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Escogí un vestido para esa noche, uno que Nick me había comprado para mi cumpleaños justo antes de que me fuera de Stonehaven. Era de seda color índigo, me llegaba a la rodilla y no tenía ningún adorno. Para que no fuera tan de vestir, decidí no ponerme medias y usar sandalias.

Cuando estaba maquillándome, entró Clay y estudió mi conjunto.

– Se ve bien -dijo. Luego miró en derredor de mi cuarto de princesa y sonrió. -Por supuesto que no va con el ambiente. Necesitas algo. Tal vez un chal de encaje hecho con la tela de las cortinas. O una ramita con flores de cerezo.

Le gruñí desde el espejo y continué maquillándome estudiando un tarro de algo rosado y tratando de recordar si era para los labios o para las mejillas. Detrás de mí, Clay rebotó sobre mi cama, acomodando las almohadas y riendo. Se había puesto unos pantalones amplios, una camiseta blanca y una campera de hilo suelta. El conjunto ocultaba sus músculos y le daba un aspecto de estudiante limpito, un joven nada amenazante. Nick debió ayudarlo a escoger a ropa. Clay no sabe qué quiere decir no amenazar.

Salimos a las nueve. Nos fuimos con el Explorer. Clay odiaba ese vehículo aparatoso, pero necesitábamos espacio por si lográbamos capturar y matar al callejero. Esa noche Antonio y Nicholas se desharían del cuerpo de la joven en el basurero local. Pudimos haberles ahorrado un viaje y llevarlo nosotros, pero el olor de carne descompuesta no era buen perfume si uno buscaba mezclarse con seres humanos.

A pesar de que no me gustaba la idea de pasar la noche con Clay después de lo sucedido, pronto me tranquilicé. No mencionó lo de la noche anterior ni dijo nada de la llamada de Logan. Para cuando [legamos a la ciudad, estábamos enfrascados en una conversación perfectamente normal respecto del culto del jaguar en Sudamérica. Si no lo conociera, casi hubiera pensado que hacia un esfuerzo por ser amable. Pero lo conocía. Y fueran cuales fuesen sus motivaciones, le seguí el juego. Había que hacer un trabajo y teníamos que estar juntos toda la noche. El deber primero.

Nuestra primera parada fue en el departamento del callejero. Estacioné en el McDonald's detrás de la casa y luego dimos la vuelta. El departamento estaba a oscuras. El callejero había salido. Nuestra esperanza era encontrarlo en alguno de los bares.

No estaba en ninguno de los tres bares. El cuarto de la lista no tenía nombre, sólo una dirección que Clay había memorizado. Era la dirección de un depósito abandonado detrás de la fábrica de papel. Por los sonidos que salían de allí, esa noche no estaba “abandonado”

– ¿Que es esto? -preguntó Clay.

– Es un lugar de' fiestas clandestinas, un rave. Ni bar, ni fiesta privada.

– Ah. ¿Puedes entrar?

– Probablemente.

– No hay problema entonces. Entra. Yo me quedo junto a una ventana.

Fui a la parte trasera. La entrada era una puerta de sótano al pie de una escalera. Salía luz por los bordes. Cuando golpeé me abrió un hombre calvo. Con una inclinación de cabeza y una sonrisa prometedora conseguí un puñado de tickets gratis para el bar. Esperaba que fuera algo un poco más difícil.

Un corredor estrecho conducía a un cuarto inmenso, más o menos rectangular. A pesar de que era lunes, el club estaba lleno. Cajas polvorientas y tablones viejos hacían las veces de bar a lo largo del muro de la izquierda. Delante del bar había desparramadas mesas y sillas herrumbrosas, el tipo de mobiliario que se podía encontrar en los remates y que había que dejar de lado si una no tenía la vacuna antitetánica al día.

Me preocupaba que eso fuera como los rave de Toronto, donde el participante promedio se pasaba más tiempo preocupado por los exámenes de la universidad que por el pago de cuotas hipotecarias. Decididamente en una fiesta así no pasaría inadvertida. Yo parecía joven, pero ya había pasado decididamente el tiempo de la ortodoncia. No hacía falta que me preocupara. Bear Valley no era una gran ciudad. Había algunos menores, pero los superaban en número los adultos jóvenes y no tan jóvenes, la mayoría de los cuales se conformaba con cerveza y marihuana. Aunque algunos se daban con heroína de manera tan abierta como bebían. Ese era el barrio de Bear Valley que los concejales trataban de ignorar. Si un político local apareciera por aquí, se habría convencido de que era toda gente de fuera del pueblo, probablemente de la ciudad de Syracuse.

El costado derecho era la pista de baile, una extensión sin muebles en la que la gente bailaba o sufría un ataque de epilepsia en masa. La música era ensordecedora, lo que no me habría molestado tanto si no hubiera sonado como algo que los matones del boliche habían grabado en el cuarto de atrás. El olor a bebida barata y perfume caro hacía piruetas en mi estómago. Contuve las náuseas y comencé a buscar.

El callejero estaba allí.

Encontré el rastro a la segunda vuelta por el cuarto. Moviéndome en medio de la gente, seguí el olor hasta que me condujo a una persona. Cuando vi a quién conducía el rastro, dudé de mi nariz y di una vuelta para volver a chequearlo. Sí, el tipo de la mesa era definitivamente el callejero. Y nunca había visto un licántropo menos impresionante. Hasta yo me veía más temible que este tipo. Tenía pelo marrón, era delgado, limpio, con cara de buena persona, el perfecto estudiante universitario. Me parecía conocido, pero no había tratado de memorizar las caras en las fotos de los archivos. No importaba quién era. Sólo importaba que estaba allí. Sentí un estallido de ira. ¿Ése era el callejero que causaba tantos problemas? Ese nene de mamá tenía a toda la Jauría enloquecida de miedo, mirando por sobre el hombro y corriendo por la ciudad para encontrarlo. Tuve que contenerme para no ir hasta él, tomarlo del cuello y arrojarlo afuera para que Clay acabara con él.

Resistí incluso el impulso de ir junto a él. Que él me encontrara. Sentiría mi olor pronto y sabría quién soy. Todos los callejeros lo saben. Recuerden que soy la única mujer loba. Por mi olor el callejero podría saber que era licántropo y mujer. Lo que significa que descubrir quién soy no es exactamente una hazaña sherlockiana para un licántropo. Pasé a cinco metros de la mesa del callejero y no sintió mi olor. Los olores del cuarto eran demasiado alertes o él era demasiado tonto como para usar el olfato. Probablemente se tratara de esto último.

Sabiendo que terminaría por olerme, pedí un ron con coca, encontré una mesa junto a la pista de baile y esperé. Mirando hacia la multitud, volví a encontrar fácilmente al callejero. Con su pelo corto, remera y cara afeitada, se veía como un fan de Paul McCartney en un concierto de Iron Maiden. Estaba sentado solo, mirando la multitud con un hambre que le quitaba inocencia a sus ojos.

Tomé unos tragos, luego miré la mesa del callejero. Se había ido. Sentí alarma. Estaba por ponerme de pie cuando me detuvo una voz a mis espaldas.

– Elena.

Sin darme vuelta, olisqueé. Era el callejero. Me volví a sentar, tomé otro sorbo y seguí mirando la pista. Dio la vuelta a la mesa, me miró y sonrió. Luego tomó una silla.

– ¿Puedo sentarme? -preguntó.

– No.

iba a sentarse.

Lo mire.

– Dije que no, ¿verdad?

Vaciló, sonriendo mientras esperaba alguna señal de que yo estaba bromeando. Enganché la silla con el pie y la volví a acercar a la mesa. Dejó de sonreír.

– Soy Scout -dijo. Scott Brandon.

El nombre me hizo cosquillas en el fondo de la mente. Cuando traté de encontrar mentalmente su página en el archivo de la Jauría, no lo logré. Había pasado demasiado tiempo. Necesitaba ponerme al día.

Dio un paso hacia mí. Lo miré con ira y retrocedió. Volví a beber y lo miré sobre el borde de la copa.