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No sabía qué otra cosa podía decirle. Preguntarle «cuánto» habría sido demasiado burdo, aunque tentador. Lamentaba más que nunca que William no estuviera allí para ayudarla, pero Enzo comprendió la cuestión sin mayores dificultades.

– ¿Inversión? -preguntó, mirándola esperanzado.

– Sí, pensaba que, teniendo en cuenta tu posición, sería bueno que dispusieras de algunas acciones inglesas o italianas, si lo prefieres así.

– ¿Acciones? ¿Cuántas?

Había dejado de comer para no perderse ni una palabra de lo que ella le estaba diciendo.

– ¿En cuántas estás pensando tú?

Sin dejar de mirarla, hizo un vago gesto italiano.

– Ma… No lo sé… ¿Cinco…, diez millones de dólares?

La estaba tanteando, pero ella negó con la cabeza.

– Me temo que no. Uno o dos, quizá. Pero, desde luego, no más.

Se habían iniciado las negociaciones y a Sarah le gustaba cómo se desarrollaban las cosas. Lorenzo era caro, pero también lo bastante codicioso como para hacer lo que ella deseaba.

– ¿Y la casa en Roma?

– Eso tendré que discutirlo con Isabelle, claro está, pero estoy segura de que ella podrá encontrar otra.

– ¿Y la casa de Umbría?

Por lo visto, lo quería todo.

– Pues, no lo sé, Lorenzo. Tendremos que discutir todo eso con Isabelle.

Él asintió, sin mostrarse en desacuerdo con ella.

– Ya sabes que el negocio, quiero decir, la joyería, está funcionando muy bien aquí.

– Así es -dijo ella sin entrar en detalles.

– Me interesaría mucho convertirme en socio vuestro.

Sarah hubiera querido levantarse en ese momento y abofetearlo allí mismo, pero no lo hizo.

– Eso no será posible. Estamos hablando de una inversión en efectivo, no de formar parte de una sociedad.

– Entiendo. Tendré que pensármelo.

– Espero que lo hagas -dijo Sarah con serenidad.

Al recibir la cuenta, él no hizo ningún ademán de hacerse cargo de ella. Sarah no le comentó a Isabelle nada sobre ese almuerzo. No quería despertar falsas esperanzas por si acaso él decidía no aceptar la oferta y mantener el statu quo. Pero esperaba fervientemente que lo aceptara.

Todavía faltaba un mes para que naciera el niño, e Isabelle ya estaba ansiosa por presentarle a Lukas, que había alquilado un apartamento en Roma durante dos meses, dedicado a supervisar un proyecto allí, para poder estar con ella cuando diera a luz. Sarah no pudo por menos que mostrarse de acuerdo con ella. Esta vez había elegido bien. El único inconveniente que tenía Lukas era su esposa y su familia en Munich.

Era un hombre alto, de rasgos angulosos, con aspecto joven y el cabello negro como el de Isabelle; le encantaba vivir al aire libre, esquiar y los niños, el arte y la música, y poseía un maravilloso sentido del humor. Trató de convencer a Sarah para que abriera una tienda en Munich.

– Eso ya no depende de mí -dijo ella echándose a reír, aunque Isabelle la amonestó con un dedo levantado.

– Oh, sí, claro que depende de ti, mamá, y no finjas que no es así.

– Bueno, al menos no depende sólo de mí.

– ¿Qué te parece entonces la idea? -insistió su hija.

– Creo que todavía es demasiado pronto para tomar esa decisión. Y si vas a abrir una tienda en Munich, ¿quién dirigirá la de Roma?

– Marcello puede hacerlo con los ojos cerrados sin mi presencia. Y le cae bien a todo el mundo.

A Sarah también le gustaba aquel hombre, pero abrir otra tienda ahora era una decisión importante.

Pasaron una velada espléndida los tres juntos, y más tarde Sarah le dijo a Isabelle que le había gustado mucho Lukas. Después de eso, tuvo otro almuerzo con Lorenzo, quien, por el momento, no había tomado una decisión. Sarah le preguntó discretamente a su hija qué pensaba de las dos casas, y ésta admitió que las odiaba, y que no le importaba que Enzo se las quedara, siempre y cuando le diera la libertad que deseaba.

– ¿Por qué? -le preguntó a su madre.

Sarah se mostró evasiva. Pero en esta ocasión, durante el almuerzo, se sacó de la manga el as que tenía preparado y le recordó a Lorenzo que Isabelle tenía motivos para buscar la anulación del matrimonio en la Iglesia católica, sobre la base del fraude, alegando que él se había casado sabiendo que era estéril pero habiéndoselo ocultado a Isabelle. Al decírselo, lo observó con firmeza y casi se echó a reír, esperando ver su expresión de pánico. Él intentó negar que lo hubiera sabido, pero Sarah se mantuvo firme en su postura y no le dejó escapar. Redujo su oferta de dos a un millón de dólares, y le ofreció las dos casas. Él dijo que le haría saber su decisión, y dejó que pagara la cuenta antes de desaparecer.

Julian les llamaba todos los días para saber cómo estaba Isabelle y si ya había nacido el pequeño. A mediados de febrero, Isabelle estaba ya medio histérica. Lukas tenía que regresar a Munich en el término de dos semanas, e Isabelle no hacía sino engordar, sin que llegara el bebé. Había dejado de trabajar y no tenía nada que hacer, excepto comprar bolsos y comer helados.

– ¿Y por qué bolsos? -le preguntó su hermano, extrañado, preguntándose si no habría desarrollado un nuevo fetichismo.

– Porque es lo único que puedo llevar. Ni siquiera me vienen bien los zapatos.

Julian se echó a reír y luego se puso serio diciéndole que Yvonne le había llamado para comunicarle que se casaba con Phillip en abril.

– Eso será muy interesante en los próximos años -le dijo tristemente a su hermana-. ¿Cómo explicarle a Max que su tía es realmente su madre, y viceversa?

– No te preocupes por eso. Quizá para entonces ya le hayas encontrado una nueva madre.

– A eso me dedico -dijo tratando de no dar importancia alguna a sus palabras, aunque ambos sabían que todavía se sentía profundamente alterado por Yvonne y Phillip. Había sido un golpe terrible para él, y un bofetón horrible que había recibido de su hermano Phillip, que era realmente la verdadera razón por la que lo había hecho, junto con el hecho de que la ex esposa de Julian le había vuelto literalmente loco -. Ha tenido que odiarme siempre mucho más de lo que yo creía -le comentó apenado a su hermana.

– A quien más odia en el mundo es a sí mismo -dijo ella muy sabiamente-. No sé por qué tiene que ser así. Quizá quiso tener a mamá para sí solo durante la guerra o algo así. La verdad es que no lo sé. Pero sí puedo decirte una cosa: no es feliz. Y tampoco va a serlo con ella. La única razón por la que se casa con él es para convertirse en la duquesa de Whitfield.

– ¿Crees que es así?

Todavía no estaba seguro de saber si eso hacía que la situación le pareciera mejor o peor, pero al menos ofrecía una explicación.

– Estoy totalmente convencida -contestó Isabelle sin la menor vacilación-. En cuanto lo conoció, casi se podían oír las campanillas anunciándole que había llegado la gran ocasión de su vida.

– Bueno, de todos modos, esta vez se lleva una burra mala -dijo riendo y haciéndola reír a ella.

– Parece que empiezas a sentirte mejor.

– Espero que tú también te sientas mejor dentro de muy poco. Anda, hazme caso y saca a ese bebé de una vez -dijo bromeando.

– ¡Lo intento!

Ella hizo todo lo que pudo. Caminaba muchos kilómetros todos los días acompañada por Lukas, e iba de compras con su madre. Hacía ejercicio y nadaba en la piscina de unos amigos. El niño debía haber nacido hacía tres semanas y ella aseguraba que iba a volverse loca. Y entonces, por fin, un buen día, después de uno de aquellos interminables paseos, y un buen plato de pasta en una trattoria, empezó a notar que algo sucedía. Se encontraban en el apartamento de Lukas, donde ella se alojaba ahora. Ni siquiera había hablado con Lorenzo desde hacía dos semanas y no tenía ni la menor idea de en qué andaba metido, cosa que tampoco le importaba lo más mínimo.