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Por un instante, Sarah no pudo hacer otra cosa que contemplar boquiabierta la escena, y luego, sin pensar, agarró a Isabelle por el brazo y tiró de ella, arrastrándola fuera de la cabaña.

– ¿Qué crees que hacías ahí dentro, por el amor de Dios? -le espetó furiosa. Isabelle se echó a llorar, mientras el hombre salía, tratando de adoptar una postura digna, envuelto sin mucho éxito en una toalla-. ¿Se da usted cuenta de que mi hija sólo tiene dieciséis años? -le dijo con un tono de voz incisivo, tratando de controlarse no sin cierta dificultad-. Podría llamar a la policía ahora mismo.

Pero ella misma sabía que, en tal caso, tendría que entregarles a su propia hija. Sólo trataba de asustar a aquel hombre para que no volviera a hacer una cosa así y, a juzgar por la expresión de éste, se dio cuenta de que había logrado su objetivo. Era un hombre muy apuesto, de Roma, y tenía aspecto de playboy.

– Signora, mi displace… Ella dijo que tenía 21 años. Lo siento mucho.

Presentó toda clase de disculpas y miró apesadumbrado a Isabelle, que sollozaba histéricamente al lado de su madre. Regresaron al hotel, y Sarah sugirió con un tono de voz helado que ella se pasara el resto de la tarde en su habitación, y que luego volverían a hablar. Pero mientras regresaba a la playa con Xavier pensó que tendría que hacer algo más que hablar con su hija. Phillip y Julian tenían razón. Isabelle necesitaba ingresar en un internado. Pero ¿dónde? Esa era la cuestión.

– ¿Qué estaban haciendo ahí dentro? -preguntó Xavier con curiosidad cuando volvieron a pasar ante la cabaña, y Sarah se estremecía por lo que habían visto.

– Nada, cariño, practicaban unos juegos muy tontos.

Después de esto, mantuvo a Isabelle muy controlada, y el resto de las vacaciones ya no pudo salir tanto. Pero al día siguiente Sarah ya había hecho unas cuantas llamadas telefónicas. Encontró una maravillosa escuela para ella, cerca de la frontera austríaca, al lado de Cortina d'Ampezzo. Podría esquiar allí en el invierno, hablar tanto italiano como francés, y aprender a controlarse un poco mejor. Era un internado para señoritas y no había ningún otro para chicos en las cercanías. Sarah había hecho esas preguntas con mucha claridad.

El último día de vacaciones le comunicó sus propósitos a Isabelle que, como cabía esperar, se subió por las paredes, pero Sarah se mostró firme, incluso cuando su hija se puso a llorar. Era por su propio bien. Si no lo hacía así, sabía que Isabelle cometería cualquier estupidez en cuanto se descuidara y quizás incluso podía quedar embarazada.

– ¡No iré! -exclamó hecha una furia.

Llamó a Julian, a la tienda de París, pero en esta ocasión su hermano se puso de parte de su madre. Terminadas las vacaciones en Capri, fueron a Roma para comprarle todo lo que necesitaba. Las clases empezarían al cabo de pocos días y no valía la pena llevarla de regreso a Francia, sólo para tener más problemas. Sarah y Xavier la acompañaron al internado y su hija quedó muy apesadumbrada al ver el lugar. Era bonito, y ella disponía de una habitación grande y soleada. Las otras chicas parecían amables. Eran francesas, inglesas, alemanas e italianas, además de dos brasileñas, una argentina y otra de Teherán. Formaban un grupo interesante, y sólo había cincuenta chicas en el internado. La escuela de La Marolle había ofrecido sus mejores recomendaciones, y el director felicitó a Sarah por su buen juicio.

– No puedo creer que me vayas a dejar aquí -gimió Isabelle.

Pero nada conmovió a Sarah. La dejaron allí y la propia Sarah lloró en el camino de regreso al aeropuerto. Luego, ella y Xavier volaron a Londres para visitar a Phillip. Después de haber dejado a su hijo con sus sobrinos para almorzar, se dirigió directamente a la tienda de Londres. Todo parecía estar bien. Almorzó con Phillip y le asombró oírle hacer varias observaciones maliciosas sobre su hermano.

– ¿Aqué viene todo esto? -preguntó Sarah candidamente-. ¿Qué te ha hecho para que te sientas tan molesto?

– Él y sus condenadas y estúpidas ideas sobre el diseño. No entiendo por qué tiene que meterse en esa clase de cosas -casi bramó, a lo que ella respondió con serenidad.

– Porque yo le pedí que lo hiciera así. Tiene mucho talento para el diseño. Bastante más que tú y que yo, y comprende las piedras importantes y lo que se puede y no se puede hacer con ellas. -Recientemente, había engarzado una esmeralda de un marajá, de más de cien kilates, y cualquier otro la habría estropeado, pero Julian supo exactamente lo que debía hacer con ella, y había supervisado todo el proceso del montaje en el taller-. No es nada malo que haga eso. Tú eres bueno en otras cosas -le recordó Sarah.

Sabía cómo tratar a la realeza y cómo mantenerse a la cabeza del mercado. Por muy rígido que fuera, encantaba a todos.

– No sé por qué tienes que defenderlo siempre -dijo Phillip con irritación.

– También te he defendido siempre a ti, Phillip, si es que eso te sirve de consuelo -replicó, negándose a entablar la lucha, pero desilusionada por sus celos. Se portaba peor que nunca-. Resulta que os quiero a los dos. -Phillip no dijo nada, pero se mostró algo más apaciguado al preguntar por Isabelle, diciéndole que había oído hablar muy bien de aquel internado-. Esperemos que obren un milagro -suspiró Sarah.

Al regresar a su despacho, Sarah observó a una joven muy bonita que salía del edificio. Tenía las piernas largas y bien formadas, llevaba una falda muy corta parecida a lo que hubiera podido ponerse Isabelle y dirigió una mirada a Phillip que ocultaba bien poco. Él se irritó, al tiempo que fingía no conocerla. La chica era nueva y no sabía que Sarah era su madre. «Estúpida zorra», pensó Phillip, pero Sarah captó en seguida la mirada que habían intercambiado, aunque no le dijo nada. Pero Phillip se sintió en la obligación de explicárselo a su madre, haciendo aún más evidente la situación de ambos ante ella.

– No importa, Phillip. Ya tienes 33 años, y lo que hagas o dejes de hacer es asunto tuyo. -Entonces, decidió volver a ser valerosa-. ¿Qué puesto ocupa Cecily en todo esto?

Su hijo pareció turbado por la pregunta y se ruborizó.

– ¿Qué quieres decir? Ella es la madre de mis hijos.

– ¿Y eso es todo? -inquirió Sarah con frialdad.

– Pues claro que no. Yo…, ella está fuera estos días. Por el amor de Dios, eso no ha sido más que una broma. Esa chica estaba flirteando conmigo.

– Querido, eso no importa. -Era evidente, sin embargo, que él seguía con sus devaneos, que dormía con busconas, con chicas con las que se «divertía», como él mismo solía decir, al mismo tiempo que estaba casado con otra.

Sintió mucho que su hijo no hubiera podido encontrar ambas cosas en una misma persona, pero él nunca se quejaba, por lo que abandonó el tema, ante el alivio de Phillip.

Al día siguiente, ella y Xavier volaron a París, donde Julian acudió a recibirles al aeropuerto. Durante el breve trayecto a la ciudad, Sarah le contó a su hijo la visita que había hecho a la Torre de Londres para ver las joyas de la Corona con su padre, al principio de conocerle.

– ¿Era muy fuerte? -preguntó Xavier siempre fascinado por oírla hablar de su padre.

– Mucho -le aseguró-. Y un hombre muy bueno, inteligente y cariñoso. Era maravilloso y tierno, y algún día tú también serás como él. En cierto sentido, ya lo eres.

Y lo mismo era Julian.

Cenaron con Julian en París, contento de verlos y recibir noticias de Isabelle y de la tienda de Londres. Ella no le dijo nada sobre su entrevista con Phillip ni los comentarios que éste había hecho sobre Julian. No quería azuzar el fuego entre ellos. Al anochecer, Sarah regresó al château con el coche que previamente había dejado en París. Xavier se durmió durante el viaje, y ella lo miraba de vez en cuando, a su lado, pensando en su buena suerte por haberlo tenido. Mientras que, a su edad, otras mujeres pasaban algún que otro sábado con sus hijos, ella tenía a este pequeño encantador con quien compartir la vida. Recordó lo inquieta que se había sentido al saber que estaba embarazada, lo tranquilizadora que había sido la presencia de William…, y también recordó a su suegra, quien consideraba a William como una bendición. Y así había sido para todos aquellos que le habían conocido en vida, y ahora este niño era para ella… como su propia y muy especial bendición.