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Esa noche, en cuanto Isabelle le dijo algo, Lukas la obligó a levantarse y la hizo caminar por el apartamento, insistiendo en que eso aceleraría las cosas. Ella llamó a su madre al hotel y Sarah acudió en un taxi. Permanecieron sentados hasta la medianoche, bebiendo vino y hablando y para entonces Isabelle estaba como distraída. No se reía de sus bromas, ni prestaba mucha atención a lo que decían, y se irritó cuando Lukas quiso saber cómo se sentía.

– Estoy muy bien.

Pero no era ése el aspecto que ofrecía. Sarah intentaba decidir si debía quedarse o no. No quería meterse entre ellos, y justo cuando ya había decidido irse Isabelle rompió aguas y, repentinamente, los dolores aumentaron. Eso hizo pensar a Sarah en el pasado, cuando la propia Isabelle nació con tanta fuerza y rapidez, pero había sido su cuarto hijo, mientras que, en esta ocasión, para ella era el primero. No era probable que las cosas se produjeran con tanta velocidad.

Cuando llamaron al médico en la clínica Salvator Mundi, éste les dijo que acudieran en seguida, y que no esperaran más tiempo. Cuando ya se marchaban hacia la via delle Mura Gianicolensi, en el coche de Lukas, Sarah miró a su hija con excitación. Finalmente iba a tener el bebé que tanto había esperado. Sólo esperaba que algún día pudiera tener también a Lukas. Se lo merecía.

Las enfermeras del hospital fueron muy amables e instalaron a Isabelle en su habitación, que era muy moderna. Se trataba de una suite grande, de aspecto agradable, y ofrecieron café a Sarah y a Lukas mientras se ocupaban de Isabelle, que ya se sentía muy incómoda. Una hora más tarde dijo que sentía una presión terrible. Lukas le hablaba continuamente, le tenía cogidas las manos, le limpiaba la frente y los labios con paños húmedos. No la dejó a solas ni un momento, hablándole continuamente, mientras Sarah les observaba. Era precioso verlos tan cerca el uno del otro, tan enamorados, y en algún momento se acordó de ella misma con William. Lukas no era un hombre tan distinguido, ni tan atractivo o alto, pero era un buen hombre, amable e inteligente, y era obvio que amaba a su hija. A medida que se relacionaba con él, le gustaba más.

Por fin, Isabelle empezó a empujar, encogida en la cama, a ratos la sostenía Lukas, y luego ella se volvía a tumbar, mientras él le agarraba por los hombros. Lukas se mostró incansable, y Sarah inútil. Entonces, Isabelle empujó con más fuerza y toda la habitación pareció bullir de actividad y ánimos, hasta que finalmente vieron la cabeza. Sarah fue la primera en ver salir a la criatura. Se trataba de una pequeña niña que se parecía mucho a Isabelle. Sarah se echó a llorar y miró a su hija, a quien le corrían lágrimas de alegría por la cara, mientras Lukas la sostenía y ella, a su vez, sostenía a su bebé en brazos. Fue una escena muy hermosa, un momento inolvidable y al amanecer, cuando Sarah entraba en su hotel, se sintió inundada de amor y de ternura por ellos.

A la mañana siguiente, cuando llamó a Lorenzo para pedirle que viniera a verla, decidió pagarle lo que le pidiera. Pero él había comprendido su postura durante el último almuerzo. Quería las dos casas, y acordaron finalmente tres millones de dólares. Era un alto precio para desembarazarse de él, pero Sarah no dudó ni por un instante que valiera la pena.

Esa tarde, en el hospital, se lo comunicó a Isabelle, y una enorme sonrisa de alegría apareció en su rostro.

– ¿Lo dices en serio? ¿Estoy libre?

Sarah asintió y se inclinó para besarla. Isabelle dijo que era el mejor regalo que podía haberle hecho. Y Lukas le sonrió, con la niña entre sus brazos.

– Quizá quiera venir conmigo a Alemania, Su Gracia -le dijo esperanzado, y Sarah se echó a reír.

Lukas prolongó su estancia en Roma durante otras dos semanas, pero luego tuvo que volver a Alemania para atender sus asuntos. Sarah se quedó hasta que Isabelle salió del hospital y la ayudó a encontrar una nueva casa. La abuela estaba enamorada de su nieta. Sus dos últimos nietos le habían producido una gran emoción, y hablaba entusiasmada de ellos con Emanuelle. El pequeño Max era lo más lindo que hubiera visto desde que Julian empezara a corretear, y la pequeña Adrianna era una verdadera belleza de criatura.

Ese año, por el cumpleaños de Sarah, se reunió un grupo de lo más interesante. Isabelle acudió sola con su hija, y Julian con Max. Xavier estaba en África para pasar el verano, pero envió dos enormes esmeraldas para su madre, con instrucciones exactas acerca de cómo tallarlas. Formarían dos sortijas macizas y cuadradas, y creía que sería fabuloso que ella se pusiera una en cada mano. Sarah le explicó la idea a Julian mientras le mostraba las piedras, y su hijo quedó impresionado. Eran verdaderamente hermosas.

Phillip acudió con Yvonne, lo que no resultó nada fácil para Julian, pero ahora ya se habían casado. Y Sarah percibió que hubo una cierta mezquindad en su hijo mayor como para presentarse en el château con ella y mostrarla delante de Julian, pero éste manejó la situación bastante bien, como solía hacer. Era una persona tan decente que hasta le habría resultado difícil no hacerlo así. Resultó interesante observar que Yvonne no demostró el menor interés por el hijo que había dado a luz el año anterior. Ni siquiera lo miró mientras estuvo allí. Se pasó la mayor parte del tiempo dedicada a vestirse y maquillarse, a quejarse de su habitación, bien porque estuviera demasiado caliente o demasiado fría, o de la doncella que no la había ayudado. A Sarah le pareció que llevaba una cantidad exorbitante de joyas, lo que le pareció intrigante. Evidentemente, estaba haciéndole gastar a Phillip todo su dinero en ella, y obligaba a todos a llamarla Su Gracia, constantemente, lo que no dejaba de divertirles, sobre todo a Sarah, que también la llamaba así, sin que Yvonne pareciera darse cuenta de que todos se burlaban, incluido Julian.

Pero, como siempre, fue Isabelle quien la sorprendió una tarde en que ella y Sarah estaban jugando en el prado con Adrianna. La niña ya tenía seis meses y empezaba a gatear, y se hallaba muy ocupada tratando de comerse una hoja de hierba cuando Isabelle le dijo a su madre que volvía a estar embarazada, y que, esta vez, el bebé nacería en el mes de marzo.

– Supongo que Lukas es el padre, ¿verdad? -preguntó con expresión serena.

– Desde luego -asintió Isabelle riendo.

Lo adoraba y nunca había sido más feliz. Lukas se pasaba la mitad del tiempo en Roma y la otra mitad en Munich, y esa situación parecía funcionar muy bien, a pesar de que él seguía casado.

– ¿Existe alguna posibilidad de que se divorcie pronto? -inquirió su madre, pero Isabelle, sincera, negó con la cabeza.

– No lo creo. Creo que ella está dispuesta a hacer todo lo que pueda para resistirse.

– ¿No se da cuenta de que él ha formado otra familia? ¿Y que va a tener dos hijos? Eso podría inducirla a aceptar el divorcio.

– Todavía no lo sabe -dijo Isabelle-. Pero Lukas dice que se lo dirá si tiene que hacerlo.

– ¿Estás segura, Isabelle? -preguntó Sarah-. ¿Y si no la abandona nunca, y si te quedas sola para siempre con tus hijos?

– En ese caso los amaré, y seré feliz de haberlos tenido, como tú cuando tuviste a Phillip y a Elizabeth, y papá estuvo ausente durante la guerra, y ni siquiera sabías si volverías a verlo. A veces, no hay garantías -dijo sabiamente. A medida que transcurría el tiempo, se iba haciendo más madura-. Estoy dispuesta a aceptar esa posibilidad.