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– ¿Qué carajo es eso? -preguntó.

– Un camisón.

– ¿Duermes con eso?

Si no sería un vestido, ¿verdad? -le ladré, inexplicablemente enojada de haberme equivocado respecto de quién estaba preparando mi desayuno.

A Clay le temblaron los labios, como si contuviera la risa.

– Es muy… dulce, cariño. Parece algo que te hubiera comprado Jeremy Ah, dicho sea de paso. Te mandó flores.

– ¿Jeremy?

Clay negó con la cabeza.

– Están junto a la puerta de entrada

Fui hasta la entrada y me encontré con una docena de rosas rojas en un florero plateado. La tarjeta decía: '”Te dejé dormir. Bienvenida a casa. Te extrañé. Philip”.

¿Ven? Nada había cambiado. Philip seguía tan atento como siempre. Tomé el florero con una sonrisa y pensé en dónde ponerlo. ¿La mesa del living? No, las flores eran demasiado altas. ¿En la mesita del recibidor? Demasiadas cosas. ¿La cocina? Abrí la puerta. No había lugar.

– El dormitorio -murmuré y retrocedí.

– Agua -me dijo Clay.

– ¿Qué?

– Necesitan agua.

– Lo sé.

– Y sol -agregó.

No contesté. Hubiera recordado que necesitaban agua y sol… eventualmente. Debo reconocer que nunca entendí demasiado la costumbre de enviar flores. Seguro, se ven lindas, pero no hacen nada. No es que no me gustaran. Sí que me gustan. Jeremy siempre cortaba flores del jardín y las ponía en mi cuarto y yo disfrutaba de ellas. Claro que si él no las ponía en un lugar soleado y no les ponía agua, yo no habría disfrutado de ellas por mucho tiempo. Soy mucho más apta para matar cosas que para tenerlas vivas. Qué bien que nunca haya pensado en tener chicos.

Luego de ponerles agua y colocar las rosas en el cuarto, volví a la cocina. Clay puso dos panqueques en mi plato y estaba por servirme un tercero.

– Así está bien -dije, retirando mi plato.

Enarcó ambas cejas.

– Por ahora- Por supuesto que comeré más después de terminar con éstos.

– Es todo lo que comes cuando él está aquí? Me sorprende que puedas llegar al trabajo sin desmayarte. No puedes comer así, Elena. Tu metabolismo necesita…

Retiré mi silla. Clay se detuvo y sirvió tocino, luego se sirvió en su plato y se senté.

– ¿A qué hora vas al trabajo? -preguntó.

– Llamé anoche y dije que estaría a las diez.

– Entonces mejor nos ponemos en marcha. ¿Cuánto tardas en caminar hasta allí? ¿Treinta, cuarenta minutos?

– Voy en el metro.

– ¿En metro? odias el metro. Toda esa gente metida en un vagón, con extraños que te empujan y el olor…

– Me acostumbré.

– ¿Para qué molestarse? Es una linda carminata por Bloor.

– La gente no va al trabajo caminando -dije-. Va en bicicleta, en patines, corre. No tengo una bicicleta ni patines y no puedo correr con una pollera.

– ¿Vas con pollera al trabajo? Odias las polleras.

Alejé mi plato y me levanté de la mesa.

Traté de convencer a Clay de que él podía caminar hasta mi trabajo y que yo tomaría el metro sola. Pero no aceptó. Por mi seguridad y de acuerdo con la voluntad expresa de su líder, soportaría la tortura del metro. Debo reconocer que me dio demasiado placer verlo sufrir los siete minutos que duró el viaje. No es que se retorciera. Cualquiera que lo observara habría visto a un hombre parado en un vagón atestado, vigilando con impaciencia el cartel donde se veía el avance del tren. Sólo lo delataba su mirada, y para eso había que conocerlo lo suficiente. En el fondo de su mirada se veía un animal enjaulado, claustrofobia con partes iguales de indignación y pánico inminente. Cada vez que alguien lo rozaba, aferraba un poco más fuerte la barra. Respiraba por la boca y mantenía la vista clavada en el mapa; sólo desviaba los ojos para verificar el nombre de cada estación cuando el tren se detenía. Una vez me miró a mí. Le sonreí y le mostré que estaba relajada. Con ira, volvió a mirar el cartel y me ignoró el resto del viaje.

Fui a almorzar con mis compañeras de trabajo. Al volver, vi una figura familiar sentada en un banco frente al edificio donde estaba frente donde estaba mi oficina. Inventé una excusa para no volver y fui hasta donde estaba Clay.

– ¿Qué pasa? -pregunté al acercarme por detrás. Se volvió y sonrió.

– Hola, cariño. ¿Fue un buen almuerzo?

– ¿Qué haces aquí?

– Te estoy cuidando, ¿recuerdas?

Me detuve.

– Por favor, no me digas que has estado sentado aquí toda la mañana.

– Por supuesto. Pensé que no me dejarían estar en tu oficina.

– No puedes quedarte sentado aquí.

– Por qué no? Déjame adivinar. La gente normal no se queda sentada en bancos de la calle todo el día. No te preocupes, cariño. Si vienen a arrestarme, me cambiaré de banco, al otro lado de la calle.

Miré hacia el edificio, para asegurarme de que no salía nadie.

– No trabajo en mi oficina todo el día, sabes. Tengo entrevista con un concejal esta tarde, luego tengo que cubrir un acto en…

– Iré contigo. A prudente distancia, para asegurarme de que no tengas que soportar el horror de asociarte en público conmigo.

– Quieres decir que me vas a vigilar

Clay sonrió.

– Una habilidad que siempre es bueno practicar para mejorarla.

– No puedes quedarte aquí.

– Y volvemos a lo mismo…

– Por lo menos haz algo. Lee un libro, un diario, una revista.

– Claro, y dejar que algún callejero se me pase mientras hago el crucigrama.

Alcé las manos y volví al edificio. Cinco minutos más tarde, salí hasta su banco.

– ¿Ya me estabas extrañando? Preguntó sin darse vuelta.

Dejé caer una revista por sobre su hombro en su falda. La tomó, miró la tapa y frunció el entrecejo.

¿Autos deportivos?

– Es una revista para tipos buenos -dije-, al menos haz que la lees.

Pagó unas páginas hasta detenerse en la foto de una pelirroja en bikini, tirada sobre la capota de un Corvefle Stingray. Miró el texto y examinó la foto.

– ¿Qué hace la mujer allí? -preguntó.

– Está tapando un raspón en la capota. Era más barato que arreglarlo.

Pasó unas páginas más de mujeres con poca ropa y autos clásicos.

– Nick tenía revistas como éstas cuando éramos chicos. Pero sin autos. -Giró una foto de costado. -Y sin trajes de baño.

– Haz de cuenta que lees. ¿está bien? -dije, volviendo hacia la puerta-. Nunca se sabe. Quizá yo tenga suerte y encuentres algo que te guste.

– Creí que te gustaba mi auto.

Empecé a alejarme.

– No me refería a los autos.

Después de la cena, Clay y yo nos quedamos en el departamento jugando a las cartas. Para cuando negó Philip a casa, yo le iba ganando treinta dólares y cincuenta centavos. Acababa de ganar mi cuarto juego seguido y estaba jactándome de eso del modo más inmaduro cuando llegó Philip. En cuanto Philip pidió jugar. Clay decidió que era hora de ir a bañarse nuevamente. A ese ritmo, iba a ser el tipo más limpio de Toronto. Philip y yo jugamos un par de vueltas, pero no era lo mismo. Philip no jugaba por dinero. Lo que es peor, quería que yo jugara de acuerdo con las reglas.

Esa noche Jeremy se contactó conmigo para ver si estábamos bien. Aunque había prohibido las llamadas, no significaba que no estuviéramos comunicados. Como ya dije, Jeremy tenía su propio modo de contactarse con nosotros, a través de una especie de conexión psíquica nocturna Todos los licántropos tenían cierto grado de poder psíquico. La mayoría lo ignoraba. Porque era algo un tanto demasiado místico para criaturas más acostumbradas a comunicarse con los dientes y los puños que con sus mentes.

Clay y yo compartíamos una especie de vinculo mental, quizá porque él fue quien me mordió. No era que pudiéramos leernos las mentes ni nada tan impactante, Era algo más parecido a ese mayor entendimiento del que hablan los mellizos, cosas pequeñas como sentir un pellizco cuando él se hiere o saber cuando está cerca aunque no pueda vedo ni oírlo ni olerlo. Todo eso me ponía incómoda, así que no era algo que cultivara o ni siquiera aceptara.