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– ¿No estás enfadado? -preguntó Sarah, sorprendida y dolida a un tiempo.

– Nada de eso, muñeca.

Hubo un largo silencio.

– ¿Estás contento?

Otro silencio.

– Te encanta preguntar todas esas cosas ¿verdad, Sarah? ¿Qué importa cómo me siento? Cometimos un error y tu padre ahora nos está ayudando a salir de él. Es un buen hombre, y creo que obramos correctamente. Si te he causado algún trastorno, lo siento…

Hablaba como si se tratara de un lamentable fin de semana o una tarde poco afortunada. Freddie no tenía ni idea de lo que había hecho sufrir a su mujer durante todo un año. Nadie se había dado cuenta. Y no sólo eso. Él se sentía incluso feliz de acabar de una vez.

– ¿Y qué vas a hacer ahora? -quiso saber Sarah.

Le costaba hacerse a la idea. Todo era demasiado reciente y confuso. Lo único que tenía claro era que no quería regresar a Nueva York. No quería ver a nadie, ni tener que explicar nada del porqué de su ruptura con Freddie van Deering.

– Igual me voy a Palm Spring por unos meses. O a lo mejor paso el verano en Europa.

A medida que hablaba iba improvisando sus planes.

– No está mal.

Era como hablarle a un extraño, y eso le producía aún mayor tristeza. Nunca se habían llegado a conocer, su relación no había sido más que un juego, y ella había salido perdiendo. Los dos, a decir verdad, sólo que Freddie parecía no darse cuenta.

– Cuídate -dijo él, como si se tratara de dos compañeros de clase que se iban a dejar de ver durante una temporada, aunque no sería una temporada, sino para siempre.

– Gracias – replicó mirando el teléfono, inexpresiva.

– Ahora me tengo que ir, Sarah. -Ella asintió en silencio con la cabeza-. ¿Sarah?

– Sí…, perdona…, gracias por llamar.

«Gracias por este año tan horrible, señor Van Deering… Gracias por destrozarme el corazón.» Quiso preguntarle si la había amado alguna vez, pero no encontró el valor; pensó que, de todos modos, ya sabía la respuesta. Era obvio que no. Freddie no amaba a nadie, ni siquiera a sí mismo, y desde luego tampoco a Sarah.

La amargura le duró todo el mes, y el siguiente, hasta septiembre. Su madre lo notaba. Lo único que atrajo su atención en julio fue la desaparición de Amelia Earhart, y unos días más tarde la invasión de China por los japoneses. No dejaba de pensar en el divorcio. Se sentía culpable de todo, y no podía soportar ser motivo de deshonra para su familia. Pasó por momentos muy duros cuando nació el hijo de Jane, pero tuvo el coraje de ir con su madre a Nueva York para visitar a su hermana al hospital. Tuvo una criatura preciosa, a quien pusieron por nombre Marjorie. Después de haberla visto, insistió en conducir ella de vuelta a Southampton. Tenía ganas de estar sola. Se pasaba la mayor parte del tiempo reflexionando sobre su pasado, tratando de encontrar una explicación a todo lo que le había acontecido. De hecho, era mucho más sencillo de lo que ella pensaba. Había contraído matrimonio con un hombre al que no conocía realmente, un hombre que había llegado a ser un marido odioso. Eso era todo. Pero, de alguna manera, ella continuaba culpándose, y se llegó a convencer de que lo mejor que podía hacer era alejarse del mundo, mantenerse aparte, para que la gente olvidara que existía, y no pudiera atormentar a sus padres por su pecado. Por consideración hacia ellos, y hacia ella misma, se obstinó literalmente en desaparecer.

– No puedes seguir así durante el resto de tu vida, Sarah -le recriminó su padre con severidad.

Después de la fiesta del día del Trabajo, cuando las vacaciones se hubieron acabado, tuvieron que regresar a Nueva York. Los procedimientos legales seguían el curso previsto. Freddie estaba en Europa tal y como le había comentado, pero había dejado todo en manos de su abogado, que colaboraba de buen grado con los Thompson. La audiencia se fijó para noviembre, y el divorcio se haría efectivo exactamente un año más tarde.

– Debes volver a Nueva York -le encareció su padre.

No querían abandonarla allí, recluida, como si fuera un miembro de la familia del que se sintieran avergonzados. Pero aunque era una locura, así era como se sentía ella, y por eso rechazó la intención de su hermana de visitarla con la niña en octubre, cuando volvieran a Long Island.

– No quiero volver a Nueva York, Jane. Ahora soy feliz aquí.

– ¿Con Charles y los tres viejos criados, helándote de frío todo el invierno? Vamos, no seas tonta. Ven a casa. Tienes sólo veintiún años y no puedes dejar escapar tu vida de esa manera.

Debes aprender a empezar de nuevo.

– No quiero -dijo con fragilidad, evitando mostrar interés por la criatura.

– No seas idiota.

Sarah se sorprendió al ver a su hermana mayor tan exasperada.

– ¿Qué sabrás tú, maldita sea? Tienes un marido que te quiere y dos hijos. Nunca has sido una carga o motivo de desgracia para nadie. Eres la esposa, la hija, la hermana y la madre perfectas. ¿Qué sabes tú de mi vida? ¡Nada en absoluto! -Parecía furiosa, y lo estaba, pero no con Jane sino consigo misma, y su hermana lo sabía. Furiosa con su destino…, y con Freddie. En seguida se arrepintió y miró a su hermana con tristeza-. Perdóname, lo único que deseo es quedarme aquí, alejarme de todo.

Ni siquiera podía encontrar las palabras adecuadas para expresarse.

– Pero ¿por qué?

Jane no podía comprenderlo. La veía joven y bonita y, además, no era la primera mujer que se divorciaba. El problema era que Sarah se comportaba como si hubiera asesinado a alguien,

– No quiero ver a nadie. ¿Es que no puedes entenderlo?

– ¿Y cuánto tiempo piensas pasar así?

– Pues toda la vida. ¿Vale? ¿Te parece suficiente? ¿Lo entiendes ahora?

Odiaba tener que responder a todas aquellas preguntas.

– Sarah Thompson, estás loca.

En los trámites de la separación, su padre había dispuesto que recuperara el apellido de soltera lo antes posible.

– Tengo derecho a hacer lo que quiera con mi vida. Puedo hacerme monja si me da la gana -le dijo con terquedad a su hermana.

– Primero tendrías que hacerte católica -observó Jane con una sonrisa, aunque Sarah no lo encontró gracioso.

Eran de confesión episcopaliana desde que nacieron. Jane empezó a pensar que su hermana estaba un poco trastornada. Era cuestión de tiempo, o al menos eso es lo que todos esperaban, pero cada vez estaban menos seguros.

Sarah mantuvo firme su decisión de no trasladarse a Nueva York. Hacía tiempo que su madre había recogido y guardado en cajas todas sus cosas del apartamento. No quería ni verlas. En noviembre, acudió a la vista oral de su divorcio vestida de negro y con cara fúnebre. Estaba tan bonita como siempre, pero su rostro reflejaba miedo. Permaneció sentada estoicamente hasta que todo hubo terminado. Sin perder un instante, cogió el coche y se llegó a Long Island. Acostumbraba dar largos paseos por la playa a diario, incluso en los días más gélidos, cuando el viento le fustigaba el rostro hasta hacerle sentir dolor. Vivía inmersa en la lectura y escribía cartas a su madre, a Jane y a algunas viejas amistades, pero al mismo tiempo seguía sin deseos de verlas.

En navidades toda la familia volvió a reunirse en Southampton. Sarah apenas hablaba. La única ocasión en la que mencionó lo del divorcio fue a su madre, porque oyó algo por la radio relacionado con la separación del duque y la duquesa de Windsor. Sintió una penosa afinidad con Wally Simpson, pero su madre le aseguró que ella no tenía nada en común con aquella mujer.

Al llegar la primavera, su aspecto experimentó al fin una notable mejoría, se sentía mejor, más relajada, había ganado algo de peso y sus ojos habían despertado del mortecino letargo. Por aquel entonces su intención era la de encontrar una casa en algún lugar solitario de Long Island, para alquilarla, o quién sabe si comprarla.