Clay hizo un ruido, mezcla de suspiro y gruñido de frustración.
– Bueno. ¿Qué sugieres?
Me di un respiro, ya que aún no lo había pensado. La imagen de Logan aún inundaba mi cerebro. La hice a un lado para concentrarme en los siguientes pasos. Luego de unos minutos dije:
– Compramos el diario, vamos al café y leemos escuchando hablar a la gente. Luego planeamos cómo rastrear el callejero. Y cuando anochece lo hacemos.
– Leer un diario no nos va a ayudar a encontrar al asesino de Logan. Mejor comemos.
– ¿Tienes hambre?
Apagó el motor y se quedó en silencio un momento.
– No.
– Entonces a menos que tengas una manera más productiva de pasar un par de horas, ése es el plan.
RASTRO
Luego de comprar un diario, busqué un teléfono público para llamar a Jeremy. Contestó Peter, así que no necesité en realidad hablar con él. Le pedí a Peter que le dijera que estaba con Clay y que lo había convencido de que no era el momento de ir tras el asesino de Logan. En vez de eso, estábamos haciendo inventario del daño causado la noche anterior. Por supuesto que no dije que rastrearíamos al asesino de Logan luego. Era todo cuestión de interpretación. No estaba mintiendo. De veras.
Bear Valley tenía tres cafés, pero The Donut Hole era el único que importaba. Los otros dos estaban reservados a gente de fuera del pueblo, camioneros y cualquier otra persona que saliera de la carretera para reanimarse con un poco de cafeína y azúcar. Al entrar al Hole, sonó el cencerro sobre la puerta. Todos se dieron vuelta. Unas cuantas personas sonrieron desde el mostrador, una alzó la mano a modo de saludo. Yo podía resultarles vagamente conocida, pero a quien reconocieron fue a Clay. En un pueblo de ocho mil habitantes, un tipo con el aspecto de Clay tenía tantas chances de no hacerse notar como su Porsche Boxster en el estacionamiento local. Clay odiaba que le prestaran atención. Para él, la maldición era su rostro, no su sangre de licántropo. Clay no quería otra cosa que pasar inadvertido como un ser humano más. Creo que se habría deshecho del Boxster si hubiera podido, pero al igual que mi cuarto, era un regalo de Jeremy, el último de una serie de autos deportivos que fueron comprados para satisfacer el placer que le daba a Clay manejar rápido y tomar las curvas a toda velocidad.
Aun así, Clay tenía suerte en Bear Valley. Aunque su auto y su rostro hicieran volver las miradas, nadie lo molestaba como hubieran hecho en una ciudad. Estaba exento de la atención indebida de las mujeres por el anillo de oro que llevaba en el cuarto dedo de su mano izquierda, siendo Bear Valley un lugar donde un anillo de casamiento aún significaba que uno no está a disposición del sexo opuesto. El anillo tampoco era un engaño. Clay no se rebajaría a tal cosa. Su anillo era igual al que habíamos comprado para mí hacía diez años, antes de que la pequeña cuestión de una mordida en mi mano acabara con la felicidad marital para siempre. A Clay no le importaba el hecho de que no hubiera habido casamiento. La ceremonia en sí era irrelevante, un ritual humano sin sentido. Lo que le importaba era el compromiso de fondo, la idea de una compañera de por vida, algo que el lobo que había en él reconocía, llámese matrimonio o apareo o lo que se quiera. Así que llevaba el anillo. Eso lo podía soportar, lo consideraba otra fantasía de su cerebro dominado por las ilusiones. Fue cuando me presentó como su esposa que la cosa se puso fea.
The Donut Hole era un café típico, incluyendo los asientos de vinilo rojo rajado de los reservados y el persistente olor de la achicoria quemada. No había modo de escapar a la sección de fumadores:
aunque pudiera encontrar un reservado sin cenicero, el humo de las mesas cercanas le llegaba a una en segundos, ignorando el tiraje de un sistema de ventilación demasiado débil. Las meseras eran todas mujeres maduras, que probablemente ya habían criado una familia y que, habiendo decidido pasar sus años de nido desierto ganando un poco de dinero, descubrieron que ése era el único empleo para el que el mundo las consideraba calificadas. A esa hora del día, la mayoría de los clientes eran trabajadores, que venían en busca de una última copa antes de irse a casa o que se demoraban allí para evitar volver a casa más temprano de lo necesario.
Mientras yo buscaba un reservado, Clay fue al mostrador y vino con dos cafés y dos porciones de tarta de manzana casera. Hice a un lado la comida y abrí el Bear Valley Post sobre la fórmica de la mesa. El incidente en el boliche ocupaba parte de la primera plana. El diario hacía referencia a una gran fiesta privada llena de "actividades ilegales», lo que lo hacía aparecer como algo mucho más divertido de lo que era en realidad. Si bien el diario no lo decía explícitamente, insinuaba que la mayoría de los fiesteros eran de fuera de Bear Valley. Claro.
Los detalles respecto del «incidente» eran escasos, debido a una combinación de factores mitigantes, es decir, que la mayoría de los testigos estaban borrachos o drogados y que el criminal era un perro muerto, lo que lo hacía doblemente difícil de entrevistar. Los hechos se reducían a esto: un gran canino había masacrado a tres personas en una fiesta antes de que lo matara la policía. No era exactamente material como para llenar la primera plana, por lo que el reportero lo había inflado con suficiente especulación como para conseguir un trabajo en un diario sensacionalista. Se suponía que el canino muerto era un perro y todos parecían contentos con esa explicación, lo que significaba que las autoridades no tenían intención de llamar a expertos en vida salvaje o enviar los restos a un laboratorio caro de la ciudad. Lo que quedaba de Brandon ya había sido «eliminado", es decir, incinerado en la sociedad protectora de animales. Ni siquiera habían hecho pruebas para ver si tenía rabia, probablemente porque se consideraba que cualquiera que hubiese participado de la fiestita merecía soportar unas cuantas inyecciones antirrábicas, aunque más no fuera para que se avisparan un poco. Además, el reportero dio por supuesto que el perro muerto estuvo involucrado en el asesinato de la joven de la semana anterior, aunque la policía no descartaba la posibilidad de que hubiera más perros salvajes en el bosque, especialmente porque esos muchachos habían visto dos caninos la noche anterior. Finalmente, y más allá de tanta especulación, no había ninguna mención de que alguien hubiese visto a un hombre o a una mujer rubios que parecieran estar involucrados en el incidente. Tal como yo esperaba, Clay y yo no habíamos sido más que dos testigos en medio del caos.
– Es una pérdida de tiempo -se quejó Clay. Había estado leyendo el artículo al revés. -No hay nada.
– Bien. Eso es lo que queríamos, así que no fue una pérdida de tiempo que nos aseguráramos.
Resopló y clavó su tenedor en la tarta, provocando una explosión de costra. Luego la alejó sin probarla.
– Estás seguro de que a quien olfateaste en Logan -inhalé para soportar la pena que me produjo pronunciar su nombre-fue a alguien que no reconociste.
– Si -los ojos de Clay se nublaron y luego chispearon de ira Un callejero. Un puto callejero. Dos en Bear Valley. De todos…
– No podemos ponemos a pensar en eso ahora. Olvida cómo y por qué. Concéntrate en quién.
– No reconocí el olor. Y ninguno de los otros lo reconoció. Lo que quiere decir que es un callejero con el que no nos hemos cruzado lo suficiente como para reconocerle el olor.
– O es nuevo. Igual que Brandon.
Clay frunció el entrecejo.
– ¿Dos callejeros nuevos? Uno ya es bastante raro, pero…
– Bueno, dejémoslo ahí. No lo reconociste. Veamos si podemos ofr a alguien hablar de lo de anoche.
Clay se quejó. Ignorándolo, me recosté en el respaldo para oír la conversación en derredor, mientras pretendía beber café. La experiencia era deprimente, no porque nadie hablara del «incidente», sino porque lo que la mayoría estaba discutiendo no daba una imagen demasiado positiva de la vida de la gente común. De todos los rincones del cuarto llegaban quejas de patrones injustos, compañeros de trabajo traidores, hijos desagradecidos, vecinos entrometidos, trabajo aburrido y matrimonios aún más aburridos. Nadie sonaba feliz. Quizá no fuera tan malo como parecía. Quizá las relaciones impersonales en los cafés de pueblo chico fueran perfectas para descargar las frustraciones triviales de la vida que la gente de las grandes ciudades llevaría a un terapeuta, invirtiendo mucho más que un dólar en café para descargarse.