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– ¿Y bien? -preguntó mientras conducía hacia el sur por la Nacional 20, hacia Orléans-. ¿Qué hay de nuevo? ¿Algún novio?

– Nadie en especial -contestó fríamente, lo que no era habitual en ella.

De costumbre, le encantaba fanfarronear con él sobre su última conquista. Pero en estos últimos días se mostraba mucho más reservada, y estaba haciéndose cada vez más bonita. Parecía como su madre, pero de una forma más sensual y sugerente. Todo en ella sugería pasión y gratificación inmediata. Y la inocencia subyacente que mostraba no hacía sino hacer más tentadora la invitación.

– ¿Cómo va la escuela? -siguió preguntando.

Todavía iba a la escuela en La Marolle, lo que él creía un error. Pensaba que debería ir fuera, a otra escuela o quizás a un convento. Él, al menos, había sido lo bastante listo como para portarse con discreción cuando tenía su edad; aparentaba la mayor de las inocencias y fingía jugar al tenis después de la escuela, aunque en realidad mantenía una relación con una de las profesoras. Nunca los habían descubierto, aunque la mujer se había puesto finalmente seria y le había amenazado con suicidarse cuando él la dejó, algo que realmente le alteró bastante. Después fue la madre de uno de sus amigos, pero eso también resultó complicado y, como resultado, llegó a la conclusión de que era más fácil ir detrás de las jovencitas vírgenes antes que meterse en complicaciones con mujeres mayores que él. A pesar de todo, seguían intrigándole. Se mostraba totalmente omnívoro cuando se trataba de mujeres. Las adoraba a todas, viejas y jóvenes, hermosas, sencillas, inteligentes y a veces, incluso a las feas. Isabelle le acusaba de no tener gusto, y sus amigos decían que era lascivo, lo que no dejaba de ser cierto, pero eso no constituía ningún pecado para Julian. Le agradaba serlo a la menor oportunidad.

– La escuela es algo estúpido y aburrido -le contestó Isabelle, con expresión petulante-, pero ahora ha terminado, gracias a Dios, al menos por este verano.

La enfurecía que no se marcharan a ninguna parte hasta agosto. Su madre le había prometido un viaje a Capri, pero quería quedarse en el château hasta entonces. Tenía cosas de las que ocuparse, cambios que quería introducir en la tienda de París, y reparaciones que había que hacer en la granja y en los viñedos.

– Es tan aburrido estar aquí -se quejó.

Encendió un cigarrillo, dio unas cuantas chupadas y luego lo tiró por la ventanilla. Julian no creía que fumara; más bien trataba de impresionarle.

– A tu edad, a mí me gustaba mucho el château. Y mamá siempre deja que invites a quedarse a tus amigas.

– Pero no a los chicos -replicó ella con la mirada encendida.

Adoraba a su hermano pero a veces no parecía entender nada, sobre todo de un tiempo a esta parte.

– Muy divertido -ironizó él-. Pues a mí siempre me dejó que llevara a mis amigos.

– Muy divertido -le imitó ella.

– Gracias. Bueno, esperemos al menos que esta noche no sea tan aburrida. Pero será mejor que te comportes o te daré unos azotes.

– Muchas gracias. -Cerró los ojos y se arrellanó en el asiento del Alfa Romeo-. Y, a propósito, me gusta tu coche -añadió sonriéndole.

A veces, le agradaba su hermano.

– A mí también. Mamá ha sido muy amable.

– Sí. Probablemente, a mí me hará esperar hasta que haya cumplido los noventa.

Isabelle pensaba que su madre era irrazonable con ella. Pero, ante sus ojos, cualquiera que se interpusiera en sus deseos era una especie de monstruo.

– Quizás hayas obtenido para entonces el permiso de conducir.

– Oh, cállate.

En la familia se gastaban bromas acerca de lo mala conductora que era. Ya había estropeado dos de los viejos trastos que había en el château, y afirmaba que todo había sucedido porque resultaba imposible conducirlos y que eso no tenía nada que ver con su forma de conducir. Pero Julian pensaba de modo diferente, y jamás le habría permitido tocar el volante de su precioso Alfa Romeo.

Llegaron al château bastante antes que los invitados. Julian nadó un rato en la piscina y luego fue a ver si podía ayudar en algo a su madre. Sarah había contratado los servicios de una empresa local de banquetes, que preparó largas mesas provistas de selectos manjares. Se dispusieron varias barras y un entoldado sobre una enorme pista de baile. Habría dos orquestas, una local y otra más grande llegada desde París. A Julian le encantaba y le conmovía que su madre le ofreciera una fiesta tan fabulosa.

– Gracias, mamá -dijo, rodeándola con un brazo todavía húmedo después de su baño.

Tenía un aire esbelto y atractivo al lado de ella, goteando en su bañador. Emanuelle estaba junto a Sarah y fingió desmayarse al verlo.

– Cúbrete, querido. No estoy muy segura de que pueda tenerte en la tienda. -Y tampoco lo estaba nadie más. Tomó nota mental de vigilar a las chicas que trabajaban allí, por si a Julian se le ocurría llevarse a alguna de ellas a su apartamento, después del almuerzo. Sabía que tenía una dilatada reputación en ese sentido-. Vamos a tener que inventarnos algo en el trabajo para que parezcas feo.

Pero la verdad era que eso no podía hacerse. Julian rezumaba encanto y atractivo sexual, y era todo lo contrario que su hermano mayor, tan contenido y reprimido.

– Deberías vestirte antes de que llegaran los invitados -le dijo su madre sonriéndole.

– O quizá no -susurró Emanuelle, que siempre disfrutaba con un cuerpo atractivo y a la que le gustaba burlarse un poco de él.

Al fin y al cabo, era algo inofensivo. Ella no era más que una vieja amiga y él apenas un niño para ella, que acababa de cumplir los 50 años.

Julian bajó mucho antes de que llegaran los invitados, tras pasar una media hora con Xavier, mientras se arreglaba, hablándole de los vaqueros en el salvaje Oeste. Por alguna razón, Xavier estaba obsesionado con Davy Crockett, se sentía fascinado por todo lo estadounidense y le había dicho a alguien en la escuela que era de Nueva York, y que sólo estaría en Francia durante un año, mientras sus padres hacían unos negocios.

– ¡Bueno, mamá lo es! -se había defendido más tarde.

Quería ser estadounidense más que ninguna otra cosa. Como no había conocido a su padre y veía muy poco a Phillip, no experimentaba ninguna relación especial con lo británico. Y mientras que Julian se sentía claramente francés, a Xavier le parecía mucho más excitante fingir que era de Nueva York, de Chicago o incluso de California. Hablaba constantemente de tía Jane y de sus primos a los que no conocía, lo que no dejaba de divertir a Sarah, que a menudo le hablaba en inglés. El pequeño lo hablaba muy bien, como Julian, aunque con un cierto acento francés. El inglés de Julian era mejor, a pesar de lo cual parecía más francés, a diferencia de Phillip, que parecía realmente británico. A Isabelle no le importaba de dónde era, siempre y cuando estuviera lejos de sus parientes. Quería estar separada de todos ellos para poder hacer así lo que deseara.

– Quiero que esta noche seas un buen chico -le advirtió Julian a Xavier antes de ir a reunirse con sus amigos-. Nada de travesuras, ni de hacerte daño. Quiero divertirme en mi fiesta. ¿Por qué no te vas a ver la televisión?

– No puedo -contestó el niño con naturalidad-. No tengo ninguna.

– Puedes mirar la que hay en mi habitación -dijo Julian sonriéndole. Por muy imposible que fuera su hermano menor, lo quería mucho. Había sido como un padre para él y disfrutaba estando en su compañía-. Creo que esta noche dan un partido de fútbol.