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Trato de examinar y limpiar mis heridas, pero están fuera de mi alcance. Me estiro y evalúo el dolor. Dos cortes profundos, los dos sangrantes, aunque sólo lo suficiente como para mancharme la piel. Viviré. Giro e inicio el camino de regreso a la ciudad, saliendo del barranco.

Cambio al volver al callejón. Luego me visto y salgo a la vereda como un drogadicto al que hubieran pescado in fraganti Siento frustración. No debería acabar así, sucia y furtiva, en medio de la basura y la roña de la ciudad. Debería terminar en un claro en el bosque, la ropa abandonada en la espesura, estirada desnuda, sintiendo el fresco de la tierra y la brisa nocturna haciéndome cosquillas en la piel. Debería quedarme dormida en el pasto, exhausta, sin pensar, sólo con los vapores de la satisfacción flotando en mi mente. Y no debería estar sola. En mi mente imagino a otros, descansando en derredor sobre el pasto. Oigo los ronquidos familiares, susurros y risas ocasionales. Siento la piel cálida junto a la mía, un pie desnudo enganchado en mi pantorrilla, que se agita al soñar que corre. Puedo olerlos, su sudor, su aliento, mezclados con el perfume de la sangre, de un ciervo muerto en la cacería. La imagen se hace añicos y me encuentro mirando una vidriera donde mi reflejo devuelve la mirada. Siento el pecho oprimido, de una soledad tan profunda y completa que no puedo respirar.

Giro rápidamente y golpeo el objeto más cercano. Resuena un poste de la luz. El dolor me recorre el brazo. Bienvenida de vuelta a la realidad: Cambio en callejones y me arrastro de regreso a mi departamento. Mi condena es vivir entre dos mundos. Por un lado, la normalidad. Por el otro, hay un lugar donde puedo ser lo que soy sin temor a represalias, donde puedo asesinar y ni siquiera provocar un gesto de quienes me rodean, donde incluso se me alienta a hacerlo para proteger ese mundo. Pero lo dejé.

Al caminar hacia el departamento, puedo sentir mi ira contra el pavimento a cada paso. Una mujer acurrucada bajo una pila de mantas sucias me mira al pasar e instintivamente se hunde más en su nido. Al dar la vuelta a la esquina, aparecen dos hombres que me evalúan como presa. Resisto apenas el impulso de gruñirles. Camino más rápido y parecen decidir que no vale la pena perseguirme. No debería estar aquí Debería estar en casa, en la cama, no recorriendo el centro de Toronto a las cuatro de la madrugada. Una mujer normal no estaría aquí. Es otra cosa que me recuerda que no soy normal. No soy normal. Miro la calle a oscuras y puedo leer un pequeño cartel en un poste telefónico a quince metros. No soy normal. Siento un ligero aroma de pan fresco de una panadería que comienza a trabajar a kilómetros de distancia. No soy normal. Me detengo delante de un negocio, me tomo de una barra sobre la vidriera y me alzo. El metal se queja. No soy normal. Nada normal. Repito las palabras en mi mente, flagelándome. La ira aumenta.

En la puerta de mi departamento me detengo y respiro hondo. No debo despertar a Philip. Y si lo hago, no debo permitir que me vea así. No necesito un espejo para saber cómo me veo, con la piel tensa, el color subido, los ojos incandescentes de ira que ahora siempre vienen con el Cambio. Definitivamente nada normal.

Cuando finalmente entro al departamento escucho la respiración de él que me llega desde el cuarto. Aún duerme. Estoy casi en el baño cuando se interrumpe la respiración.

– ¿Elena? -musita adormilado.

– Voy al baño.

Trato de pasar la puerta, pero ahora está sentado, mirándome con su miopía. Frunce el ceño.

– ¿Vestida? -dice.

– Salí.

Un momento de silencio. Se pasa la mano por el pelo oscuro y suspira.

– Es peligroso. Carajo, Elena. Te lo dije la semana pasada. Despiértame e iré contigo.

– Necesito estar sola. Para pensar.

– Es peligroso.

– Lo sé. Lo siento.

Me meto en el baño, y me quedo más de lo imprescindible. Hago de cuenta que uso el inodoro, me lavo las manos con suficiente agua como para llenar un yacuzzi, luego encuentro una uña que necesita de mi atención. Cuando finalmente creo que Philip se ha vuelto a dormir, voy al cuarto. Está encendido el velador. El se encuentra sentado, con los anteojos puestos. Vacilo en la puerta. No me decido a pasar la puerta, meterme en la cama con él. Me odio por eso, pero no puedo hacerlo. El recuerdo de la noche perdura y me siento fuera de lugar.

Como no me acerco, Philip baja las piernas de la cama y se sienta.

– No quise ladrarte -dijo-. Pero me preocupo. Sé que necesitas libertad y trato…

Se detiene, frotándose la boca con la mano. Sus palabras me cortan. Sé que no me quiere reñir, pero lo hace. Para mi es un recordatorio de que estoy jodiendo la cosa, de que tengo suerte de haber encontrado a alguien tan paciente y comprensivo como Philip, pero estoy desgastando su paciencia a velocidad supersónica y parece que no puedo hacer más que esperar a que suceda el desastre.

– Sé que necesitas libertad -dice nuevamente-. Pero tiene que haber otra manera. Quizá podrías salir de mañana. Si prefieres que sea de noche, podríamos ir al lago en el auto. Podrías caminar. Y yo me quedo en el auto y te cuido. Quizá podría caminar contigo. Quedarme veinte pasos detrás de ti. -Logra sonreír.

_Quizá no. Probablemente me arrestarían por cuarentón que anda acechando a una jovenzuela.

Se detiene y luego se inclina hacia delante.

– Ahí, Elena, es cuando tú dices que a los cuarenta y un años no se es ningún cuarentón.

– Ya veremos qué se puede hacer -digo.

No se puede hacer nada. Tengo que correr de noche y tengo que hacerlo sola. No hay manera de llegar a un acuerdo.

Viéndolo sentado al borde de la cama, sé que lo nuestro no tiene futuro. Mi única esperanza es lograr que la relación sea tan perfecta en todos los demás sentidos como para que Philip llegue a aceptar esta excentricidad. Para lograrlo el primer paso tendría que ser que me meta en la cama, lo bese y le diga que lo amo. Pero no puedo hacerlo. Esta noche no. Esta noche soy otra cosa, algo que él no conoce y no podría entender. No quiero ir a él así.

– No estoy cansada -digo-. No me voy a acostar. ¿Quieres desayunar?

Me mira. Vacila y sé que he fallado… otra vez. Pero no dice nada. Vuelve a sonreír.

– Salgamos. Tiene que haber algún lugar abierto en la ciudad a esta hora. Daremos una vuelta hasta encontrar un bar. Tomaremos cinco tazas de café y veremos el amanecer. ¿Está bien?

Asiento. No me atrevo a hablar.

– ¿'Te duchas tú primero? -dice-. ¿O tiramos la moneda?

– Ve tú.

Me besa en la mejilla al pasar. Espero hasta escuchar la ducha y entonces voy a la cocina

A veces me da tanta hambre.

HUMANA

Me quedé parada frente a la puerta antes de llamar. Era el Día de la Madre y yo estaba parada frente a una puerta con un rega1o, lo que habría sido bastante normal si se tratara de un regalo para mi madre. Pero mi madre había muerto hacía mucho tiempo y yo no tenía relación con ninguna de mis madres adoptivas ni, mucho menos, les llevaba regalos. El regalo era para la madre de Philip. Esto también sería normal si Philip estuviera allí conmigo. Pero no. Llamó desde la oficina hace una hora para decir que aún no podía salir y si quería ir sola o prefería esperarlo. Decidí ir sola y ahora estaba parada allí preguntándome si había sido la decisión correcta. ¿Iba una mujer a visitar a la madre de su novio el Día de la Madre sin el antedicho novio? Quizá me esforzaba demasiado. No sería la primera vez.