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– Mamá, creo que podemos tener un pequeño problema.

– ¿De qué se trata? ¿O acaso debo decir de quién?

– Estaba con un caballero, yo diría que de unos cincuenta años y que, según el conserje del Ritz, que parece conocerlo muy bien, es una especie de cazadotes. Muy elegante, pero todo fachada, como suele decirse.

– Merde -exclamó su madre con determinación desde el otro lado de la línea-. ¿Qué puedo hacer con ella? ¿Volver a encerrarla?

– Ya empieza a tener demasiados años para eso. Esta vez no te será tan fácil.

– Lo sé. -Dio un suspiro exasperado. Isabelle apenas llevaba un par de días en casa y ya se había metido en líos-. La verdad, no sé qué hacer con ella.

– Yo tampoco. Pero no me gusta nada la pinta de ese tipo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó, como si eso importara.

– Príncipe Lorenzo de San Tebaldi. Creo que es de Venecia.

– ¡Cristo! Precisamente lo que nos faltaba, un príncipe italiano. ¡Dios mío, qué estúpida es!

– En eso no estoy de acuerdo contigo, aunque, desde luego, es una jovencita estupenda.

– Por eso da más pena -exclamó su madre desesperada.

– ¿Qué quieres que haga? ¿Regresar allí y sacarla arrastrándola del pelo?

– Debería pedirte que hicieras algo así, pero creo que debes dejarla sola. Terminará por regresar a casa, y entonces intentaré razonar con ella.

– Eres una buena chica.

– No -confesó Sarah-. Sólo estoy cansada.

– Bueno, no te desanimes. Eres un poco pesimista.

– Sólo se ve lo que se quiere ver.

Pero se sintió conmovida por las amables palabras de su hijo. Las necesitaba como combustible para la batalla que sabía iba a entablarse en cuanto Isabelle regresara a casa en el Rolls, lo que finalmente sucedió a medianoche. Eso significaba que había salido de París a las diez, una hora relativamente razonable para ella. A pesar de todo, su madre no estaba nada contenta con su comportamiento. Isabelle cruzó el vestíbulo del château y su madre bajó la escalera para salirle al encuentro. Estaba a la espera y la había oído llegar.

– Buenas noches, Isabelle. ¿Lo has pasado bien?.

– Mucho, gracias -contestó, nerviosa, aunque fría, girándose hacia su madre.

– ¿Cómo está mi coche?

– Muy bien… Yo…, lo siento. Tenía intención de pedírtelo. Espero que no lo necesitaras.

– No, no tuve necesidad de él -dijo Sarah con calma-. ¿Por qué no vienes conmigo a la cocina a tomar una taza de té? Debes de estar cansada después de haber conducido tanto.

La actitud de su madre no hizo sino asustar más a Isabelle. No le había gritado, aunque su tono de voz sonó glacial. Eso era de mal agüero.

Se sentaron ante la mesa de la cocina y Sarah le preparó una infusión de menta, pero a Isabelle, allí sentada, no le importaba.

– Tu hermano Julian me ha llamado esta tarde -dijo al cabo de un momento y luego miró directamente a los ojos de su hija.

– Pensé que lo haría -dijo Isabelle, nerviosa, jugueteando con la taza entre los dedos-. Me encontré con un viejo amigo de Italia…, uno de los profesores.

– ¿De veras? -dijo su madre-. ¡Qué historia más interesante! Resulta que comprobé la lista de invitados y estuvo aquí la otra noche, como invitado de alguien. El príncipe de San Tebaldi. Te vi bailar con él. Es muy atractivo, ¿verdad?

Isabelle asintió, sin saber muy bien qué decir. No se atrevió a discutir con ella esta vez y se limitó a esperar hasta oír cuál sería su castigo, pero su madre tenía algo más que decirle, y la espera angustió a Isabelle.

– Desgraciadamente -siguió diciendo Sarah al cabo de un rato-, tiene una reputación muy poco atractiva… Acude a París de vez en cuando…, a la búsqueda de damas con un poco de fortuna. A veces le salen muy bien las cosas, y otras no tanto… Pero, en cualquier caso, querida, no es la clase de persona con la que a ti te gustaría salir.

No había dicho nada sobre su edad, ni sobre el hecho de que se hubiera marchado a la capital sin su permiso. Trataba de hablar con ella razonablemente, indicándole que su amigo no era más que un vulgar cazafortunas. Sarah creyó que eso la impresionaría, pero no lo hizo.

– La gente siempre dice cosas así sobre los príncipes, porque tienen celos -dijo con inocencia, aunque todavía demasiado asustada como para entablar una lucha abierta con su madre.

Además, sabía por experiencia que tendría todas las de perder.

– ¿Qué te hace pensar así?

– Él mismo me lo dijo.

– ¿Te dijo eso? -preguntó Sarah horrorizada-, ¿Y no se te ha ocurrido pensar que te lo ha dicho para protegerse en el caso de que la gente diga cosas sobre él? Eso no es más que una cortina de humo, Isabelle. Por el amor de Dios, tú no eres ninguna estúpida.

Pero sí lo era con los hombres. Siempre lo había sido, y particularmente con éste. Esa misma tarde Julian había hecho algunas llamadas telefónicas, y todo el mundo hizo los mismos comentarios sobre el nuevo amigo de Isabelle, confirmando así que su hermana estaba en peligro.

– No es un hombre íntegro, Isabelle. Esta vez tienes que confiar en mí. Te está utilizando.

– Estás celosa.

– Eso es ridículo.

– ¡Lo estás! -gritó Isabelle-. Desde que murió papá no has tenido a nadie en tu vida, y eso hace que te sientas vieja y fea y… ¡lo quieres para ti!

Lanzó todo aquel torrente de palabras, y Sarah se la quedó mirando, consternada, pero al hablar lo hizo con serenidad.

– Sólo espero que no creas en lo que dices, porque las dos sabemos que no es cierto. Hecho terriblemente de menos a tu padre, a cada momento, a cada hora del día… -Sólo de pensarlo, las lágrimas acudieron a sus ojos-. Ni por un instante lo sustituiría por un gigoló de Venecia.

– Ahora vive en Roma -le corrigió Isabelle, como si eso importara, mientras su madre se sentía cada vez más sobrecogida ante la abrumadora estupidez de la juventud.

A veces la dejaba atónita ver cómo estropeaban sus vidas. Pero, por otro lado, se recordó a sí misma que, a su edad, ella no lo había hecho mejor con Freddie. Ahora intentaba ser razonable con su hija.

– No me importa dónde vive -dijo Sarah empezando a perder la paciencia-. No volverás a verle, ¿me entiendes? – Isabelle no dijo nada-. Y si vuelves a llevarte mi coche, la próxima vez llamaré a la policía para que te traigan, estés donde estés. Isabelle, aprende a comportarte o no te irán nada bien las cosas, ¿me has oído?

– Ya no puedes decirme lo que debo hacer. Tengo dieciocho años.

– Y eres una tonta. Ese hombre anda detrás de tu dinero, Isabelle, y de tu nombre, que es mucho más influyente que el suyo. Protégete. Aléjate de él.

– ¿Y si no lo hago? -la desafió.

Pero Sarah no tenía ninguna respuesta a eso. Quizá debiera enviarla a que se quedara con Phillip en Whitfield durante una temporada, con su esposa y sus hijos, tan increíblemente aburridos. Pero Phillip no sería una influencia tan buena sobre su hermana, con sus secretarias, sus busconas y sus amoríos. ¿Qué les pasaba a todos ellos? Phillip se había casado con una mujer que no le importaba lo más mínimo, y que tal vez nunca le había importado, excepto porque era respetable. Julian se acostaba con todas las mujeres que conocía, y con sus madres si era posible, y ahora Isabelle se volvía medio loca por un calavera de Venecia. ¿Qué habían hecho ella y William para crear unos hijos tan insensatos?, se preguntó.