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Isabelle la dejó a la entrada de la tienda y se marchó a tomar el té con una vieja amiga de la escuela y que iba a casarse pronto. Isabelle envidiaba su inocencia. Qué hermoso habría sido poder empezar todo de nuevo. Pero sabía que para ella no existía esa esperanza. Su vida, por muy vacía que estuviera, terminaría con Lorenzo. Al menos, si su madre le permitía abrir una tienda tendría algo que hacer, podría concentrarse en eso, en lugar de permanecer todo el tiempo sentada en casa odiando a su esposo, llorando siempre que veía a un niño, al pensar en los hijos que nunca había tenido. Podría haber vivido sin ellos si él la hubiera amado, o sin su amor de haber tenido un hijo que la consolara, pero no tener ninguna de las dos cosas era un doble castigo para ella y a veces se preguntaba qué había hecho para merecerse esto.

– Es demasiado joven -dijo Phillip con absoluta firmeza cuando Sarah se lo dijo.

Ya lo había discutido con Julian, quien creía que se trataba de una idea interesante. Le gustaban algunas de las joyas antiguas de Buccellati, así como muchos de los nuevos diseños que estaban haciendo los jóvenes diseñadores italianos. Pensaba que podrían hacer algo original en Roma, diferente tanto de París como de Londres, con cada una de las joyerías manteniendo su propio estilo, y con sus propios clientes. Londres tenía a la reina y a la vieja guardia, París a los personajes deslumbrantes, los elegantes y muy ricos, sobre todo a los nuevos. Y Roma tendría a todos aquellos italianos ávidos de estilo que devoraban las joyas.

– Podríamos conseguir a alguien que la ayudara; eso no es lo importante -dijo Sarah, rechazando las objeciones de su hijo-. La verdadera cuestión consiste en saber si Roma es el mercado adecuado.

– Creo que lo es -dijo Julian con tranquilidad, que participaba en la misma conversación.

– Creo que no sabéis de lo que habláis, como siempre -espetó Phillip, haciendo que a Sarah le doliera el corazón con sus palabras.

Siempre hacía cosas así. Julian era todo lo que él mismo quería ser, y precisamente todo lo que no era: atractivo, encantador, joven, adorado por todos y el preferido de las mujeres. Con el paso de los años, Phillip se había vuelto particularmente rígido, tanto que casi parecía marchitado, y en lugar de ser sensual, era perverso. Tenía ya cuarenta años y, para tristeza de su madre, daba la impresión de tener cincuenta. El estar casado con Cecily no le había servido de nada, pero ésa había sido su elección, y seguía siendo la clase de esposa que deseaba, respetable, apagada, bien educada y habitualmente ausente. Se pasaba la mayor parte del tiempo en el campo, con sus caballos. Y recientemente había comprado una caballeriza en Irlanda.

– Creo que todos deberíamos estar juntos en esto -dijo Sarah con naturalidad-. ¿Podéis venir aquí tú y Nigel? ¿O quieres que nos desplacemos nosotros a Londres?

Al final, decidieron que sería más sencillo que Nigel y Phillip fueran a París. Isabelle y Lorenzo ya se habían marchado, y los cinco discutieron durante tres días, pero al final ganó la idea de Emanuelle, al señalar que si William y Sarah no hubieran tenido el valor suficiente para intentar algo nuevo y diferente, y entonces casi tan arriesgado como esto parecía ahora, las joyerías Whitfield's no existirían, y que si no continuaban creciendo y expandiéndose llegaría el día en que dejarían de existir. Estaban a punto de entrar en los años ochenta, una época de expansión. Tenía la sensación de que debían mirar hacia Roma, incluso Alemania o tal vez Nueva York. El mundo no empezaba y terminaba en Londres y París.

– Argumento bien desarrollado -dijo Nigel.

En estos últimos tiempos tenía muy buen aspecto, siempre con aire distinguido, y a Sarah le aterraba la idea de que algún día decidiera jubilarse. Ahora ya casi contaba con setenta años. No obstante, y a diferencia de Phillip, Nigel aún miraba hacia el futuro, atento al mundo, probando nuevas ideas y atreviéndose a avanzar.

– Creo que ella tiene razón -añadió Julian-. No podemos permanecer sentados, satisfechos con lo alcanzado. Ésa es la forma más segura de acabar con el negocio. En realidad, creo que deberíamos haber pensado en algo así desde hace tiempo, sin necesidad de que Isabelle lo planteara. Su idea ha llegado en buen momento.

Por la noche, todos se habían puesto de acuerdo, aunque Phillip sólo de mala gana. Creía que abrir una sucursal en cualquier otra parte de Inglaterra tenía mucho más sentido que hacerlo en Roma, idea que vetaron todos los demás. De algún modo, nunca creía realmente que hubiera cualquier otro sitio que importara excepto Inglaterra.

Sarah se encargó de llamar a Isabelle esa misma noche, le dio la noticia y pareció como si le hubieran regalado la Luna. La pobre estaba anhelante, de vida, de amor, de afecto y de un sentido para su vida. Sarah le prometió ir a verla la próxima semana, para discutir sus planes. Cuando lo hizo, le intrigó darse cuenta de que no había visto ni una sola vez a Lorenzo durante los cinco días que duró su estancia en Roma.

– ¿Dónde se ha metido? -se atrevió a preguntar al final.

– Está en Cerdeña, con unos amigos. He oído decir que tiene una nueva amante.

– Muy amable por su parte -dijo Sarah con acritud, recordando de repente a Freedie, cuando apareció con sus fulanas durante la fiesta de aniversario.

Entonces se lo contó a Isabelle por primera vez, y su hija se la quedó mirando, incrédula.

– Siempre supe que te habías divorciado, pero en realidad no sabía por qué. Creo que ni siquiera se me ocurrió pensarlo de pequeña. Jamás se me ocurrió que tú hubieras podido cometer un error o ser desgraciada…

O casarse con un hombre capaz de traer a unas prostitutas a casa de sus padres. Incluso cuarenta años más tarde constituía toda una historia.

– Cualquiera puede cometer un error. Yo cometí uno muy grande. Y tú también. Pero logré salir de aquello, con la ayuda de mi familia. Fue entonces cuando conocí a tu padre. Algún día tú también conocerás a alguien maravilloso. Espera y verás.

La besó con ternura en la mejilla y regresó al Excelsior, donde se alojaba.

Durante todo el siguiente año trabajaron frenéticamente en el local que habían alquilado en Via Condotti. Era más grande que las otras dos tiendas, y sumamente distinguida. Fue un verdadero espectáculo; Isabelle estaba tan nerviosa que apenas si podía soportarlo. Según comentó con unos amigos, era casi como tener un hijo. La nueva joyería era todo lo que podía comer, pensar, beber, hablar, y ahora ya no le preocupaba no ver a Enzo, quien se lo tomaba a guasa, y le decía que algún día caería de bruces. Pero no había contado con Sarah.

Contrató a una empresa de relaciones públicas para que adulara a la prensa italiana, hizo que Isabelle diera fiestas, se relacionara con la alta sociedad romana de muchas formas que a ella no se le habían ocurrido. Se entregó a hacer obras de caridad, ofreció almuerzos y asistió a acontecimientos importantes en Roma, Florencia y Milán. De repente, lady Isabelle Whitfield, la principessa Di San Tebaldi, se convirtió en uno de los personajes más solicitados de Roma. Cuando ya estaban a punto de inaugurar la joyería, hasta su esposo prestaba atención a lo que hacían. Lorenzo hablaba con sus amigos sobre la tienda, fanfarroneaba sobre las fabulosas joyas que él mismo decía seleccionar y presumía de la gente que ya le había comprado. Isabelle se enteró de esas historias, pero no les dio la más mínima importancia. Se hallaba demasiado ocupada trabajando día y noche, comprobando estudios, hablando con los arquitectos, contratando al personal. Durante los dos últimos meses, Emanuelle acudió a Roma para ayudarla, y contrataron a un hombre joven muy capaz, hijo de un antiguo amigo suyo que había trabajado para Bulgari durante los últimos cuatro años, ocupando un puesto de cierta importancia. Se lo quitaron con relativa facilidad y su misión sería ayudar a Isabelle a dirigir la tienda. Casi no podía creer en su buena fortuna, y la miraba con mucho respeto, de modo que al cabo de poco tiempo se hicieron muy buenos amigos, y a Isabelle le gustaba. Era un hombre inteligente, bondadoso, amable y con un gran sentido del humor. También tenía esposa y cuatro hijos. Se llamaba Marcello Scuri.