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– Salió en el Rolls -explicó Xavier cuando le preguntó si había visto a su hermana.

– ¿De veras? -replicó Sarah, sorprendida. Se suponía que debía conducir el Peugeot que estaba a su disposición y a la de las otras personas en el château-. ¿Sabes a dónde ha ido, cariño? – preguntó, pensando que quizá sólo había ido al pueblo.

– Creo que se marchó a París -contestó el niño y se fue corriendo.

Había un caballo nuevo en los establos y quería verlo. A veces todavía le gustaba imaginarse que era un vaquero, cuando le apetecía. Durante el resto del tiempo, era un explorador.

Llamó a Julian a la tienda y le pidió que estuviera atento por si Isabelle se dejaba caer por allí. Y, efectivamente, una hora más tarde entró en la tienda, como si fuera una cliente, con un bonito vestido verde esmeralda y gafas oscuras. Julian la vio desde su despacho, situado en el primer piso, y bajó en seguida.

– ¿Me permite ayudarla, mademoiselle? -le preguntó con su voz más encantadora, y ella se echó a reír-. ¿Un brazalete de diamantes, quizá? ¿Una sortija de compromiso? ¿Una diadema?

– Una corona estaría muy bien.

– Desde luego -corroboró, siguiendo el juego con ella-. ¿De esmeraldas, para que haga juego con su vestido, o de diamantes?

– En realidad, me llevaré las dos -contestó ella mirándole con expresión resplandeciente.

Luego, su hermano le preguntó con naturalidad qué hacía allí.

– He venido para encontrarme con un amigo a tomar una copa.

– ¿Y has conducido dos horas y diez minutos sólo para tomar

una copa? -preguntó Julian-. Debes estar sedienta.

– Muy divertido. No tenía nada que hacer en casa, así que pensé darme una vuelta por la ciudad. En Italia solíamos hacerlo continuamente. Ya sabes, nos íbamos a Cortina para almorzar allí o ir de compras.

Su aspecto era ahora muy sofisticado y hermoso. Realmente, estaba estupenda.

– Muy chic -siguió bromeando él-. Es una pena que la gente no sea tan divertida por aquí. -Pero sabía que ella se marcharía al sur de Francia al cabo de pocas semanas, y que se quedaría en casa de una de sus amigas de la escuela, en Cap Ferrat. Todavía estaba demasiado consentida, pero innegablemente ahora parecía más madura-. ¿Y dónde vas a encontrarte con tu amigo?

– En el Ritz, para tomar una copa.

– Vamos, te llevaré -dijo él, dando la vuelta al mostrador-. Tengo que llevarle un collar de diamantes a una vizcondesa.

– Tengo coche -dijo ella cortante-. Bueno, en realidad es el de mamá.

Julian no le hizo más preguntas.

– Entonces, puedes llevarme tú, puesto que yo no lo tengo. Está en el taller. Iba a tomar un taxi -mintió, pero quería ver con quién se iba a reunir.

Se dirigió al mostrador donde se hacían los paquetes, tomó un estuche muy impresionante, lo metió dentro de un sobre grande y siguió a Isabelle al exterior. Llegó junto al coche antes de que ella pudiera poner objeciones. Charló animadamente con ella, como si fuera perfectamente normal que hubiera venido a la ciudad para verse con un amigo, y la besó al dejarla ante el mostrador de recepción del hotel, fingiendo dirigirse hacia la conserjería, donde le conocían bien y le siguieron la corriente.

– ¿Puedes hacer ver que aceptas esta caja, Renaud? Puedes tirarla una vez que me haya ido, pero sin que te vea nadie.

– Se la daría a mi esposa -le susurró el conserje-, pero a lo mejor esperaría encontrar algo dentro. ¿Qué está haciendo hoy por aquí?

– Me dedico a seguir a mi hermana -le confió, haciendo ver que le daba instrucciones-. Se va a reunir con alguien en el bar, y quiero asegurarme de que está bien. Ella es una joven muy bonita.

– Así es. ¿Qué edad tiene?

– Acaba de cumplir los dieciocho.

– Oooh la-lá… -exclamó Renaud, emitiendo un ligero silbido como de comprensión-. Me alegro de que no sea hija mía… Lo siento… -se disculpó al momento.

– ¿Crees que podrías entrar, ver si está allí y si está acompañada? Luego yo puedo entrar y fingir que me he encontrado con ellos por casualidad. Pero no quiero echarlo a perder presentándome antes de que él haya llegado.

Dio por sentado que se iba a encontrar con un hombre, pues no creía que hubiera conducido durante dos horas para reunirse con una amiga.

– Desde luego -asintió Renaud solícito, al tiempo que, como compensación, un billete grande se deslizaba en su mano.

En esta ocasión, sin embargo, habría ayudado por nada. Lord Whitfield le caía bien, y siempre daba buenas propinas. Mientras tanto, Julian simuló escribir una larga nota sobre el mostrador de la conserjería. Renaud regresó al cabo de un minuto.

– Está allí y, señor, debo decirle que tiene usted problemas.

– Merde. ¿De quién se trata? ¿Lo conoces?

Empezaba a temer que pudiera tratarse de un mafioso.

– Desde luego. Viene con frecuencia, o por lo menos un par de veces al año. Se dedica a cortejar a las mujeres, a veces ya entradas en años, aunque en otras ocasiones las elige jovencitas.

– ¿Le conozco yo?

– Quizá. Entrega cheques sin fondos un par de veces al año, aunque siempre termina por pagar, y nunca da una propina a menos que alguien que a él le interese esté mirando.

– Parece un tipo encantador -dijo Julian con una mueca.

– Es más pobre que una rata. Y creo que anda buscando dinero.

– Fantástico. Precisamente lo que necesitábamos. ¿Cómo se llama?

– Le encantará saberlo, el príncipe de Venezia y San Tebaldi. Asegura ser uno de los príncipes de Venecia. Probablemente lo sea. Por allí parece que hay por lo menos diez mil. -No era como con los británicos o los franceses. Los italianos tenían más príncipes que dentistas-. Es un verdadero sinvergüenza pero tiene buen aspecto y es atractivo. Ellas no suelen darse cuenta de la diferencia. Creo que se llama Lorenzo.

– ¡Qué distinguido!

Después de todo lo que había oído, Julian se sintió más animado a seguir con su plan.

– No espere nada bueno -le dijo el conserje.

Julian volvió a darle las gracias y se dirigió al bar, con expresión distraída, como si estuviera muy ocupado en sus negocios, y con un aspecto aristocrático. Él lo era de verdad, como siempre decía Renaud, y nadie mejor que él para saberlo.

– Ah, estás aquí… Lo siento… -exclamó Julian aparentando haberse tropezado con ella, a la par que le obsequiaba con una gran sonrisa-. Sólo quería darte un beso de despedida. -Miró al hombre con quien estaba su hermana y le sonrió ampliamente, aparentando sentirse absolutamente emocionado por conocerlo-. Hola…, siento mucho haberles interrumpido…

Soy el hermano de Isabelle, Julian Whitfield -se presentó con naturalidad, dándole la mano, con actitud desenvuelta y relajada, mientras su hermana se removía, algo inquieta.

Pero el príncipe no pareció molestarse en lo más mínimo. Era encantador y tan untuoso como el aceite.

– Piacere… Lorenzo de San Tebaldi… Me alegro mucho de conocerle. Tiene usted una hermana de lo más encantador.

– Gracias, estoy totalmente de acuerdo.

Luego le dio a Isabelle un beso en la mejilla y se disculpó por tener que marcharse, aduciendo que tenía que regresar a la joyería para asistir a una reunión. Se marchó sin mirar atrás y, a pesar de la brillante actuación de su hermano, Isabelle se dio cuenta en seguida de que se hallaba metida en un problema. Al pasar junto al conserje Julian le guiñó un ojo y después regresó apresuradamente a la joyería, desde donde llamó en seguida a su madre. Su conversación, sin embargo, no fue tranquilizadora.