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Mis padres murieron cuando yo tenía cinco años. Volvíamos a casa de una feria, por un camino secundario, porque mi madre quería mostrarme una potranca de pony diminuta que había visto en una granja por allí. Oía reír a mi padre en el asiento delantero, preguntándole a mi madre cómo esperaba que viera algo en un campo a medianoche. No recuerdo lo que sucedió, ni chillidos de ruedas, ni gritos, ninguna pérdida de control. Sólo la oscuridad.

No sé cómo llegué a la banquina. Me habían sujetado con el cinturón de seguridad, pero debí arrastrarme hasta allí luego del accidento. Lo único que recuerdo es que estaba sentada en la grava junto a la cabeza de mi padre, mirando sus ojos que me observaban, rogándome que lo ayudara. Su cuerpo estaba a cinco metros. Recuerdo que empecé a sollozar, una niña de cinco años, en cuclillas junto al camino, mirando la cabeza decapitada de mi padre y sollozando porque estaba oscuro y nadie venía a ayudarme, sollozando porque mi madre estaba en el auto aplastado, sin moverse y el cuerpo de mi padre estaba tendido sobre la capota y su cabeza aquí en la tierra y estaba tan oscuro y frío y nadie venía a socorrerme. Si tenía más familiares, nunca lo supe. La única persona que trató de reclamarme cuando murieron mis padres fue la mejor amiga de mi madre y no me entregaron a ella porque no estaba casada. Sin embargo sólo pasé unas pocas semanas en el orfelinato antes de que me adoptara la primera pareja que me vio. Aún puedo verlos, arrodillados ante mí, diciendo con palabras de bebé lo linda que era. Tan chiquita, tan perfecta con mi pelo rubio casi albino y mis ojos azules. Dijeron que era una muñeca de porcelana. Se llevaron la muñeca a casa y comenzaron su vida perfecta. Pero no funcionó así. Su muñeca hermosa se quedaba sentada en una silla todo el día y no abría nunca la boca y por la noche -todas las noches- gritaba hasta el amanecer. Pasadas tres semanas me llevaron de nuevo. Así que pasé de una familia adoptiva a otra, y siempre me escogían por mi rostro pero eran incapaces de manejar mi psiquis trastornada.

Cuando llegué a la adolescencia, las parejas que me sacaban del orfanato eran distintas. Ya no era la esposa quien me elegía sino el marido, que se sentía atraído por mi belleza infantil y mi temor. Me convertí en la elección favorita de depredadores masculinos que buscaban una niña muy especial. Contradictoriamente, fueron esos monstruos los que me hicieron descubrir mi fuerza. Al crecer comencé a entender lo que eran. No cucos poderosos que se metían en mi cuarto de noche, sino criaturas débiles aterrorizadas de que las rechazara y denunciara. Al advertirlo, comencé a perder el temor. Podían tocarme, pero no podían tocarme a mi, no al yo que estaba más allá de mi cuerpo. Al disiparse el temor, también lo hizo la ira. Los despreciaba, lo mismo que a sus esposas igualmente débiles y ciegas, pero no eran dignos de mi ira. Al mismo tiempo descubrí otra fuente de poder: la fuerza de mi cuerpo. Crecí alta y delgada. Una profesora me inscribió en el programa de prácticas en la pista de deportes, pensando que me permitiría relacionarme con otros chicos. No fue así, pero aprendí a correr; descubrí el placer inigualado de lo físico, sentí mi fuerza y mi velocidad por primera vez. Para cuando promediaba la escuela secundaria hacía pesas y ejercicio todos los días. Mi padre adoptivo ya no me tocata Para entonces ya nadie me habría tomado por una víctima

– ¿Es aquí, señorita? -preguntó el chofer.

No sentí detenerse el auto, pero al mirar por la ventanilla vi que estábamos frente a la verja exterior de Stonehaven. Habla una figura sentada en el pasto, con los tobillos cruzados y apoyada en el muro de piedra. Clayton.

El chofer forzó la vista, tratando de adivinar la casa en la oscuridad, sin ver la placa de bronce ni el hombre esperando junto a la verja. La luna se había ocultado tras una nube y las luces de la entrada estaban apagadas.

– Aquí me bajo – Dije.

– No. No puede señorita. No es seguro. Hay algo allí.

Pensé que se refería a Clay. «Algo» era una buena descripción. Estaba por decir que, desgraciadamente, conocía a ese «algo», cuando el chofer dijo:

– Hemos tenido problemas en este bosque, señorita. Parece que hay perros salvajes. Una de las chicas del pueblo fue encontrada cerca de aquí. Masacrada por los perros. La encontró un amigo mío y dijo… bueno, que no era nada lindo de ver, señorita. Quédese sentada y yo abriré la puerta y la llevo al interior.

– ¿Perros salvajes? -repetí, segura de que había escuchado mal.

– Así es. Mi amigo encontró huellas. Enormes. Un tipo de la universidad dijo que las huellas eran de un solo animal, pero no puede ser. Tiene que ser una Jauría. Usted no ve… -La mirada del chofer fue hasta la ventana lateral y saltó. -¡Por Dios!

Clay había dejado su lugar junto al portón y se materializó junto a mi ventanilla. Estaba parado allí mirándome, con una sonrisa lenta iluminándole los ojos Tomó la manija de la puerta. El chofer se dio vuelta y puso el auto en cambio.

– Está bien -le dije, muy a pesar mío-, me espera a mí.

Se abrió la puerta. Clay metió la cabeza.

– ¿Vas a bajar o sólo lo estás pensando? -preguntó.

– Mire -dúo el chofer, volviéndose-. No se va a bajar. Si usted es lo suficientemente tonto como para andar por este bosque de noche es asunto suyo, pero no voy a dejar que esta señorita camine hasta la casa que está a no sé qué distancia. Si quiere que lo lleve, abra el portón y suba. Si no, cierre la puerta.

Clay se volvió hacia el chofer; como si recién advirtiera su presencia. Estiró los labios y abrió la boca. Sabía que no iba a decir nada bonito. Antes de que Clay pudiera armar un escándalo, abrí la puerta del otro lado y me bajé. Cuando el chofer bajó su ventanilla para detenerme, dejé caer un billete de cincuenta en su falda y di la vuelta por atrás del taxi. Clay cerró la puerta con un golpe y se dirigió hacia el camino de entrada. El chofer vaciló y luego se fue a toda velocidad, lanzando una lluvia de grava en señal de disgusto por nuestra tontería juvenil.

Al acercarme, Clay dio un paso atrás para observarme. Pese al aire frío de la noche, sólo llevaba jeans descoloridos y una remera negra, que permitían apreciar sus caderas angostas, pecho amplio y bíceps perfectamente esculpido. No había cambiado nada en los diez años transcurridos desde que lo había conocido. Siempre esperaba ver alguna diferencia: unas cuantas arrugas, una cicatriz, cualquier cosa que afectara su aspecto de modelo y lo convirtiera en un mortal igual que todos los demás, pero siempre me veía desilusionada.

Al avanzar hacia él, inclinó la cabeza y sus ojos nunca dejaron de mirar los míos. Sus dientes blancos destellaron una sonrisa.

– Bienvenida a casa, cariño. -Su acento sureño deformó la palabra cariño y la hizo sonar como si cantara una canción country del oeste. Yo odiaba esa música.

– ¿Eres el comité de recepción? ¿O es que Jeremy por fin te ató a la verja, que es donde debes estar?

– Yo también te extrañé.

Extendió la mano para tomarme, pero lo esquivé y luego inicié la marcha de cuatrocientos metros hasta la casa. Clay me siguió. Una brisa de aire fresco nocturno alzó un mechón de pelo de mi nuca y me trajo una variedad de olores: cedro, el perfume leve de las flores de manzano y también el aroma de una cena devorada hacía rato. Cada olor aflojaba mi tensión, con recuerdos placenteros. Me sacudí, rechazando esa sensación y obligándome a mantener la vista en el camino, concentrada en no hacer nada, no hablar con Clay, no oler nada, sin mirar a izquierda o a derecha. No me atrevía a preguntarle a Clay qué pasaba. Eso significaría hacerlo hablar y sería indicativo de que quería conversar con él. Con Clay hasta el más mínimo intercambio era peligroso. Por más que estuviera ansiosa por saber qué pasaba, tendría que esperar a que me lo dijera Jeremy.