerradas a través de las que salía la luz de los televisores. Se oían risotadas de los programas de televisión, que ofrecían un escapismo para los nerviosos. Bear Valley tenía miedo.

Me deslicé por el frente de las casas, oculta entre las paredes y los arbustos que las adornaban. En cada puerta sacaba el hocico y olfateaba, luego corría a ocultarme tras la siguiente hilera de arbustos. Cada destello de luces de autos me paralizaba. Mi corazón bombeaba, lleno de excitación nerviosa. No era divertido, pero el peligro agregaba un elemento que no experimentaba desde hacía niños. Si me veían, siquiera un segundo, estaría en peligro. Era una loba husmeando por el pueblo, en medio de una pesadilla colectiva por un supuesto perro salvaje. Si mi silueta se recortaba por un segundo a la luz de las ventanas, saldrían con escopetas en un instante.

Pasada más de una hora, estaba a medio recorrido de mi cuarto callejón de casas en fila, cuando sentí pasos que taconeaban en la acera. Me apreté contra los ladrillos frescos de la casa y escuché. Venía alguien por la acera y cada paso resonaba con su clic. Pensé por un instante en Clay. ¿No lo haría, verdad? Mejor que no. Me detuve oculta tras las ramas bajas de un cedro y traté de ver. Era una mujer que venía rápido por la vereda, con los tacos golpeteando sobre el cemento. Llevaba un uniforme de algún tipo, con una pollera de poliéster que apenas cubría sus anchas caderas. Llevaba una bolsa imitación cuero apretada en las manos y caminaba lo más rápido que le permitían sus tacos de cinco centímetros. A cada paso miraba hacia atrás. Olfateé y sentí un leve olor a colonia Obsesión, mezclada con el hedor de la grasa y el olor a cigarrillo. Una mesera que volvía a casa del trabajo y que no esperaba que la calle estuviera tan oscura. Cuando se acercó más olí otra cosa. Temor. Inconfundible temor. Rogué que no se largara a correr. No lo hizo. Lanzando otra mirada de temor, entró en su casa y cerró la puerta. Volví al trabajo.

Unos minutos más tarde se escuchó un aullido en el silencio de la noche. Era Clay. No utilizó el aullido típico del lobo, que hubiera llamado inevitablemente la atención, sino que imitó el llamado de un perro solitario. Había encontrado algo. Esperé. Cuando me llegó un segundo aullido, lo ubiqué y comencé a correr. El suelo fluía bajo mis pies mientras iba tomando velocidad. Me mantuve en el borde de la calle, pero no me preocupé demasiado por ocultarme. A esta velocidad, cualquiera que me viera sólo divisaría un poco de piel clara.

Al llegar al camino principal me encontré con que tenía que cruzarlo. Eso me llevó unos minutos. Al otro lado de la calle estaba el distrito de Clay, una subdivisión de casas y dúplex de la época de la guerra. Justo cuando trataba de encontrar su rastro, percibí otro, que me hizo detener y casi caí hacia atrás. Me sacudí, maldiciendo mi torpeza y retrocedí. Allí, en el cruce de dos calles, oh un licántropo, alguien a quien no reconocí. El rastro era viejo, pero claro. Había pasado por allí más de una vez. Miré calle abajo. Era en la dirección de donde había escuchado a Clay, así que cambié de rumbo y comencé a seguir el rastro del callejero.