– Arriba -dije.
– ¿Ves, cariño? Nunca nadie dijo que los callejeros tienen cerebro.
Tiré la boleta en medio de los arbustos y fuimos hacia la puerta principal. Al ingresar a la recepción, Clay me tomó de la cintura y empezó a quejarse de una cena imaginaria en un comedor local. Mientras él parloteaba, yo vi las escaleras a la izquierda del mostrador e hice que nos encamináramos hacia allí, asintiendo mientras Clay se quejaba de haber tenido que esperar la cuenta veinte minutos. El show no era necesario. El empleado ni siquiera alzó la vista cuando pasamos.
Arriba, el rastro llegaba a la tercera puerta de la izquierda. Clay tomó la manija y la rompió con un ruido apagado. Mientras yo vigilaba para anunciar la posible presencia de pasajeros del hotel, Clay esperó a ver si alguien dentro del cuarto respondía al sonido de la cerradura al romperse. No escuchó nada y abrió suavemente la puerta. Las cortinas estaban corridas y el cuarto a oscuras. Se abrió una puerta más allá por el corredor. Empujé a Clay hacia adelante y nos introdujimos en el cuarto antes de que pudieran vemos.
Clay miró en el baño para asegurarse de que el callejero no estuviera allí, luego sacó una moneda del bolsillo.
– Cara, nos quedamos a esperarlo, cruz lo buscamos.
– Debemos quedarnos aquí --dije-. Investigar, buscar pistas mientras esperamos.
Clay alzó la vista.
– Bueno -dije-.Tira la bendita moneda.
Cuando salió cara, le saqué la lengua. Intentó tomarme la lengua con los dedos pero la retiré a tiempo.
– La próxima vez seré más rápido -dijo, luego miró en derredor-. ¿Qué esperas encontrar?
– Cualquier cosa que explique por qué tuvimos dos licántropos nuevos en Bear Valley en una semana. ¿Eso no te preocupa ni despierta tu curiosidad?
– Por supuesto, corazón. Pero estoy dejando la preocupación y la curiosidad para otro momento. Habrá bastante tiempo para analizarlo cuando este callejero haya muerto. No voy a esperar a que este hijo de puta los ataque a ustedes mientras intento averiguar qué hace aquí.
– ¿Y tú crees que te estoy haciendo perder el tiempo?
– No, creo que tratas de usar el tiempo en forma eficiente. Eso está bien. Sólo digo que no esperes que me muestre demasiado dispuesto a rebuscar en los cajones del armario mientras el callejero anda por nuestras calles.
– Entonces ve a mirar por el balcón mientras busco.
Por supuesto que Clay no hizo eso. Me ayudó a buscar, después de dejar en claro que no lo entusiasmaba. A mí tampoco, pero sé que no hay que dejar pasar una oportunidad. Además, buscar entre las cosas del callejero me tenía ocupadas las manos y la mente, con lo que me quedaba poco tiempo para pensar en por qué rastreábamos a este callejero.
Clay empezó por el baño. Habían pasado unos diez minutos antes de que dijera:
Gran novedad. El tipo usa el champú y el jabón del hotel. No rompió el sello del inodoro. Hay una afeitadora descartable, no hay señales de cepillo de dientes, pasta dental o enjuague. Así que buscamos a un tipo con mal aliento. ¿Esto te sirve de algo, corazón?
Me resistí a contestar. Las paredes eran demasiado delgadas como para andar gritando. Además, yo tampoco había encontrado gran cosa. Encontré dos pares de jeans, tres camisas y varios pares de medias y ropa interior, todo usado y dejado en una silla para lavar. Había dibujado pentagramas y cruces invertidas en la Biblia sobre el velador. Maravilloso. Y demasiado poco original. Quiero decir que si uno quiere dibujar símbolos satánicos en una Biblia lo menos que se puede hacer es no dibujar cosas que se encuentran en cada edición del World Weekly News. Un licántropo poco creativo y obviamente desinformado. Se desilusionaría de saber que un licántropo probablemente conoce más la receta para hacer carne al horno que un rito satánico. En diez años, el diablo nunca había tomado contacto conmigo con instrucciones especiales o siquiera para saludar. Pero tampoco lo había hecho Dios. Quizás eso significa que no existen. Lo más probable era que ninguno de los dos quisiera hacerse responsable de mí.
– Dios, tendrías que ver lo que hay aquí, corazón -dijo Clay saliendo del baño-. Colonia y desodorante. Si no pudiéramos saber que el callejero era nuevo por su olor, lo sabríamos por la manera en que usa el olfato. Dicho de otro modo, ningún licántropo con experiencia usaría colonia, por lo menos no si le funciona el sistema olfativo. El olor de sí mismo ahogaría todo rastro, con lo que su nariz sería inútil. Yo ni siquiera uso jabón perfumado. Y no es tan fácil encontrar productos de toilette femenina sin perfume. La industria del cosmético parece obsesionada con hacer que las mujeres huelan distinto de lo que son. Y nos ponemos esas cosas sin siquiera tratar de producir un olor uniforme, mezclando el champú con olor a frutillas con el desodorante con olor a talco de bebé y jabón de lila, agregado a la última fragancia de Calvin Klein. Cuando tenía la desgracia de subir a un ascensor lleno por la mañana temprano, la mezcla de olores me dejaba con dolor de cabeza hasta el mediodía.
Luego de mirar por la ventana unos minutos, Clay se acercó a donde yo revolvía el tacho de basura junto a la cama.
– Te' ofrecería ayuda -dijo- pero pareces tener todo bajo control.
– Gracias.
– ¿Has mirado debajo de la cama?
– No puedo. El marco llega al piso. -Usé la lapicera del hotel para correr un pañuelo de papel usado. No diré para qué había sido usado, pero los licántropos no se resfrían ni sufren de gripe.
– Miraré debajo del colchón -dijo Clay.
Lo había olvidado. Los licántropos muchas veces usan identificación falsa y ocultan su documentación auténtica en algún lugar bajo el colchón.
– Nada de identificación -dijo Clay-. Sólo este cuaderno de recortes. Supongo que no te interesa.
Me levanté tan rápido que me golpeé con el brazo extensible de la lámpara. Clay sonrió y sostuvo un álbum azul lejos de mi alcance.
– Mío -dijo, con sonrisa más ancha. Teniéndolo fuera de mi alcance, pasó unas páginas, luego recogió los labios y cerró el libro. -Pensándolo bien, es todo tuyo. Que lo disfrutes, corazón. Yo me quedaré junto a la ventana. Luego me haces una síntesis.
Tomé el álbum y me senté en el borde de la cama. Era un álbum de fotos, del tipo que tiene una película transparente que se puede separar de las páginas y colocar debajo las fotos. En vez de fotos, el callejero había llenado ese álbum con recortes de diario. No recortes al azar. sino uno que seguía un tema específico: asesinos seriales. Pasé página tras página de artículos, viendo algunas caras conocidas -Berkowitz, Dahmer; Bundy- y otras que nunca había visto. Todos los recortes eran sobre asesinos en serie pero además contenían un elemento clave; algo que el callejero destacaba: la cantidad de gente asesinada. Incluso utilizaba distintos colores, resaltador amarillo para la cantidad de gente que el asesino decía haber asesinado, azul para la cantidad de cuerpos encontrados y rosa para la cantidad que las autoridades le atribuían. En los márgenes, el callejero había escrito notas, con los totales y comparaciones entre las cifras, como un fanático que recopilara estadísticas de algún evento deportivo macabro.
Los artículos llenaban la mitad del álbum. Estaba por cerrarlo, cuando advertí que había más recortes cerca del final. Pasé las páginas vacías y encontré otro artículo. A diferencia de los otros, éste no tenía que ver con las estadísticas. En realidad ni siquiera hablaba de un asesino. El artículo, fechado 18 de noviembre de 1995, del Chicago Tribune, simplemente decía que se había encontrado el cuerpo de una joven. El siguiente artículo daba más detalles, diciendo que había estado desaparecida una semana y que parecía haber estado cautiva, antes de que la estrangularan y la tiraran detrás de una escuela primaria. Pasé rápidamente las siguientes páginas. Se encontraron tres mujeres más, con el mismo patrón del crimen. Luego escapó una, que contó una historia horrorosa de una semana de violaciones y torturas mientras estaba cautiva en el sótano de una casa abandonada. La policía había ido a la casa y rastreó a un tal Thomas Le Blanc, técnico de laboratorio médico de treinta y tres años. Sin embargo, cuando llegó el momento de que la mujer identificara a Le Blanc, no pudo hacerlo. Su atacante sólo había estado con ella a oscuras y nunca le habló. Lo que es más, Le Blanc había estado filera de la ciudad por trabajo la semana que desapareció la tercera mujer. En una foto de diario Le Blanc podría haber pasado por el hermano mayor de Scott Brandon, no por ninguna similitud física sino por la total banalidad del rostro, bien arreglado, más o menos elegante y totalmente insignificante, el blanco anglosajón típico de Wall Street, libre de todo rasgo étnico o de interés. El rostro del amable asesino serial de su barrio.