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Su actitud era muy solemne y resultaba obvio que creía a pies juntillas que iba a morir. El párroco quiso decir algo respecto a que no daba la impresión de estar muy enfermo; pero el doctor, sin embargo, que le había examinado y auscultado el corazón, dijo muy serio: «No crea, no crea, Stark Ingmar sabe lo que se dice. No está aquí postrado aguardando la muerte en vano, no.»

Cuando Barbro entró para desplegar el magnífico tapiz sobre él, el viejo palideció ligeramente.

– El final se aproxima -dijo, y acarició la mano de Barbro-. Quiero darte las gracias por esto y por todo lo que has hecho. Y perdóname que haya sido duro contigo últimamente.

Ella sollozó. Había tanta aflicción acumulada en su interior que le costó muy poco romper a llorar. El viejo volvió a acariciarle la mano y sonrió al verla llorar.

– Pronto tendremos a Ingmar aquí -dijo.

– Ya ha llegado -dijo Barbro-. Yo sólo he venido primero a decírtelo.

Cuando Ingmar entró, el viejo se incorporó trabajosamente en el lecho y le tendió la mano.

– Bienvenido seas -dijo.

Ingmar no era el mismo que había sido unas horas antes. Parecía cansado y abatido.

– No imaginaba que fueras a darme el disgusto de morirte el día de mi llegada -dijo.

– No me culpes por eso -contestó el viejo como excusándose-. Seguro que recordarás que don Ingmar me prometió que iría con él tan pronto volvieses de la peregrinación.

Ingmar se sentó en el borde de la cama. El anciano se puso a acariciarle la mano y guardó silencio. Era perceptible que la muerte se aproximaba. Stark Ingmar palidecía por momentos y en el pecho la respiración le silbaba pesadamente.

Barbro salió de la habitación y entonces el abuelo aprovechó para interrogar a Ingmar.

– ¿Regresas satisfecho? -le preguntó escudriñándolo severamente.

– Sí -dijo Ingmar muy tranquilo, y le dio unos golpecitos en la mano-. El viaje ha merecido la pena.

– Por aquí han corrido rumores de que traerías a Gertrud contigo.

– Sí, ha venido conmigo y se va a casar con Gabriel, el hijo de Hök Matts.

– Y tú, Ingmar, ¿estás conforme?

– Plenamente conforme -respondió con decisión.

El abuelo lo miró interrogante. Sacudió la cabeza. Daba la impresión de que mucho de todo aquello se le escapaba.

– ¿Qué le pasa a tu ojo? -dijo.

– Lo perdí en Jerusalén.

– ¿Y con eso también estás conforme? -preguntó el viejo.

– Ay, abuelo, ya sabes que a aquel que obtiene una gran dicha nuestro Señor siempre le pide algo a cambio.

– ¿Y te ha concedido una gran dicha?

– Sí -respondió Ingmar-, he podido reparar el mal que he hecho.

El moribundo empezó a removerse en la cama.

– ¿Tienes dolores? -le preguntó Ingmar.

– No, pero estoy preocupado.

– Dime qué es.

– Ingmar, ¿no me estarás mintiendo para que pueda morir en paz? -dijo el viejo con mucha ternura. Ingmar, pillado por sorpresa, perdió la serenidad desmoronándose entre sollozos-. ¡Cuéntame la verdad! -pidió Stark Ingmar.

Al punto Ingmar se calmó y dejó de sollozar.

– Creo que tengo derecho a llorar cuando estoy a punto de perder a un amigo como tú.

La respuesta desasosegó todavía más al viejo, cuya frente se perló de sudor frío.

– Acabas de volver a casa, Ingmar -dijo-, y no sé yo si te iban llegando noticias de la finca.

– Sí, de eso que estás pensando me enteré en Jerusalén.

– Tendría que haber vigilado mejor lo que era tuyo -dijo Stark Ingmar.

– Te diré una cosa, abuelo: te equivocas si piensas algo malo de Barbro.

– ¿Que me equivoco, dices? -repuso el viejo.

– Sí -contestó Ingmar subiendo la voz-. Menos mal que he vuelto a casa, así al menos tendrá a alguien que la defienda.

El viejo quiso contestar pero Barbro, que había salido al comedor para preparar la bandeja con el café para los visitantes, había escuchado toda la conversación por la puerta entornada. Ahora entró rápidamente en la alcoba y se dirigió hacia Ingmar para decirle algo. Pero en el último momento pareció cambiar de opinión y se inclinó sobre el abuelo, preguntándole cómo se encontraba.

– Desde que he podido hablar con Ingmar me encuentro mejor -respondió él.

– Sí, sienta bien hablar con él -dijo Barbro, y fue a sentarse junto a la ventana.

Poco después quedó de manifiesto que Stark Ingmar se disponía para el tránsito. Yacía con los ojos cerrados y las manos entrelazadas. Los presentes guardaban silencio para no molestarle.

Sin embargo, en su mente, Stark Ingmar no hacía más que retroceder al día en que muriera don Ingmar. Veía la alcoba tal como estaba cuando él entró para despedirse. Recordó a los pequeños rescatados por su amo, que estaban sentados en la cama junto a él cuando murió. Al rememorar este detalle se ablandó sobremanera. «¿Ve usted, don Ingmar, como es mucho más importante que yo? -musitó, convencido de que su amigo de juventud se encontraba muy cerca de él-. El párroco y el doctor están aquí, y su tapiz está extendido sobre mi pobre cuerpo pero me falta un niñito que juegue a los pies de la cama.» Apenas pronunciadas esas palabras, oyó que alguien le respondía: «Pues en la finca hay un niño por el que podrías realizar una buena acción desde tu lecho de muerte.»

Al oír aquello, Stark Ingmar sonrió. Creyó comprender lo que debía hacer. Con una voz ya muy debilitada pero todavía nítida, empezó a lamentarse de que el párroco y el médico tuvieran que esperar tanto rato a que muriera.

– Pero ya que el señor párroco se encuentra aquí -dijo-, aprovecho para decirle que en la casa hay un niño sin bautizar. Y me preguntaba si usted, señor párroco, no tendría la bondad de bautizarlo mientras espera.

La habitación estaba ya antes sumida en el silencio, pero tras aquellas palabras el silencio aún se hizo más profundo. No obstante, el párroco dijo:

– Qué buena idea por tu parte, Stark Ingmar. Hace tiempo que deberíamos haber pensado en ello.

Barbro se levantó de un brinco, consternada.

– No, ¿no querrá hacer eso ahora? -dijo. Había vivido en la creencia que el bautizo significaría anunciar quién era el padre del niño y por esa razón lo había pospuesto. «Tan pronto Ingmar y yo estemos definitivamente divorciados lo bautizaré», había pensado. Ahora no cabía en sí de espanto. Tampoco sabía de qué modo proceder ahora que Ingmar ya no iba a desposar a Gertrud.

– Podrías darme la satisfacción de realizar una buena acción en mi lecho de muerte -dijo Stark Ingmar, utilizando las mismas palabras que le había parecido escuchar hacía un momento.

– No puede ser -dijo Barbro.

Entonces intervino el médico a fin de que triunfara la voluntad del viejo.

– Estoy seguro de que Stark Ingmar respirará mejor si se le da la oportunidad de pensar en otra cosa que en la inminencia de su muerte.

Barbro se sentía como maniatada por aquello que le pedían en una habitación donde un hombre estaba a punto de exhalar su último suspiro. Débilmente, se quejó:

– ¿Acaso no pueden entender que es imposible?

El párroco se acercó a ella y le dijo con gravedad:

– Barbro, es necesario que tu hijo sea bautizado, entiéndelo.

– Sí, claro, pero hacerlo ahora no me parece apropiado -murmuró ella-. Mañana iré a la parroquia con el niño. No sería decoroso hacerlo hoy que Stark Ingmar está en las últimas.