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– ¿Cuánto qué? -parpadeé-. Ah, ¿valijas? Lo suficiente para unas vacaciones, calculo.

Rió.

– Si empaca como mi esposa, eso es mucho. -Miró al interior forzando la vista -Bien limpio. ¿No tienen chicos verdad? -Rió nuevamente y se puso en cuclillas para verificar las gomas y la base del auto. -Es uno de esos nuevos vehículos todo terreno, ¿verdad? Una 4x4 que no sirve como 4x4.

– Puede andar fuera del camino -dije esforzándome por mantener la calma mientras miraba debajo del Explorer-. Pero es demasiado grandote. Aunque para el invierno de Nueva York sirve.

– Supongo que sí. -Miró a Clay. -¿Qué capacidad de arrastre tiene uno de éstos?

– No tengo idea -dijo Clay, que se había mantenido a un lado, dejando que yo manejara las cosas. Era uno de sus trucos para controlarse. Evitar la confrontación.

– Nunca remolcamos nada – dije.

El policía mayor seguía mirando bajo el Exploren. Quizá mirara la suspensión, quizá buscaba otra cosa. Esperé todo lo que pude y luego pregunté:

– ¿Venía demasiado rápido?

– Tuvimos un llamado -dijo el agente más joven, volviéndose hacia Clay-. Un llamado anónimo por el que nos dijeron que usted sabía algo del asesinato de Mike Braxton. Necesitamos que venga a la comisaría a contestar algunas preguntas.

Clay apretó los dientes.

– ¿Espera que deje lo que sea que esté haciendo…?

Se detuvo. No dije nada, pero se dio cuenta de lo que yo estaba pensando. Enfrentarnos con los policías no iba a servir de nada. Si bien ponerse a la defensiva podría hacerlos retroceder si no tenían motivo para arrestarlo, era igualmente posible que enfrentaran la agresión con la agresión y que reaccionaran revisando el Explorer y a Clay mismo de modo exhaustivo. Los policías de los pueblos chicos no siempre tienen la reputación de cumplir con los procedimientos. Legalmente no podían obligar a Clay a hablar con ellos, poro al menos no iban a descubrir evidencias de nuestras actividades matutinas mediante una simple conversación.

Clay aceptó dedicarles una hora. Fue hasta la comisaría en el asiento trasero del patrullero. Yo los seguí en el Explorer. El autor del llamado anónimo" tenía que ser uno de los callejeros, así que esto podría ser una trampa. Si yo lo seguía en otro auto, los callejeros no iban a atreverse a intentar una emboscada Una vez dentro de la comisaría, estaríamos a resguardo, ya que no atacarían en un edificio lleno de humanos armados.

La sala de espera de la comisaría era más pequeña que mi dormitorio en Stonehaven y probablemente la habían amoblado a un coste menor de lo que valía mi espejo con marco de plata. Tenía más o menos tres metros cuadrados, con una puerta y dos ventanas. La ventana que daba al Sur era de vidrio espejado y daba a un cuarto aún más pequeño. El vidrio espejado no tenía mucho sentido si uno no tomaba en cuenta que toda la comisaría era en sus orígenes un centro de detención de la época de la depresión. La mayoría de los cuartos tenía que servir para una función doble. En el caso poco probable de que la policía necesitara observar a un sospechoso o mantener una entrevista importante, probablemente usara la zona de espera como sala de observación. Con Clay no lo utilizaron; lo habían llevado a un cuarto privado para interrogarlo en cuanto llegamos.

La segunda ventana, que tenía barrotes, daba a una jaula donde una recepcionista de veintitantos años atendía el teléfono, la recepción y la sala de espera, mientras respondía ininterrumpidamente a los agentes que le pedían que mecanografiara, archivara y les llevara café. No me pregunten por qué tenía barrotes la ventana. Tal vez por miedo a que ella se escapase. Las tres sillas de la sala de espera estaban tapizadas con una tela dorada carcomida por las polillas y arreglada con cinta aisladora. Escogí la mejor y me senté con cuidado, evitando que la tela tocara ninguna parte de mi piel y acordándome de que debía lavar mi ropa en cuanto llegara casa. Miré las revistas que habla en una mesa de aglomerado. Atrapó mi atención la palabra “Canadá” en un ejemplar de Time. Lo tomé, advertí que el artículo aludía al referendo de Quebec y dejé la revista. No sólo era un tema que curaba el insomnio del noventa por ciento de los canadienses sino que, a menos que algo menos drástico hubiese sucedido en la última semana, significaba que la revista era de hacía cinco anos. Muy actual.

Alcé la mirada y vi que la recepcionista me observaba con gesto desconfiado que la gente reserva habitualmente para los mendigos y los perros rabiosos. A través de la ventana podía ver al joven agente que había ido a Stonehaven, que estaba apoyado en el mostrador y hablaba con la recepcionista. Como los dos me miraban, supuse que era yo el tema de la conversación. Algo me dijo que no hablaban del lamentable estado de mis Reebok sucias. Sin duda él estaba contándole la historia de mis andanzas por el bosque. Justo lo que me hacía falta. Diez años dedicados a crearme una reputación decente en Bear Valley y se iba todo al diablo en un día, porque me vieron correteando desnuda por el bosque en una fría mañana de primavera y luego encontraron mi ropa hecha jirones, producto de algún extraño ritual sadomasoquista. Los pueblos como Bear Valley tenían un lugar especial para las mujeres como yo: invitadas de honor en el picnic y fogón anual del verano.

Mientras pasaba las hojas de las revistas, la puerta de la sala de espera se abrió. Alcé la vista para encontrarme con Karl Marsten, seguido de Thomas Le Blanc. Marsten llevaba pantalones de tela de algodón, zapatos de cuero que costarían mil dólares y una remera cara. No advertí lo que tenía puesto Le Blanc. Junto a Marsten, nadie se fijaría en él. Marsten entró con el aire descuidado, no fingido, de alguien que se ha pasado años estudiando cómo actuar así. 'Tenía las manos en los bolsillos, lo suficiente como para lucir relajado, no lo suficiente como para que sus pantalones se deformaran de un modo poco elegante. La media sonrisa en sus labios era la mezcla perfecta de interés, aburrimiento y diversión. Cuando le sonrió a la recepcionista, ella se enderezó y sus manos instintivamente acomodaron su blusa. Él murmuró unas palabras. Ella se sonrojó y se acomodó en la silla con los ojos brillantes. Marsten se acercó a los barrotes y dijo algo más. Entonces se volvió hacia mi y alzó la vista. Sacudí la cabeza. El único rasgo positivo de Karl Marsten es que sabia exactamente lo falso que era-

– Elena – dijo, sentándose a ni lado. Mantuvo baja la voz, aunque no susurró – Se te ve bien.

– No practiques conmigo, Karl.

Rió.

– Quiero decir que te vez sorprendentemente bien luego de haberte topado con Zachary Cain. Supongo que por eso tienes un raspón en la mejilla. También supongo que ya no está en el juego.

– Algo así.

Marsten se inclinó hacia atrás y cruzó los tobillos, obviamente muy preocupado por el deceso de su socio

– No te he visto por un tiempo. ¿Cuánto ha pasado, dos años? Demasiado. No me mires así. No estoy practicando contigo y no te ataco. Dios me ha dado unos gramos de cerebro. Simplemente quise decir que extraño hablar contigo. Aunque más no sea, tu compañía es siempre intrigante.

Le Blanc se había sentado al otro lado de mi. Lo ignoré. Dada la opción, prefería hablar con Marsten antes que con el hombre que había matado a Lagan.

– Leí un par de artículos tuyos en la revista -continué Marsten-. Muy bien escritos. Parece que tienes una carrera exitosa.

– No tanto como otros -dije, mirando su Roler-. ¿Lo compraste o es robado?

Le brillaron los ojos.

– Adivina.

Lo pensé.

– Lo compraste. Sería más fácil -y más barato- robarlo, pero tú no usarías el reloj de otra persona. Aunque no te molestaría comprarlo con el dinero que obtuviste robando las joyas de alguien.

– Cómo siempre, acertaste.

– Los negocios deben de andar bien.

Marsten volvió a reír.

– Me va bastante bien, gracias, considerando que soy un inútil para cualquier otra cosa Y hablando de eso, me encontré con algo hace unos meses que me hizo pensar en ti. Un collar de platino con un dije con la forma de una cabeza de lobo. Una artesanía exquisita. La cabeza está hecha de filigrana de platino con ojos de esmeralda. Muy elegante. Pensé en enviártelo, pero calculé que terminaría en el tacho de basura más cercano.