Sus manos acariciaron mi espalda y me apretaron contra él. Con su rostro aún aplastado contra mí, susurró:
– Te amo, Elena. Te amo tanto.
Lo abracé, metiendo mi nariz en su oído y murmurando sonidos sin palabras. Sin dejar de moverse dentro de mí, me separó del árbol y dio un paso atrás y fue dejándose caer al suelo conmigo encima de él. Lo envolví con mis piernas, luego me alcé en el aire y bajé, retomando el ritmo. Incliné la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y sintiendo el aire fresco de la noche en el rostro. Podía escuchar la voz de Clay, como si viniera de muy lejos, repitiendo mi nombre. Me escuché contestar, diciendo su nombre al bosque silencioso. El clímax vino lento, casi lánguido, cada ola me atravesó con gloriosa singularidad. Sentí su clímax, igualmente lento y descendente, y su quejido de liberación acompasado con el mío.
Levantó los brazos y me aplastó contra su pecho, hundiendo mi cabeza bajo su mentón. Por largo tiempo no nos movimos. Yo me quedé allí, escuchando los latidos de su corazón y aguardando el momento temido en el que volveríamos a la realidad. Sucedería. Se abriría la bruma del amor y él diría algo, haría algo, exigiría algo que nos lanzaría rugiendo el uno contra el otro. Lo sentí tragar, sabía que saldrían las palabras y deseé poder taparme los oídos para no escucharlas.
– Quisiera correr – dijo suavemente.
Me quedé silenciosa un momento. No estaba segura de haberlo escuchado bien. Esperaba una nueva frase.
– ¿Correr? -repetí.
– Si no estás demasiado cansada.
– ¿Aún necesitas sacarte la tensión?
– No. Sólo quiero correr. Hacer algo. Algo contigo.
Vacilé y luego asentí. Nos quedamos unos minutos más antes de levantarnos para buscar un lugar donde Cambiar.
Lo hice lentamente y el Cambio me resultó sorprendentemente fácil. Luego me quedé parada en el claro y me estiré, girando la cabeza, moviendo las orejas, estirando mis patas traseras y agitando la cola. Me sentía gloriosamente bien, como si no hubiera Cambiado en largas semanas. Parpadeé para habituar la vista a la oscuridad. El aire olía delicioso y lo inhalé ávida, hasta llenarme los pulmones, para resoplar luego y ver como salían apenas unas plumas de condensación de mis orificios nasales.
Estaba por volver al claro cuando sentí un golpe fuerte en el costado que me arrojó en el aire. Vi un fulgor dorado, luego me encontré de nuevo sola con un leve dejo del olor de Clay como única compañía. Me puse de pie con desconfianza y di unos pasos. Nada sucedió. Incliné la cabeza y olisqueé. Nada aún. Di tres pasos más y nuevamente me golpeó, y caí de costado contra un arbusto, sin ver un pelo siquiera de mi atacante.
Esperé, recuperé el aliento, luego me puse de pie y empecé a correr. Detrás de mí, escuché a Clay aparecer de nuevo en el claro y aullando al no ver a su presa. Corrí más rápido. El suelo me castigaba las zarpas y la adrenalina me recorría todo el cuerpo. Detrás de mí sentí que Clay atravesaba los arbustos. Virando, me lancé en medio de unas plantas y me dejé caer. Pasó una mancha dorada. Me puse de pie de un salto y comencé a volver por donde había venido. A Clay le llevó unos segundos advertirlo, pero pronto pude escuchar que volvía a perseguirme.
A la siguiente vez que salté a un costado del camino, debo de haber tardado una milésima de segundo de más, permitiéndole ver por un instante mis patas traseras o mi cola. Acababa de agacharme detrás de un arbusto, cuando sus cien kilos de músculos cayeron sobre mí. Luchamos unos minutos, ladrando y gruñendo, mordiendo y pateando. Logré meterle mi hocico bajo la garganta y lanzarlo hacia atrás y luego me puse de pie. Dientes afilados tomaron mi pata trasera y la retorcieron, haciéndome rodar. Clay saltó y me atrapó. Se quedó un minuto encima de mí, con sus ojos azules triunfales. Entonces, sin aviso, saltó y se fue corriendo al bosque. Ahora yo debía perseguirlo.
Perseguí a Clay unos ochocientos metros. Salió del camino en un punto y trató de perderme en la maraña del bosque. El truco le dio una ventaja de diez metros, pero no más. Esperaba otro ardid cuando una pequeña sombra salió corriendo en el claro adelante. La brisa me trajo olor a conejo. Clay disminuyó su velocidad y giró para intentar rodear entre los dos al conejo que huía. Yo aceleré, me tensé y le salté sobre la espalda. Demasiado tarde. Ya no estaba.
Al recuperar el equilibrio, sentí un chillido agudo que cortaba el silencio, seguido de un fuerte crac. En segundos, Clay volvió a través de los arbustos, el conejo muerto colgando de sus mandíbulas. Me miró y sacudió el conejo, sus ojos transmitían el mensaje: ¿Lo quieres? Al sacudir el conejo, hizo caer sangre al suelo. El olor me llegó mezclado con el de la carne caliente. Di un paso adelante, olisqueando. Mi estómago lanzó un quejido. Él hizo un sonido en el fondo de su garganta, un medio gruñido que casi sonaba a risa y alejó el conejo de mí. No hagas bromas», le dije con la furia de mi mirada. Hizo de cuenta que me lanzaría el conejo pero no lo soltó. Rugiendo, me abalancé sobre él. Bailoteó hacia atrás, con el conejo lo suficientemente cerca de mí como para que su olor me inundara el cerebro y me hiciera retorcer el estómago. Le dirigí una mirada de desconsuelo y luego miré el bosque. Había mucha cena por allí.
Cuando me iba, Clay arrojó el conejo a mis pies. Lo miré, y luego a él, a la espera de otro truco. Él en cambio se sentó y esperó. Lo miré, luego mordí el conejo y me tragué la carne caliente. Clay se acercó y se frotó contra mí, lamiendo la sangre que manchaba mi hocico y mi cuello. Paré de comer lo suficiente como para agradecerle con una caricia de mi hocico. Cuando volví a comer, él corrió de vuelta al bosque en busca de su propia cena.
Cuando desperté a la mañana siguiente, estaba acostada sola en la grama cubierta de rocío. Me alcé y miré en derredor en busca de Clay. Lo último que recordaba era haber Cambiado de vuelta. Luego nos acurrucamos para quedarnos dormidos. Extendí la mano y toqué a mi lado el lugar seco donde había estado él, para convencerme de que había estado allí. Al mirar en derredor del claro vacío, me atravesó un toque de ansiedad. Clay no me dejaba así. El problema por lo general era deshacerme de él. Al levantarme sentí agua fresca cayendo en mi cabeza. Vi a Clay parado sobre mí, sonriente. Caía agua de sus manos. Seguía desnudo; no nos molestamos en buscar nuestra ropa la noche anterior; sin saber muy bien a dónde la habíamos dejado y menos si estaba en condiciones de volver a usarse.
– ¿Me buscabas? -preguntó, dejándose caer junto a mí
– Pensé que esa jauría de perros salvajes podría haberte encontrado.
– Te veías preocupada.
– Lo estaba. Dios sabe la indigestión que podrías haberles dado a esas pobres criaturas.
Rió y se puso en cuatro patas, mientras me empujaba al suelo y me besaba. Lo besé, enredando mis piernas en las de él, y retiré enseguida los pies al sentir los suyos helados y mojados.
– Fui a ver la laguna -dijo Clay antes de que le preguntara-. Pensé que podíamos ir a nadar. La primera vez en esta estación. Nos terminaría de despertar.
– ¿Hay comida allí?
Rió.
– ¿No te bastó el conejo anoche?
– Ni de lejos.
– Bueno, entonces éste es el trato. Si no puedes esperar, comemos y después nadamos. Si no, ven a nadar conmigo ahora y te prepararé el desayuno después, cualquier cosa, todo lo que quieras.