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– ¡Estupendo! -exclamó regresando a la habitación de su hermano, tarareando Davy Crockett.

Julian todavía sonreía para sus adentros cuando se encontró con Isabelle en la escalera. Llevaba un vestido blanco muy escotado y corto, que apenas le llegaba a las ingles y que le cubría el estómago con una especie de malla.

– ¿Cardin? -le preguntó fingiendo frialdad.

– Courréges -le corrigió ella mirándole con malicia.

Era mucho más peligrosa de lo que ella misma se imaginaba. Un verdadero problema andante.

– Ya voy aprendiendo.

Pero también Sarah. Al verla, la envió de nuevo a su habitación para que se pusiera otra cosa. A continuación, Isabelle cerró con fuerza todas las puertas que encontró abiertas en su camino, mientras Emanuelle la observaba y Sarah suspiraba y se servía una copa de champaña.

– Esta hija va a terminar conmigo. Y si no lo hace ella, lo hará Xavier.

– También solías decir eso mismo de los otros -le recordó Emanuelle.

– No decía exactamente eso -le corrigió Sarah-. Phillip me desilusionaba porque se mostraba muy distante y frío, y Julian me preocupaba porque se acostaba con las madres de sus amigos y creía que yo no me enteraba. Pero Isabelle es una criatura completamente diferente. Se niega a comportarse, a controlarse o atender a razones.

Emanuelle no podía estar en desacuerdo con ella. No le habría gustado ser la madre de aquella jovencita. Verla siempre le hacía sentirse agradecida por el hecho de no haber tenido hijos. Xavier, sin embargo, era otra historia; se trataba de un niño imposible, pero tan cálido y mimoso que era irresistible. Era como Julian, pero más libre y aventurero. Desde luego, los Whitfield formaban un grupo interesante. Ninguna de las dos vio a Isabelle salir de nuevo llevando unos leotardos a rayas y una falda de cuero blanco incluso peores que lo que se había puesto la primera vez. Pero, por suerte para ella, Sarah no la vio en esta ocasión.

– ¿Te diviertes? -le preguntó Sarah a Julian varias horas más

tarde, cuando lo vio en medio de la fiesta.

Parecía estar un poco bebido, pero sabía que no le pasaría nada. Nadie tenía que conducir, y había trabajado tanto para graduarse en la Sorbona… Se lo merecía.

– ¡Mamá, estás estupenda! Es la mejor fiesta en la que he estado.

Estaba feliz, despeinado y ardiente. Llevaba bailando desde hacía horas con dos chicas que le planteaban el problema de tomar una decisión. Era una velada llena de agradables dilemas.

También le sucedía lo mismo a Isabelle. Estaba tumbada entre los matorrales, cerca de los establos, con un chico al que había conocido esa misma noche. Sabía que era un amigo de Julian, aunque no recordaba su nombre. Pero era el que mejor la había besado hasta entonces, y acababa de decirle que la amaba.

Finalmente, uno de los sirvientes la vio allí y le susurró algo a la duquesa, con discreción. Poco después, Sarah apareció como por ensalmo en el camino que conducía a los establos, acompañada por Emanuelle, fingiendo dar un paseo, enfrascadas en una conversación casual. Cuando Isabelle las oyó se alejó apresuradamente, a hurtadillas, y las dos mujeres se miraron y se echaron a reír, sintiéndose viejas y jóvenes al mismo tiempo. En agosto, Sarah cumpliría 56 años, aunque no los aparentaba.

– ¿Hiciste alguna vez cosas así? -preguntó Emanuelle-. Yo sí.

– Sólo las hiciste con los alemanes, durante la guerra -dijo Sarah bromeando y Emanuelle puntualizó con firmeza.

– Eso sólo fue para obtener información de ellos -replicó con orgullo.

– Fue un milagro que no nos mataras a todos -la reprendió Sarah ahora, treinta años más tarde.

– Hubiera querido matarlos a todos ellos -dijo ella apasionadamente.

Entonces, Sarah le dijo que Joachim había aparecido poco después de la boda de Phillip. No se lo había dicho hasta ese momento, y eso molestó a Emanuelle.

– Me sorprende que todavía esté con vida. Muchos murieron cuando regresaron a Berlín. Era bastante decente, para tratarse de un nazi, pero un nazi siempre es un nazi…

– Parecía tan triste, y tan viejo. Supongo que lo desilusioné amargamente. Tengo la impresión de que creía que todo sería distinto, una vez muerto William. Pero jamás podría haberlo sido.

Emanuelle hizo un gesto de ausencia. Sabía lo mucho que Sarah había amado a William. Jamás había mirado a ningún otro hombre desde su muerte, y no creía que volviera a hacerlo. Había intentado presentarle discretamente a unos pocos amigos suyos, una vez transcurridos unos años, pero era evidente que ella no tenía ningún interés. Ahora sólo le interesaba el negocio y sus hijos.

La fiesta terminó a las cuatro de la madrugada cuando el último grupo de jóvenes se arrojó a la piscina y las orquestas se marcharon. Como colofón, aparecieron por la cocina, ya al amanecer, mientras Sarah les preparaba unos huevos revueltos y les servía café. Resultó divertido tenerlos allí. Le gustaba tener gente joven a su alrededor y últimamente se sentía contenta por haber tenido a algunos de sus hijos a una edad avanzada. Tenía tantos amigos que se encontraban solos… Ella, en cambio, los tendría siempre a su alrededor. Quizá la volverían loca, pero quienes la conocían bien sabían que lo disfrutaba.

Se dirigió a su alcoba a las ocho de la mañana, y sonrió al ver a Xavier profundamente dormido en la cama de Julian. La televisión seguía encendida, aunque ya habían terminado los programas y sólo se emitía una grabación continua de La Marsellesa. Entró en la habitación, le quitó a su hijo el sombrero de Davy Crockett que todavía llevaba puesto y le acarició el cabello. Después, entró en su dormitorio y durmió profundamente hasta después del mediodía.

Sarah y Emanuelle almorzaron juntas antes de que ésta regresara a París. Tenían mucho de que hablar. Volvían a ampliar la tienda de París, y Nigel había comentado hacía poco que deberían pensar en hacer lo mismo con la de Londres. Todavía tenían su certificado real y eran, oficialmente, joyeros de la Corona. En los últimos años vendían a muchos jefes de Estado, reyes y reinas, así como a montones de árabes. Los negocios funcionaban muy bien en las dos joyerías y a Sarah le entusiasmaba la idea de que Julian se iniciara en el negocio.

Empezó, tal y como había prometido, a la semana siguiente, y todo funcionó como una seda hasta que cerraron en agosto. Luego, él se marchó a Grecia con unos amigos y Sarah se llevó a Xavier y a Isabelle a Capri. Les encantó estar allí. Les gustó mucho la Marina Grande y la Marina Piccola, y la plaza, e ir a los clubes de la playa, como el Canzone del Mare, o a alguno de los más concurridos. Isabelle estudiaba italiano en la escuela y, como también sabía algo de español, se consideraba una gran lingüista.

Se lo pasaron muy bien, alojados en el Quisiana y comiendo helado en la plaza, y Sarah pudo investigar lo que había en las joyerías. No había mucho que hacer allí, excepto leer, comer, relajarse y pasar el tiempo con sus hijos. Creyó que no haría ningún daño permitir a Isabelle que fuera a un club de la playa ella sola, en uno de los taxis marítimos que todo el mundo empleaba. Se encontró con ella más tarde, acompañada por Xavier, que siempre quería ir a ver los pequeños burros.

Una mañana en que Isabelle se adelantó, Sarah y Xavier se entretuvieron más de lo habitual en su camino a la plaza, dedicándose a hacer unas compras. Llegaron al Canzone del Mare justo a tiempo para el almuerzo, y Sarah buscó a su hija por todas partes, sin encontrarla. Empezaba a asustarse, cuando Xavier encontró las sandalias de su hermana bajo una silla y siguió su rastro hasta una pequeña cabaña. La encontraron allí. Se había quitado la parte superior del traje de baño y estaba con un hombre que le doblaba la edad y que le sostenía los pechos con las manos, gimiendo, apretando su ominoso bulto contra el bikini de la joven.