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Isabelle les escribía lo menos posible, y sólo cuando sus preceptores la obligaban, ocasiones que aprovechaba para quejarse amargamente del internado. Pero la verdad era que, después de las primeras semanas, empezó a gustarle. Le encantó la sofisticación de las chicas que conoció allí, los lugares a los que iban, y le gustaba mucho esquiar en Cortina. Llegó a conocer incluso a gente más interesante allí que en Francia, y aunque la escuela la controlaba de cerca, se las arregló para hacerse muchos amigos entre la buena sociedad romana, y siempre recibía cartas y llamadas telefónicas de hombres, algo que el internado hacía todo lo posible por desanimar, pero que no podía impedir por completo.

Al final del primer año, sin embargo, Sarah observó un cambio notable en ella, y Emanuelle también lo percibió. No es que Isabelle se comportara necesariamente mejor, pero se mostraba un poco más razonable y con más sentido común. Tenía una mejor idea de lo que podía y lo que no podía hacer, y sabía comportarse con los hombres sin necesidad de hacerles una invitación abierta. En algunas cosas, Sarah se sintió aliviada y en otras más preocupada aún.

– Es una jovencita peligrosa -le dijo a Julian un día, y su hijo no pudo estar en desacuerdo con su apreciación-. Siempre me hace pensar en una bomba a punto de explotar. Pero ahora es mucho más complicada, quizá como una especie de ruleta rusa… o como un delicado misil.

Julian se echó a reír ante la descripción que hacía de su hermana.

– No estoy muy seguro de que puedas cambiar eso.

– Yo tampoco. Y eso es lo que me asusta -admitió su madre-. ¿Y qué me dices de ti? -Había querido comentárselo desde hacía semanas-. He oído decir que tienes un pequeño asunto con una de nuestras mejores dientas. -Ambos sabían a quién se refería y Julian se preguntó si se lo habría dicho Emanuelle-. La comtesse de Bride es una mujer muy interesante, Julian, y también mucho más peligrosa que tu hermana.

– Lo sé -confesó con una mueca-. Me asusta mucho, pero la adoro.

El recientemente fallecido conde había sido su tercer marido en quince años, ella tenía ahora 34 y parecía devorar a los hombres. Lo único que deseaba ahora era a Julian. Durante el mes anterior había comprado medio millón de joyas en dólares y, desde luego, podía permitírselo, pero seguía yendo para comprar más, aunque la joya más grande que deseaba era a Julian, su capricho.

– ¿Crees que podrás controlar eso? -le preguntó su madre a las claras.

Temía que su hijo saliera herido, pero también sabía que, tratándose de él, tendría cuidado.

– Durante un tiempo, sí. Actúo muy cuidadosamente, mamá, te lo aseguro.

– Bien -replicó, sonriéndole.

Eran una familia muy ocupada, cada cual con sus travesuras, sus compañías y sus relaciones. Sólo confiaba en que Isabelle lograra salir adelante con su segundo año de internado en Suiza. De hecho, terminó el curso a tiempo para participar en la fiesta del vigésimo quinto aniversario de la inauguración de Whitfield's, que Sarah ofrecía en el château para un total de setecientos invitados llegados de toda Europa. Asistirían representantes de todo tipo de prensa, habría un castillo de fuegos artificiales y se había invitado a la mayoría de las cabezas coronadas de Europa, así como a numerosos personajes importantes. Emanuelle y Julian la habían ayudado a organizarlo todo. Phillip, Nigel y Cecily también irían desde Londres.

Fue sensacional. Estuvieron presentes todos los que cabía esperar, la comida fue magnífica, el castillo de fuegos artificiales extraordinario y las joyas hermosas, muchas de ellas compradas en alguna de sus dos tiendas. Fue una velada absolutamente perfecta y un gran éxito para Whitfield's. Los periodistas estaban deslumbrados y antes de marcharse acudieron a felicitar a Sarah por aquel gran golpe y ella, a su vez, los felicitó y expresó su agradecimiento a todos aquellos que la habían ayudado a organizar la fiesta.

– ¿Ha visto alguien a Isabelle? -preguntó Sarah ya a últimas horas de la noche.

No había podido pasar a recogerla al aeropuerto, pero había enviado a alguien para que la llevara a la fiesta. La vio y la besó en cuanto llegó, antes de cambiarse de ropa, pero no la había vuelto a ver desde entonces. Había demasiada gente y ella tenía demasiadas cosas que hacer como para ir buscándola. Apenas si había podido hablar con Phillip y Julian durante toda la fiesta. Phillip abandonó a su esposa en cuanto empezó la velada y se pasó la mayor parte del tiempo con una modelo que había hecho varios anuncios para ellos, diciéndole lo mucho que le habían gustado, mientras bailaba con ella. En cuanto a Julian, también había estado muy ocupado yendo detrás de algunas de sus últimas conquistas, una de ellas casada, y dos ya algo entradas en años, así como otras mujeres atractivas, con lo que provocó la envidia de todos los hombres, y en particular la de su hermano.

Habían enviado a Xavier a casa de unos amigos a pasar la noche, para que no pudiera hacer alguna de sus diabluras, aunque ahora, a los nueve años y medio, ya se comportaba un poco mejor. Ya no estaba tan entusiasmado con Davy Crockett. Lo que ahora le hacía feliz era James Bond. Julian le compraba todos los artículos publicitarios que encontraba, y se las había arreglado para conseguir que entrara a ver dos de las películas.

Sarah había dejado preparado un vestido para Isabelle. Le había comprado un diáfano vestido de organdí rosado en Emanuels de Londres, y estaba segura de que su hija estaría como una princesa de cuento de hadas con aquel vestido. Confiaba en que no se hubiera metido bajo ningún matorral con aquel vestido. Se echó a reír sólo de pensarlo. Pero cuando finalmente la vio no había ningún matorral a la vista, y la joven estaba bailando muy calmadamente con un hombre mayor, con el que mantenía una intensa conversación. Sarah la miró, con expresión de regocijo, le hizo un saludo con la mano y siguió con lo que estaba haciendo. Esa noche toda su familia estaba maravillosa, incluida su nuera, que lucía un vestido de Hardy Amies y un peinado de Alexandre. El château de la Meuze parecía pertenecer a un cuento de hadas. Hubiera deseado, más que nunca, que William lo hubiera visto. Se habría sentido muy orgulloso de todos ellos, e incluso quizá de ella…, habían trabajado tanto en el château durante tanto tiempo… Era imposible creer que no hubiera estado siempre tan perfecto como parecía ahora, y mucho menos destartalado y medio desmoronado, como ellos lo conocieron. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Si habían transcurrido veinticinco años desde que Whitfield's abrió sus puertas, habían pasado treinta y cinco desde que encontraron el château, durante su luna de miel. ¿Cómo era posible que el tiempo pasara tan de prisa?

Al día siguiente, los artículos y notas de sociedad que se publicaron sobre la fiesta fueron muy destacados. Todos afirmaban que había sido la mejor fiesta del siglo, y deseaban a Whitfield's otros cien años de buena fortuna, siempre y cuando los invitaran a la próxima fiesta de aniversario. Durante los días siguientes, Sarah se relamió con la gloria de la fiesta. Durante esos días vio poco a Isabelle, que se dedicaba a ver a sus antiguos amigos. A los 18 años ya sabía conducir y disfrutaba de una mayor libertad de la que tenía en años anteriores. Pero Sarah todavía quería vigilarla y una tarde, al no encontrarla, se sintió preocupada.